El gran censor durante la revolución científica fue la Iglesia, pero hoy en día los principales censores son los gobiernos, los ejércitos y las corporaciones. Cualquiera que desafíe los intereses de estos grupos puede estar en la mira de la censura o la represión.
La imagen tradicional de la censura muestra a burócratas tratando de evitar la publicación de determinados textos. Estos métodos son típicos de los gobiernos autoritarios, pero resultan muy poco eficaces debido a sus altos costos y al resentimiento que generan en los autores de las obras censuradas. Sin embargo, sigue practicándose este tipo de censura categórica dentro de estructuras jerárquicas rígidas, como el ejército, los ministerios y las corporaciones, donde aún resulta útil. Las modalidades más sutiles de censura, desarrolladas en décadas recientes para invadir la vida pública, despiertan mayor interés en el marco del estudio de las estructuras de poder. Analizaré dichas formas de censura en cuanto a su relación con dos mitos modernos: el mito del 11 de septiembre de 2001 (11S) como obra de terroristas islámicos y el mito del terrorismo islámico en general.
A estas alturas, la mayoría de las personas curiosas y racionales dedujeron que el asesinato en masa del 11S no fue cometido por fanáticos islámicos, sino por las autoridades estadounidenses, y que el terrorismo islámico es, en el peor de los casos, una amenaza trivial, mucho menor que los accidentes de tránsito o el asesinato común. Este ensayo no pretende convencer a nadie de que se trata de mitos; sugiero a quien esto lee y aún cree en las versiones oficiales revisar la vasta y excelente literatura que trata estos temas. El presente texto aborda la producción de mitos y el fenómeno de autocensura que se ha generalizado en relación con los mitos antes especificados.
Sin duda, la modalidad más eficaz de censura es la autocensura, entendida como la evasión deliberada de reflexionar o incluso hablar sobre ciertos temas o puntos de vista. Desde la infancia, todos somos entrenados para ejercer la autocensura respecto a diversos temas e ideas, por ejemplo, determinados aspectos de la sexualidad y la violencia. Ese proceso de socialización es necesario para preservar la estabilidad de las familias y las sociedades.
Quienes detentan el poder han reconocido desde tiempos inmemoriales las ventajas de inducir la autocensura en las mentes de los gobernados y los mitos, desde siempre, han servido como herramientas para el control social. Con el desmembramiento del bloque socialista alrededor de 1990, la alianza capitalista occidental perdió el mito unificador de la supuesta amenaza que representaba el expansionismo soviético, un mito que afianzó durante 40 años la cohesión de dicha alianza, el despliegue de bases militares estadounidenses alrededor del globo y la rentabilidad del complejo militar-industrial. Para esos círculos, el desplome del bloque socialista puso en riesgo su existencia y volvió vital encontrar o incluso inventar un mito capaz de reemplazar eficazmente a la amenaza comunista. Muy pronto advirtieron las oportunidades que abría la inexistencia del bloque socialista para la hegemonía mundial de Estados Unidos. El Proyecto para el Nuevo Siglo Estadounidense (PNAC), liderado por Donald Rumsfeld, Dick Cheney, Paul Wolfowitz y otros imperialistas de derecha, se inspiró en esa nueva realidad. Dichos círculos eran absolutamente conscientes de que el pueblo estadounidense no estaría dispuesto a financiar un incremento más que considerable en el gasto militar, incremento necesario para imponer la hegemonía del país en el planeta, a menos que percibiera una amenaza del exterior. La consolidación del plan exigía un enemigo.
Los textos académicos de la década de 1990, incluidos algunos de plumas tan brillantes como la de Zbigniew Brzezinski, y las publicaciones del propio PNAC, ilustran la certeza de que solo una calamidad trágica, comparable al ataque de Pearl Harbor en términos de devastación, convencería a la opinión pública nacional de apoyar la política exterior imperialista.
En retrospectiva, ya no queda duda que la clase gobernante dentro de la alianza occidental descubrió a principios de la década de 1990 un “enemigo” rentable para reemplazar a la “amenaza comunista”, a saber, una “conspiración terrorista islámica internacional”. Sabemos también que dicha conspiración internacional nunca existió, tuvo que ser inventada y dotada de una apariencia real para resultar creíble. Osama bin Laden quedó como anillo al dedo en tanto primera figura icónica de la amenaza inventada.
Las agencias occidentales de inteligencia que antes contribuyeron a financiar la participación de militantes árabes en la lucha contra la ocupación soviética de Afganistán y sufragaron su radicalización religiosa ahora podían hacer migas con los cuadros militantes que, para 1990, no tenían guerra alguna que librar. Muchos fueron reclutados para combatir con los musulmanes en Bosnia, Chechenia y posteriormente en Kosovo. Los reclutadores, que más de una vez se hicieron pasar por predicadores islámicos radicales, eran tolerados (y a veces agentes pagados) por los servicios occidentales de inteligencia. Algunos de estos ex yihadistas (partidarios de la guerra santa) fueron llevados a Estados Unidos para hacer de chivos expiatorios en el primer bombardeo del World Trade Center en una operación que, según los documentos de los tribunales, contó con la asistencia del FBI. Así, la Operación World Trade Center 1993 bien podría verse como un paso significativo en la fabricación del mito de Al-Qaida y como ensayo general para 2001.
El mito de la conspiración terrorista islámica internacional aportaba importantes ventajas en comparación con su alternativa: la amenaza de “Estados canallas” como Iraq, Irán y Corea del Norte. Los mandatarios occidentales reconocieron que el poderío militar de estos tres países, aun cuando decidieran actuar en conjunto, no podía venderse a la opinión pública como amenaza creíble. Otro problema con los Estados-nación es que sus dirigentes podrían, de la noche a la mañana, optar por hacer una venia a la hegemonía estadounidense y disfrutar de su protección como algo que resultaría más beneficioso para ellos y sus familias que una actitud de resistencia. La animadversión de esos gobiernos era demasiado veleidosa para confiar en ella. A falta de un enemigo existencial de largo plazo sería imposible mantener una estrategia de dominación mundial afianzada en una abrumadora superioridad militar.
Atribuir al enemigo las características de una conspiración religiosa planetaria abre un amplio margen de discrecionalidad a la hora de determinar, conforme sea necesario y a partir de “pruebas secretas”, el alcance, la dirección y la escala destructiva de la amenaza derivada de la conspiración. Por definición, nadie puede saber exactamente qué tienen en la cabeza los presuntos conspiradores. A final de cuentas, toda conspiración tiene lugar en secreto. Una vez postulada la existencia de la conspiración es posible atribuir a los conspiradores cualquier característica, incluidas las intenciones más diabólicas, sin presentar prueba alguna.
De hecho, así operan Estados Unidos y sus aliados cada cierto tiempo al afirmar que Al-Qaida compró o está a punto de comprar armas de destrucción masiva. Otro supuesto es que esta conspiración está decidida a matar a tantos estadounidenses y judíos como sea posible, aparentemente a fin de avanzar en el cumplimiento de metas islámicas. Cualquiera que cuestiones esas afirmaciones corre el riesgo de ser acusado como alguien que minimiza una amenaza existencial. Además, quienes exigen pruebas solo encuentran una respuesta: todo es secreto. Todo ello no representa sino ventajas a quienes maquinaron el mito.
Una ventaja más mundana de este mito es que la mayor parte de los recursos petroleros del mundo se encuentran en países musulmanes. Tras plantear “no diferenciamos entre los terroristas y los países que les dan acogida”, Estados Unidos se arrogó el derecho de atacar cualquier país que pueda ser acusado de albergar a terroristas islámicos, es decir, la mayoría de los países productores de petróleo. Es fácil producir presuntas pruebas al respecto, por ejemplo supuestas llamadas telefónicas intervenidas.
Una tercera ventaja del mito es que millones de musulmanes viven en sociedades occidentales. Al postular la existencia de una conspiración terrorista islámica internacional lo lógico es que sus “células terroristas” también operen dentro de países occidentales. Para proteger a la población de esta abominable amenaza el gobierno tendrá que ampliar las facultades de la policía, permitir el monitoreo sistemático de las comunicaciones telefónicas e informáticas, y generar prejuicios entre la clase trabajadora en contra de los musulmanes... una serie de métodos empleados con éxito por el régimen nazi con el objetivo de proteger a la clase gobernante. Eso es lo que ha pasado en todas las democracias occidentales desde 2001. Invocar la “amenaza terrorista islámica” fue la clave que allanó el camino a la institucionalización de las medidas propias de un Estado policíaco. El fin último de tales medidas no es, evidentemente, combatir una amenaza fantasma, sino establecer una infraestructura de seguridad capaz de evitar el futuro surgimiento de un movimiento radical a favor de la democracia y la justicia social.
La consolidación de estos mitos exigía demostrar a la población occidental que el peligro del terrorismo islámico era real y enorme. El asesinato masivo perpetrado el 11S estuvo cuidadosamente diseñado para cumplir tal objetivo. El impacto del segundo avión contra la Torre Sur del World Trade Center se programó a fin de tener lugar 20 minutos después del primer choque, tiempo suficiente para que los principales medios llegaran al lugar y transmitieran los hechos al resto del mundo en tiempo real. En cuestión de minutos llegaron especialistas en terrorismo, ingeniería e Islam a los medios y pronunciaron al aire explicaciones prefabricadas sobre lo sucedido. La leyenda oficial del 11S quedó grabada en piedra a partir de la noche del 12 de septiembre de 2001 gracias a una resolución del Congreso con todos los elementos del caso. No fue necesario presentar pruebas a los congresistas, todos habían visto la televisión y reconocían las huellas del terrorismo islámico. Este acto mediático llegó a instalar en miles de millones de mentes la idea de que los terroristas islámicos no solo están preparados para cometer crímenes masivos, sino para suicidarse en nombre de sus funestos ideales. El asesinato en masa del 11S fue la “prueba irrefutable” de la existencia de una conspiración terrorista islámica internacional y su diabólica naturaleza.
A fin de reforzar los efectos psicológicos del asesinato en masa transmitido por televisión, de inmediato se lanzó una campaña de ántrax enviado por correo y otras estratagemas para fomentar el terror, todas ellas atribuidas inicialmente a terroristas islámicos. El resultado de estos esfuerzos concertados fue que grandes sectores de la opinocracia occidental internalizaran el mito del 11S y el mito del terrorismo islámico. Para entonces, la opinión pública estaba lista para aprobar las diversas medidas contra el terrorismo y consideraba a toda persona que cuestionara dichos mitos cercana a la locura. Al internalizar el mito se inutilizó a las facultades críticas del pueblo y la autocensura se instaló en millones de mentes.
La autocensura prima, tanto en Estados Unidos como en Europa, en todo lo relativo a los acontecimientos del 11S y la supuesta amenaza del terrorismo islámico. Ejemplo evidente de ello es la manera en que la comunidad académica ha evitado lidiar con los hechos. Prácticamente todas las publicaciones académicas que tratan temas relacionados con el terrorismo desde 2001 han respaldado, explícita o implícitamente, el argumento según el cual 19 terroristas musulmanes/árabes secuestraron cuatro aviones el 11S y perpetraron un asesinato masivo a instancias de Osama bin Laden o Al-Qaida, o en nombre del Islam. Sin embargo, ninguna, ni una sola de ellas cita pruebas irrefutables que sostengan dicho argumento. El resultado es que tales publicaciones, en su mayoría, carecen de valor científico, independientemente de la trayectoria de sus autores. El arraigado mito del 11S ha hecho que toda la clase académica olvide las reglas más elementales del rigor académico. Una explicación más amable sería que la mayoría de los autores optaron por la autocensura a fin de no poner su carrera profesional en riesgo. En ambos casos, las consecuencias para la sociedad son de temer.