Alguien a quien no conozca, y de quien no sea responsable. En teoría, la mayoría de los
cristianos sabemos que Dios “amó de tal manera al mundo” (Jn 3.16), y que no tiene ningún favoritismo
(Ro 2.11), pero en la práctica tenemos la opinión de que debemos ocuparnos solo de nosotros mismos.
Es muy natural que enfoquemos nuestro amor en quienes nos corresponden con el mismo sentimiento.
Sin embargo, la parábola de Jesús desafió la creencia judía, de que lo que había que hacer (como el pueblo
elegido de Dios) era poner primero a los de su propia clase.
El samaritano no tenía ninguna razón lógica para cuidar del hombre herido. El judío era un extraño y un
enemigo, y probablemente nunca habría actuado de la misma manera con él. Pero es que el amor de
Jesús siempre está más allá de toda lógica.
Alguien a quien no resulte oportuno amar. De cierta manera la compasión del samaritano arruinó sus
lanes personales. No solo se detuvo a ayudar, sino que también dio lo que necesitaba, a alguien que probablemente
no sobreviviría. El viaje desde el camino de Jericó hasta la posada más cercana era largo y agotador a pie, por no
decir peligroso. Luego, una vez en la posada, no echó sobre alguien más a la persona del “problema” para volver a
ocuparse de sus asuntos. En vez de eso, ayudó al hombre herido, cuidando de él lo mejor que podía, corriendo con
los gastos, al punto de que se quedó sin dinero y tuvo que prometer al propietario de la posada que
después le pagaría todo lo demás.
¿Ayuda usted a los necesitados solamente cuando eso no le causa ninguna molestia? ¿Tiene usted algunas
condiciones en cuanto a quien ayudará o no? Aunque es cierto lo que dice el refrán popular: “No se puede salvar a
todo el mundo”, nunca debemos permitir que eso enmudezca la voz del Espíritu Santo. Si Él nos está diciendo que
respondamos a una necesidad que pudiera no ser oportuna, lo más sabio es seguir su dirección y dejarle las
consecuencias a Él. Es entonces cuando nos sentiremos facultados para dar aunque no haya ninguna garantía
de los resultados que nos gustaría ver.
Alguien que no pueda darme las gracias ni pagarme. Es propio de la naturaleza humana querer recibir
crédito por el bien que hacemos, sobre todo si hemos hecho algún tipo de sacrificio. Aun como creyentes,
podemos sentirnos tentados a afirmar que estamos “dando gloria a Dios”, cuando lo que realmente queremos
es la gratificación del reconocimiento por nuestros esfuerzos. O bien, podemos sentir que nuestro resentimiento
es justificado, cuando la persona que ayudamos parece desagradecida o no responde como nosotros
creemos que es correcto.
El samaritano sabía que el hombre que estaba medio muerto no era capaz de expresar agradecimiento ni de devolver
la ayuda que había recibido. Cuando llegara el momento de su recuperación, el desconocido que lo ayudó se habría
marchado hace tiempo. En Mateo 6.1-4, Jesús explica cómo debemos tratar a los necesitados. Nos enseña que
debemos dar a los demás en secreto, intencionalmente, y sin pregonar lo que hemos hecho para recibir elogios.
Descubriremos que nos dará más alegría poder demostrar amor, dando nuestro tiempo, energías y recursos,
sin condiciones.