Usted se dirige por el centro de la ciudad, en medio del ruido y el movimiento de la tarde.
Luego deja la calle principal y gira hacia una casa que ha visto antes, pero a la que nunca
ha entrado, mientras se le forma un nudo en la garganta al pensar en lo que le espera.
Al golpear la puerta, se abre la puerta mientras las bisagras rechinan y el anfitrión de la casa
le dice: “Pase, por favor”. Al comienzo, todo es sombras mientras sus ojos se ajustan a la
tenue luz de la habitación. Mientras enfoca las paredes y los muebles lentamente, observa a
tres hombres: uno camina de la ventana al corredor, y del corredor a la ventana; otro está
+ recostado contra la pared; y el último de ellos es un hombre pequeño, con barba, y con
vestiduras finas, que no le está mirando a usted, ni a nadie, ni en ninguna dirección. Este
hombre está alerta, y sentado en el reborde de una silla, como un niño esperando una
medicina, con los ojos completamente abiertos mirando hacia la nada. Es a éste a
quien usted ha venido a ver, el hombre que mató a sus amigos.
Este es el hombre que vino a la ciudad a quitarle a usted la vida.
El ejercicio anterior de imaginación no es una representación exacta de lo que sucedió en Hechos 9.
Pero puede servir para acercarnos a la experiencia de Ananías, el siervo de Dios enviado por Cristo
mismo para orar por uno de los mayores enemigos de la iglesia primitiva: Saulo de Tarso,
o como lo conocemos hoy, el apóstol Pablo.
El relato dice que Saulo estaba viajando por el camino de Damasco, a 240 kilómetros, un viaje de más de
dos días desde Jerusalén. Allí, el joven fariseo había estado persiguiendo celosamente a los seguidores de
“el Camino”, una nueva secta mesiánica que un día se conocería como el cristianismo. Hechos 8 nos dice que
en la Ciudad Santa, Saulo había devastado la iglesia, arrastrando a hombres y mujeres a la cárcel (v. 3), y que,
en última instancia, había sido el responsable de la ejecución de muchos creyentes allí.
Al continuar la persecución, los miembros de la naciente iglesia se habían dispersado por las regiones de
Judea y Samaria, con la esperanza de escapar con vida (v. 1). Pero estaba haciendo una redada de los fieles
de Jerusalén, Saulo había interceptado cartas escritas desde Damasco —correspondencias de creyentes que
habían huido en busca de seguridad—, y se propuso ampliar los límites de su cacería (Hch 22.5). Había decidido
viajar al norte para arrestar a todos los que pudiera, y traerlos de vuelta a Jerusalén para ser juzgados, con la
esperanza de sofocar el creciente movimiento. Pero en ese viaje, el futuro apóstol tuvo un encuentro con el
Cristo resucitado. Allí, en el polvoriento camino, la gloria de la luz —el Dios Hijo— dejó ciego al hombre
que tenía un corazón ciego. Jesús le dio la orden de que fuera a la ciudad, y esperara allí nuevas instrucciones.
Aquí entra Ananías en escena. La Biblia no dice mucho acerca de él, pero se cree que posiblemente fue
uno de los 70 discípulos que Jesús envió a las ciudades que visitaría pronto (véase Lc 10.1-29), y
probablemente era uno de los líderes de la iglesia en Damasco. Lo que sí sabemos es que Ananías
estaba consciente de quién era Saulo, y de por qué había venido. El Señor se apareció al discípulo,
y le dijo: “Levántate, y ve a la calle que se llama Derecha, y busca en casa de Judas a uno llamado Saulo,
de Tarso; porque he aquí, él ora, y ha visto en visión a un varón llamado Ananías, que entra y le pone las
manos encima para que recobre la vista” (Hch 9.11-15). ¿Quién podría culpar a Ananías por tener miedo?
“He oído de muchos acerca de este hombre”, respondió, “cuántos males ha hecho a tus santos”. Sin
embargo, contra toda lógica terrenal, Cristo le dijo: “Ve”, y él fue.
Increíblemente, Ananías estuvo dispuesto a obedecer sin importar el riesgo, lo que demuestra su devoción
al Señor por encima de todo. Sin embargo, tal vez aun más impresionante es la calidad de su corazón
al llegar a esa habitación, como se revela en una sola y delicada palabra: “Hermano”, dijo amorosamente
al quebrantado hombre, al asesino y enemigo del pueblo de Dios, “el Señor Jesús… me ha enviado para
que recibas la vista y seas lleno del Espíritu Santo” (Hch 9.17). Y Ananías puso sus manos sobre el
hombre y lo sanó. Y lo que es más, el siervo de Dios bajó al futuro apóstol a las aguas, bautizando a
aquel que días antes había querido ver a Ananías bajar a una fosa.
Nunca se sabe lo que significará para el futuro del reino de Dios, un acto de obediencia de nuestra parte.
Ananías dejó humildemente que el Señor trabajara por medio de él, y como resultado Saulo se convirtió
en uno de los más grandes misioneros, y en uno de los escritores más prolíficos de la historia cristiana.
Del mismo modo, cada uno de nosotros juega un papel en la grandiosa historia de redención del Señor.
A lo que Él nos llama puede no parecer gran cosa, pero podemos estar seguros de que nuestra fidelidad,
en el poder del Espíritu Santo, tendrá repercusiones que partirán de nosotros y se
prolongarán hasta la eternidad.
La pregunta es: Cuando Cristo diga “Ve”, ¿lo haremos
por Cameron Lawrence