
Cuando la última campanada muerde la estrechez de la tarde y en el fuego de las horas se pierden todas las dudas del día, me vengo a detener sobre la marcha que he dejado atrás, - reguero de adioses sobre lomajes verdes- donde plantara alguna vez mi pecho de poema blanco;
se apagan las voces de la tierra para estos ojos de agua -borrachos de antiguos licores urdidos bajo una luna joven- que me vieron desvanecer bajo la manta fresca de los tilos, dejándome crecer, como bruma, hasta volverme sutil silueta;
cuando el ocaso me dice que ya el oráculo detuvo mis siglos y se abre la verdad de cada historia en mi ardida y vivida, sé que debo pronunciar un verso más, y dejarlo manar desde las aguas de este árbol hembra que me aloja, con la palabra, como fruta en la boca, y el amor como raíz perpetua.


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