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Todos estamos compuestos de los mismos ingredientes, pero combinados en proporciones y formas diferentes. No existen dos personas iguales. Lo idéntico es precisamente nuestra identidad más profunda, la conciencia de ser. Lo demás son las vestiduras e instrumentos de que disponemos en este paso por la tierra. Podemos aprender a usarlos de la mejor manera, y cambiar lo que no funcione bien. Para ello disponemos de técnicas y expertos, ayudas en la aventura de conocerse, desarrollar nuestras capacidades y resolver lo que nos causa sufrimiento.
Nos consideramos enfermos cuando algo no funciona bien y padecemos dolor o incapacidad. Salud sería, por exclusión, la ausencia de enfermedad. Pero existe otra concepción más ambiciosa de salud: la manifestación de la potencialidad que cada uno encierra. Desde esta perspectiva las enfermedades son señales que indican un desequilibrio en el organismo que hay que corregir cambiando un hábito o actitud incorrecta. La persona que se conoce en todas sus facetas utiliza los síntomas como pistas para su propia transformación. La referencia ha de ponerse en sí mismo, no fuera.
Madurar es ir tomando conciencia de las propias capacidades y limitaciones, y adquirir las destrezas para manejarnos en el mundo. Un proceso que no tiene fin, pero que ha de alcanzar unos mínimos -la verdadera edad adulta- para afrontar la vida con fortaleza, sensibilidad, conciencia e independencia.