Los alimentos que nutren el cuerpo físico son considerados como símbolos de los espirituales, que son los que alimentan el alma del ser humano. Este aspecto, que la sociedad moderna desconoce, es el que da a toda comida un carácter ritual y sagrado. El estómago, y el aparato digestivo en general, que ocupa la parte media y central del cuerpo, representa un verdadero Athanor alquímico, la fragua de Vulcano, gracias al cual las substancias positivas de los alimentos se sutilizan pasando a la sangre (vivificadora de todo el organismo), y las negativas e inservibles o simplemente groseras, pasan a los conductos laberínticos del intestino para su posterior absorción y evacuación. Es decir, que se realiza la operación de separar lo espeso de lo sutil. Ya sabemos que para cualquier cultura tradicional el cuerpo es una entidad sagrada y su funcionamiento está en correspondencia con los ciclos y ritmos del universo, constituyendo también un receptáculo de los efluvios divinos. Al comer, el hombre asimila el cosmos exterior a su propio cosmos corpóreo y sutil, es decir se integra armónicamente con el mundo que lo envuelve y del que forma parte. Y esta comunión produce una alegría análoga en otro plano, a la experimentada por la emoción que genera la contemplación de la Belleza, pues también vivir de Belleza y Amor es alimento. Este, y no otro, era el sentido original que tenían las bacanales greco-romanas y la manducación realizada por la comunidad en determinadas fiestas de todas las tradiciones, las cuales eran ante todo comidas rituales colectivas donde se ofrecía culto a las energías celestes por el intermedio de la manifestación de las energías de la vida y la naturaleza.
Un sentido especialmente significativo es el que reviste la Cena. Por su carácter nocturno y por anteceder al sueño, que es símbolo de la muerte y la entrada en otro estado del ser, tuvo, y sigue teniendo, una particular importancia entre las diversas tradiciones, como es el caso del Cristianismo. La última Cena que Jesucristo ofreció a los apóstoles (previa a su crucifixión) instituyó el misterio de la Eucaristía bajo las especies del Pan (cuerpo) y del Vino (sangre-espíritu), productos vegetales extraídos de la naturaleza y elaborados y fermentados por el Fuego, origen de la luz y el calor. La última Cena, además del aspecto sacrificial y espiritual que representa, es un símbolo del lazo íntimo de solidaridad y amor fraterno que debe unir a todos los hombres que asuman su condición de tales. En este sentido la palabra cenáculo, que proviene de cena, indica el lugar donde se reúnen hombres que comparten esencialmente las mismas ideas, en relación con las cuales los sentimientos y pasiones propias de lo humano han de encontrarse en perfecta armonía.
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