No juzgar para no ser juzgados Jesús,
emitió juicios severos sobre quienes condenaban y perseguían a otros,
mientras no hacían nada por eliminar sus propios delitos. Autor: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net
Condenar es fácil. Tan fácil
como beber un vaso de agua. Porque la sed nos lleva a buscar una bebida
que nos alivie, y porque la condena, aparentemente, sirve para desahogar
rencores que corroen nuestras almas.
Pero las condenas pueden
ser injustas, o desproporcionadas, o amargas. La facilidad con la que
juzgamos a otro como despreciable, como enemigo, como indigno, nos lleva
a cometer errores graves de apreciación, nos arrastra en ocasiones a
condenar a inocentes.
Otras veces la condena es acertada:
censuramos a alguien por sus fallos reales, por sus cobardías, por sus
omisiones, por sus delitos. Pero, ¿sirven siempre este tipo de condenas?
¿Ayudan al delincuente a mejorar su vida? ¿Alivian a las víctimas y
restablecen la justicia herida? ¿Nos convierten en mejores seres
humanos?
Antes de condenar, podríamos preguntarnos si estamos
seguros respecto del mal supuestamente cometido y de la mejor manera de
avanzar
hacia la justicia. No sirven las condenas cuando son simples desahogos
llenos de amargura. Sirven cuando están unidas a un profundo respeto
hacia las víctimas y a un sincero deseo de rescatar a los verdugos.
Junto
a la condena, es importante mirar la propia alma para ver si no tenemos
una viga en el propio ojo cuando queremos eliminar la paja del ojo
ajeno. Es señal de incoherencia condenar a unos por hechos no muy graves
mientras tenemos, como un peso del corazón, la certeza de haber dañado a
otros en sus bienes o en su buena fama.
En la historia humana
hubo quien, desde una justicia perfecta y un corazón bueno, tenía pleno
derecho a condenar. Sabía lo que estaba escondido dentro de cada uno.
Conocía las hipocresías y las miserias de los seres humanos.
Ese
Hombre, que se llamaba Jesús, emitió juicios severos sobre quienes
condenaban y perseguían a otros, mientras no hacían nada por eliminar
sus propios delitos. Al
mismo tiempo, dijo con serenidad que no había sido enviado para juzgar
al mundo, sino para salvarlo (cf. Jn 3,17; 12,47), aunque tenía pleno
poder para emitir sentencias (cf. Jn 5,27).
Por eso su invitación
sigue en pie, quizá más urgente que nunca: “No juzguéis, para que no
seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzguéis seréis juzgados, y
con la medida con que midáis se os medirá” (Mt 7,1-2).
P. Fernando Pascual LC
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