Hay un breve ensayo
sobre la doctrina de Epicteto en el que la filósofa Mónica Cavallé
recurre al pensamiento del estoico para aclarar los frecuentes
malentendidos que existen en torno a la relación entre pensamiento y
emociones.
Cavallé resume en tres las ideas fundamentales de
Epicteto. Primero: no son las cosas las que nos disturban, sino nuestra
opinión sobre ellas. La causa de las emociones radica en la forma en que
las interpretamos, significamos o valoramos. Y las emociones, a su vez,
mueven a la acción, usualmente automática:
Si nuestra
valoración de un hecho es positiva, nos sentiremos serenos,
estimulados, confiados, alegres o eufóricos; si es negativa, sentiremos
desánimo, desinterés, frustración, vergüenza, culpa, desprecio o ira. A
su vez, la valoración emocional provocará en nosotros un impulso: un
movimiento interno de deseo o rechazo, de atracción o repulsión, y un
movimiento externo ordenado hacia el acercamiento o hacia la retirada.
Estos opuestos determinan qué consideramos bienes y qué estimamos como males.
Así,
“no es posible desear algo que no se haya juzgado previamente como
conveniente”. Pensamiento y emociones están conectados. Si se tiende a
creer lo contrario, ello es debido a que la ideología, el discurso
social y cultural inculcado por las circunstancias, es una programación
automática que dirige nuestro diálogo interno. Dice Epicteto:
Recuerda
que no ofenden el que insulta o el que golpea, sino el opinar sobre
ellos que son ofensivos. Cuando alguien te irrite, sábete que es tu
juicio el que te irrita.
Segundo: somos libres para intervenir en el ámbito de nuestras representaciones.
Con
el término “representación”, se refiere al conjunto de juicio, emoción e
impulso. Si somos libres al respecto, es porque hay una forma de
aprehensión más profunda que sirve de alternativa al comportamiento
automático de la representación, una capacidad para detectar estos
automatismos y decidir dejarse o no llevar por ellos.
Esta
alternativa se caracteriza por: la capacidad para discernir entre las
representaciones y lo representado; la libertad para decidir no ser
arrastrados por la representación; la capacidad para identificar el
núcleo del ser humano, el auténtico “principio rector”, y, por tanto, no
confundir el origen de la dignidad con otros aspectos que en realidad
le son ajenos:
‘¿Qué tiene que ver contigo?’ Que
‘alguien habla mal de ti’. ¿Qué tiene que ver contigo? Que ‘tu padre
prepara tales cosas’. ¿Contra quién? ¿Verdad que contra tu albedrío no?
¿Cómo iba a poder? Sino contra el cuerpecito, contra la haciendita.
Estás a salvo, no es contra ti”.
Tercero: hay una diferencia entre lo que depende de nosotros y lo que no.
Lo
primero se resume en nuestra capacidad para decidir sobre las
representaciones, es decir, cómo interpretamos los hechos de nuestra
vida; lo segundo, lo que no depende de nosotros, es “todo lo demás”:
fama, riqueza, suerte, salud, etc. Estas cosas son indiferentes para la
ética, ni buenas ni malas, independientemente de que puedan resultar más
o menos apetecibles; sólo aquello que puede incumbir al “albedrío” o
“principio rector” puede ser calificado de bien o mal.
Así, por ejemplo, estar sanos o enfermos no depende totalmente
de nosotros. Podemos y debemos poner los medios necesarios para
cultivar una buena salud y para prevenir la enfermedad, pero hay
factores que confluyen en nuestro estado de salud, posibilitándolo u
obstaculizándolo, que escapan a nuestro control, y nadie está a salvo de
una enfermedad inesperada, de un accidente fortuito o de la decadencia
natural de la vejez. Por eso, aunque el bienestar físico es un estado
deseable, y la salud y la enfermedad pueden considerarse,
respectivamente, un bien y un mal relativos, no constituyen un bien y un
mal absolutos y, desde luego, no lo son en lo que concierne a nuestra
humanidad. No es mejor persona la sana que la enferma. En cambio, el ser
humano que acepta serenamente su padecimiento sí es mejor ser humano
(más fiel a lo más elevado de sí mismo) que el que se deja arrastrar por
la aprensión o el desaliento, que el que adopta aires de víctima y hace
un drama de su mala salud, o bien, que aquel al que, estando sano y
físicamente boyante, le carcome el temor ante la enfermedad.
Cualquier emoción es, por tanto, el resultado de un pensamiento incrustado:
En
otras palabras, no somos pasivos frente a nuestras emociones; éstas no
están determinadas automáticamente por ciertos incidentes o situaciones,
o por factores genéticos, fisiológicos o temperamentales. Como ya
señalamos, incluso en los casos en que nuestra evaluación inicial de un
hecho se pueda considerar involuntaria pues se origina en nuestro
instinto de auto-defensa y supervivencia, en algún condicionamiento
visceral infantil o en cualquier otro tipo de condicionamiento profundo,
la emoción sólo se establece y perdura en nosotros si reiteramos sostenida y activamente la evaluación espontánea inicial.
[…]
Como
nos hace ver Epicteto, emociones negativas como la depresión, la
ansiedad, la culpabilidad, la ira o el deseo de venganza están
originadas en un mal uso de nuestras representaciones; se sustentan en
juicios deficientes sobre la realidad y, por ello, son siempre
manifestaciones de ignorancia”.
Y hay que tener en
cuenta que emociones negativas no son sentimientos como el dolor o la
tristeza, sino que se denomina así únicamente al “sufrimiento inútil e
innecesario que resulta de la no aceptación de lo inevitable”.
El
dolor no es una emoción negativa cuando es la respuesta coherente y
proporcionada a una situación, por ejemplo, a la pérdida de un ser
querido. La angustia, la desesperación o la depresión sí serían, en
cambio, respuestas emocionales negativas ante dicha situación, pues no
se explican directamente por el hecho en sí, sino siempre por la
mediación de una determinada y cuestionable forma particular de
interpretarlo”.
Es decir, las emociones negativas no
son las que provocan impulsos de retirada y repulsión, sino las que se
fundamentan en la ilusión interpretativa que otorga valor ético, de
bueno y malo, a aquello que simplemente es neutro porque no depende del
principio rector del ser.
Y esto entronca directamente con los cantos de sirena del pensamiento positivo, por un lado, y la pasividad que reniega de toda responsabilidad, por otro:
Un
espectro de nuestras emociones negativas se sustenta en la distorsión
cognitiva que nos hace creer que depende de nosotros lo que en realidad
no depende de nosotros, es decir, que tenemos o debemos tener capacidad
de control sobre aquello sobre lo que, en último término y de forma
plena, de hecho no la tenemos. Esta percepción errada suscita un afán
desordenado de control y de seguridad que obstaculiza la aceptación de
lo inevitable: nuestros límites, nuestras acciones pasadas, la realidad
ineludible de la muerte, el dolor y la enfermedad, la impermanencia de
todo lo existente, la impredecibilidad de la vida, etc. En este error
del pensamiento se enmarcan estados emocionales que van desde la
ansiedad, el temor crónico y la preocupación excesiva hasta el pánico.
Las actitudes supersticiosas y algunas formas inmaduras de religiosidad
pertenecen a esta categoría. También pertenecen a ella ciertos
desarrollos del movimiento denominado “nueva era” que sostienen que
somos los creadores, ya no sólo de nuestras actitudes y disposiciones
interiores, sino también de la totalidad de nuestras
circunstancias (en una actitud de ingenua omnipotencia que pretende
eludir el peso que tienen en ellas los factores genéticos, físicos,
ambientales, socio-culturales e históricos).
[…]
Un segundo
espectro de nuestras emociones negativas se sostiene en la percepción
errada contraria, la que nos hace sentirnos pasivos ante situaciones
sobre las que sí tenemos capacidad de influir, la que nos impide tener
una disposición dinámica y responsable frente a aquello que sí depende
de nosotros, como, por ejemplo: cuando justificamos nuestras reacciones o
emociones negativas diciendo que “es que somos así”, que “cómo no vamos
a estar desmotivados cuando todo es tan poco estimulante”, que “cómo no
vamos a estar deprimidos si el mundo es como es”; o cuando renunciamos
al empeño activo por transformar las circunstancias personales y
sociales injustas o insatisfactorias amparándonos en el carácter ínfimo
de nuestra posible aportación o en el supuesto carácter inevitable de
dichas circunstancias —cuando lo cierto es que, si bien estas últimas
no dependen siempre y totalmente de nosotros, si depende de nosotros intentar cambiarlas en el momento y en la medida en que ello resulte posible y conveniente—.
Comprender
la ideología subyacente a todo impulso es el primer paso para no caer
en las trampas del tan sugerente hábito de regirse por las emociones
como si de oráculos modernos se tratase, y encaminarse hacia la
aceptación final de una realidad en la que, como expresan las cuatro
nobles verdades del budismo, el sufrimiento no es una ilusión; existe y
ha de ser integrado, pues tarde o temprano alcanza a todos.
Y en esto, como se recuerda en otra entrada sobre la ignorancia y la infelicidad, el esfuerzo es una necesidad. La mente no cambia por esperar que así sea.
Para terminar, es inevitable citar en este contexto al budista Matthieu Ricard y su libro En defensa de la felicidad:
el tratamiento de las emociones es la forma de liberarse del
sufrimiento; no se trata de reprimirlas, pues resurgirían con más
fuerza, sino en permitir que se formen y se desvanezcan sin dejar marca.
Continuarán surgiendo, pero ya no se acumularán y perderán gradualmente
su poder para esclavizar al individuo:
Podría
pensarse que las emociones conflictivas –la cólera, los celos, la avidez
– son aceptables porque son naturales y que no es necesario intervenir.
Pero la enfermedad es también un fenómeno natural y no por ello sería
menos aberrante resignarse a aceptarla como un ingrediente deseable de
la existencia. […] A primera vista, el paralelismo puede parecer
exagerado. Pero, si nos fijamos mejor, no queda más remedio que
constatar que dista mucho de carecer de fundamento, pues la mayoría de
los trastornos interiores nacen de un conjunto de emociones
perturbadoras.
[…]Los estudios psicológicos llegan a unas
conclusiones opuestas a la idea preconcebida de que dando libre curso a
las emociones hacemos que disminuya temporalmente la tensión acumulada.
En realidad, desde el punto de vista psicológico, lo que ocurre es todo
lo contrario.
Dejando sistemáticamente que las emociones negativas
se expresen, contraemos hábitos de los que volveremos a ser víctimas en
cuanto su carga emocional haya alcanzado el umbral crítico. Por
añadidura, dicho umbral descenderá cada vez más y montaremos en cólera
cada vez con más facilidad.
Al mismo tiempo, las personas capaces
de controlar sus emociones, son las que manifiestan un carácter
altruista cuando se enfrentan al sufrimiento de los demás. En cambio, “a
la mayoría de las personas hiperemotivas les preocupa más su angustia
ante la visión de los sufrimientos de los que son testigos que la forma
en que podrían ponerles remedio.
Erraticario