Templos del Espíritu Santo
La morada de Dios, de lo temporal a lo eterno
por Jennifer Rosania
Decir que fue un gran esfuerzo se quedaría corto. Mucho más grande que el tabernáculo que los levitas habían llevado por el desierto en los días de Moisés (Ex 40), el templo hecho por Salomón tomó siete años y casi 200.000 trabajadores para construirse (1 R 5, 6.38). Cada piedra fue colocada con gran cuidado, cada hoja de oro laminado, cada calabaza, cada querubín, y cada palmera e implemento fueron elaborados con una meticulosa atención a los detalles. Esta estructura era, a fin de cuentas, para honrar al Señor Dios Todopoderoso, y donde Él habitaría en medio del pueblo de Israel. El templo construido en el santo nombre de Dios requería total reverencia y esmero.
Cuando todo estuvo en su sitio, la shekinah —la presencia majestuosa y gloriosa de Dios— descendió y demostró de manera poderosa que Él estaba verdaderamente complacido con su trabajo. Primero de Reyes 8.10, 11 dice: “Y cuando los sacerdotes salieron del santuario, la nube llenó la casa de Jehová. Y los sacerdotes no pudieron permanecer para ministrar por causa de la nube; porque la gloria de Jehová había llenado la casa de Jehová”.
Lamentablemente, el esplendor del templo no duró mucho tiempo. De hecho, 1 Reyes 14.25, 26 nos dice que tres décadas más tarde “subió Sisac rey de Egipto contra Jerusalén, y tomó los tesoros de la casa de Jehová”. Aunque monarcas piadosos llegaban al poder cada cierto tiempo y restauraban el templo, los gobernantes idólatras utilizaban la riqueza del mismo para comprar el favor de lo soberanos extranjeros.
En menos de 400 años, la shekinah ya no estaba más en el Lugar Santísimo (Ez 10), y la tercera invasión babilónica de Jerusalén en el 586 a.C. había destruido su hermosa y solemne estructura (2 R 25.8, 9).
Sí, el templo fue reconstruido cuando el pueblo volvió de Babilonia. Pero los ancianos “que habían visto la casa primera, viendo echar los cimientos de esta casa, lloraban en alta voz” (Esd 3.12). La segunda versión del templo era pequeña y deslucida en comparación con la primera. Y, al igual que su predecesor, el segundo templo sería profanado (c. 165 y 60 a.C.), y finalmente destruido (70 d.C.).
Afortunadamente, el Nuevo Testamento saca a la luz una nueva morada de la presencia divina. El apóstol Pablo afirma: “Sois templo de Dios… el Espíritu de Dios mora en vosotros” (1 Co 3.16, cursivas añadidas). En vez de utilizar una estructura terrenal expuesta fácilmente al peligro, el Padre celestial ha puesto su Espíritu en cada uno de sus hijos —una iglesia sin paredes ni limitaciones físicas.
Pensemos en las diferencias. El templo de Jerusalén podía ser profanado, y por ello necesitaba ser consagrado una y otra vez. Pero, como creyentes, hemos sido justificados eternamente por el sacrificio de Cristo, no por nuestros propios méritos (Ef 2.8, 9). ¿Volveremos a pecar? Desde luego. ¿Debemos evitar la tentación y tratar de vivir en obediencia al Señor? Por supuesto. Pero es necesario entender que su presencia en nosotros no depende de nuestra santidad. Hemos sido reconciliados con el Padre celestial gracias a la justicia de Jesús solamente (Ro 5). Vivimos en sumisión al Señor, no para ganar nuestra salvación, sino para que la vida de Él pueda ser vivida a través de la nuestra.
Y aunque el Señor finalmente dejó de habitar en el templo (Ez 10), Él nunca abandonará a los que creen en Él (He 13.5). ¿Significa esto que siempre nos sentiremos cerca de Dios? No. Pero, ya que la reconciliación con el Padre se basa en la obra hecha por Cristo, tenemos la seguridad de que nunca seremos privados de su presencia.
Un último punto a considerar es que, como hijos de Dios, nos ha sido dada la vida eterna. Por tanto, aunque el templo hecho por el hombre pudo ser destruido, nosotros nunca dejaremos de existir. Hemos sido sellados con el Espíritu Santo “para el día de la redención” (Ef 4.30). Nuestra carne puede parecer débil y frágil, pero 1 Corintios 15.54 promete que nuestros cuerpos mortales serán resucitados incorruptibles: “sorbida es la muerte en victoria”—para siempre.
Dios ha creado en usted un santuario eterno, donde morará para siempre su shekinah. Si usted es cristiano, Él habita en el Lugar Santísimo —su corazón— aquí en la Tierra, y vivirá con Él por la eternidad.
Recordemos que el Dios que salva y santifica, tiene el poder para enseñarnos cómo ser templo útil para su Espíritu. No menospreciemos su papel como morada del Espíritu Santo; por el contrario, permitamos que la luz de Dios brille a través de nosotros para que otros puedan conocer al Señor.