|
~~CATECISMO~~: EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL PASTORES GREGIS DEL SANTO PADRE JUAN PABLO
Elegir otro panel de mensajes |
|
De: Atlantida (Mensaje original) |
Enviado: 18/11/2020 01:42 |
EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL PASTORES GREGIS DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II SOBRE EL OBISPO SERVIDOR DEL EVANGELIO DE JESUCRISTO PARA LA ESPERANZA DEL MUNDO
|
|
|
|
La Esperanza, cuando fracasan las esperanzas
4. Todos recordarán que las sesiones del Sínodo de los Obispos se
desarrollaron durante días muy dramáticos. En los Padres sinodales
estaba aún muy vivo el eco de los terribles acontecimientos del 11 de
septiembre de 2001, que causaron innumerables víctimas inocentes e
hicieron surgir en el mundo graves e inusitadas situaciones de
incertidumbre y de temor por la civilización humana misma y la pacífica
convivencia entre las naciones. Se perfilaban nuevos horizontes de
guerra y muerte que, sumándose a las situaciones de conflicto ya
existentes, manifestaban en toda su urgencia la necesidad de invocar al
Príncipe de la Paz para que los corazones de los hombres volvieran a
estar disponibles para la reconciliación, la solidaridad y la paz[7].
Junto con la plegaria, la Asamblea sinodal hizo oír su voz para
condenar toda forma de violencia e indicar en el pecado del hombre sus
últimas raíces. Ante el fracaso de las esperanzas humanas que, basándose
en ideologías materialistas, inmanentistas y economicistas, pretenden
medir todo en términos de eficiencia y relaciones de fuerza o de
mercado, los Padres sinodales reafirmaron la convicción de que sólo la
luz del Resucitado y el impulso del Espíritu Santo ayudan al hombre a
poner sus propias expectativas en la esperanza que no defrauda. Por eso
proclamaron: «no podemos dejarnos intimidar por las diversas formas de
negación del Dios vivo que, con mayor o menor autosuficiencia, buscan
minar la esperanza cristiana, parodiarla o ridiculizarla. Lo confesamos
en el gozo del Espíritu: Cristo ha resucitado verdaderamente. En su humanidad glorificada ha abierto el horizonte de la vida eterna para todos los hombres que aceptan convertirse»[8].
La certeza de esta profesión de fe ha de ser capaz de hacer cada día
más firme la esperanza de un Obispo, llevándole a confiar en que la
bondad misericordiosa de Dios nunca dejará de abrir caminos de salvación
y de ofrecerlos a la libertad de cada hombre. La esperanza le anima a
discernir, en el contexto donde ejerce su ministerio, los signos de vida
capaces de derrotar los gérmenes nocivos y mortales. La esperanza le
anima también a transformar incluso los conflictos en ocasiones de
crecimiento, proponiendo la perspectiva de la reconciliación. En fin, la
esperanza en Jesús, el Buen Pastor, es la que llena su corazón de
compasión impulsándolo a acercarse al dolor de cada hombre y mujer que
sufre, para aliviar sus llagas, confiando siempre en que podrá encontrar
la oveja extraviada. De este modo el Obispo será cada vez más
claramente signo de Cristo, Pastor y Esposo de la Iglesia. Actuando como
padre, hermano y amigo de todos, estará al lado de cada uno como imagen
viva de Cristo, nuestra esperanza, en el que se realizan todas las
promesas de Dios y se cumplen todas las esperanzas de la creación[9].
|
|
|
|
Servidor del Evangelio para la esperanza del mundo
5. Así pues, al entregar esta Exhortación apostólica, en la cual tomo
en consideración el acervo de reflexión madurado con ocasión de la X
Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, desde los primeros
Lineamenta al Instrumentum Laboris;
desde las intervenciones de los Padres sinodales en el Aula a las dos
Relaciones que las han introducido y compendiado; desde el
enriquecimiento de ideas y de experiencia pastoral, puesto de manifiesto
en los circuli minores, a las Propositiones que me han
presentado al final de los trabajos sinodales para que ofreciera a toda
la Iglesia un documento sobre el tema sinodal: El Obispo, servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo[10],
dirijo un saludo fraterno y envío un beso de paz a todos los Obispos
que están en comunión con esta Cátedra, confiada primero a Pedro para
que fuera garante de la unidad y, como es reconocidos por todos,
presidiera en el amor[11].
Venerados y queridos Hermanos, os repito la invitación que he dirigido a toda la Iglesia al principio del nuevo milenio: Duc in altum!
Más aún, es Cristo mismo quien la repite a los Sucesores de aquellos
Apóstoles que la escucharon de sus propios labios y, confiando en Él,
emprendieron la misión por los caminos del mundo: Duc in altum (Lc 5, 4). A la luz de esta insistente invitación del Señor «podemos releer el triple munus que se nos ha confiado en la Iglesia: munus docendi, sanctificandi et regendi. Duc in docendo.
'Proclama la palabra –diremos con el Apóstol–, insiste a tiempo y a
destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina' (2 Tm 4, 2). Duc in sanctificando. Las redes que
estamos llamados a echar entre los hombres son ante todo los
sacramentos, de los cuales somos los principales dispensadores,
reguladores, custodios y promotores. Forman una especie de red salvífica que libera del mal y conduce a la plenitud de la vida. Duc in regendo.
Como pastores y verdaderos padres, con la ayuda de los sacerdotes y de
otros colaboradores, tenemos el deber de reunir la familia de los fieles
y fomentar en ella la caridad y la comunión fraterna... Aunque se trate
de una misión ardua y difícil, nadie debe desalentarse. Con san Pedro y
con los primeros discípulos, también nosotros renovemos confiados
nuestra sincera profesión de fe: 'Señor, ¡en tu nombre, echaré las redes!' (Lc 5, 5). ¡En tu nombre, oh Cristo, queremos servir a tu Evangelio para la esperanza del mundo!»[12].
De este modo, viviendo como hombres de esperanza y reflejando en el
propio ministerio la eclesiología de comunión y misión, los Obispos
deben ser verdaderamente motivo de esperanza para su grey. Sabemos que
el mundo necesita de la «esperanza que no defrauda» (Rm 5, 5). Sabemos que esta esperanza es Cristo. Lo sabemos, y por eso predicamos la esperanza que brota de la Cruz.
Ave Crux spes unica! Que este saludo pronunciado en el Aula
sinodal en el momento central de los trabajos de la X Asamblea General
del Sínodo de los Obispos, resuene siempre en nuestros labios, porque la
Cruz es misterio de muerte y de vida. La Cruz se ha convertido para la
Iglesia en «árbol de la vida». Por eso anunciamos que la vida ha vencido
la muerte.
En este anuncio pascual nos ha precedido una muchedumbre de santos Pastores que in medio Ecclesiae
han sido signos elocuentes del Buen Pastor. Por ello, nosotros alabamos
y damos gracias sin cesar a Dios omnipotente y eterno porque, como
cantamos en la liturgia, nos fortalecen con su ejemplo, nos instruyen
con su palabra y nos protegen con su intercesión[13].
El rostro de cada uno de estos santos Obispos, desde los comienzos de
la vida de la Iglesia hasta nuestros días, como dije al final de los
trabajos sinodales, es como una tesela que, colocada en una especie de
mosaico místico, compone el rostro de Cristo Buen Pastor. En Él, pues,
ponemos nuestra mirada, siendo también modelos de santidad para la grey
que el Pastor de los Pastores nos ha confiado, para ser cada vez con
mayor empeño ministros del Evangelio para la esperanza del mundo.
Contemplando el rostro de nuestro Maestro y Señor en el momento en
que «amó a los suyos hasta el extremo», todos nosotros, como el apóstol
Pedro, nos dejamos lavar los pies para tener parte con Él (cf. Jn
13, 1-9). Y, con la fuerza que en la Santa Iglesia proviene de Él,
repetimos en voz alta ante nuestros presbíteros y diáconos, las personas
consagradas y todos los queridos fieles laicos: «vuestra esperanza no
esté en nosotros, no esté en los hombres. Si somos buenos, somos
siervos; si somos malos, somos siervos; pero si somos buenos, somos
servidores fieles, servidores de verdad»[14]. Ministros del Evangelio para la esperanza del mundo.
|
|
|
|
CAPÍTULO I MISTERIO Y MINISTERIO DEL OBISPO
«... y eligió doce de entre ellos» (Lc 6, 13)
6. El Señor Jesús, durante su peregrinación terrena, anunció el
Evangelio del Reino y lo inauguró en sí mismo, revelando su misterio a
todos los hombres[15]. Llamó a hombres y mujeres para que lo siguieran y eligió entre sus discípulos a doce para que «estuvieran con Él» (Mc 3, 14). El Evangelio según san Lucas precisa que Jesús hizo esta elección tras una noche de oración en el monte (cf. Lc
6, 12). El Evangelio según san Marcos, por su parte, parece calificar
dicha acción de Jesús como una decisión soberana, un acto constitutivo
que otorga identidad a los elegidos: «Instituyó Doce» (Mc
3, 14). Se desvela así el misterio de la elección de los Doce: es un
acto de amor, querido libremente por Jesús en unión profunda con el
Padre y con el Espíritu Santo.
La misión confiada por Jesús a los Apóstoles debe durar hasta el fin del mundo (cf. Mt
28, 20), ya que el Evangelio que se les encargó transmitir es la vida
para la Iglesia de todos los tiempos. Precisamente por esto los
Apóstoles se preocuparon de instituir sucesores, de modo que, como dice
san Ireneo, se manifestara y conservara la tradición apostólica a través
de los siglos[16].
La especial efusión del Espíritu Santo que recibieron los Apóstoles por obra de Jesús resucitado (cf. Hch 1, 5.8; 2, 4; Jn 20, 22-23), ellos la transmitieron a sus colaboradores con el gesto de la imposición de las manos (cf. 1 Tm 4, 14; 2 Tm
1, 6-7). Éstos, a su vez, con el mismo gesto, la transmitieron a otros y
éstos últimos a otros más. De este modo, el don espiritual de los
comienzos ha llegado hasta nosotros mediante la imposición de las manos,
es decir, la consagración episcopal, que otorga la plenitud del
sacramento del orden, el sumo sacerdocio, la totalidad del sagrado
ministerio. Así, a través de los Obispos y de los presbíteros que los
ayudan, el Señor Jesucristo, aunque está sentado a la derecha de Dios
Padre, continúa estando presente entre los creyentes. En todo tiempo y
lugar Él predica la palabra de Dios a todas las gentes, administra los
sacramentos de la fe a los creyentes y dirige al mismo tiempo el pueblo
del Nuevo Testamento en su peregrinación hacia la bienaventuranza
eterna. El Buen Pastor no abandona su rebaño, sino que lo custodia y lo
protege siempre mediante aquéllos que, en virtud de su participación
ontológica en su vida y su misión, desarrollando de manera eminente y
visible el papel de maestro, pastor y sacerdote, actúan en su nombre en
el ejercicio de las funciones que comporta el ministerio pastoral y son
constituidos como vicarios y embajadores suyos[17].
|
|
|
|
Fundamento trinitario del ministerio episcopal
7. Considerada en profundidad, la dimensión cristológica del
ministerio pastoral lleva a comprender el fundamento trinitario del
ministerio mismo. La vida de Cristo es trinitaria. Él es el Hijo eterno y
unigénito del Padre y el ungido por el Espíritu Santo, enviado al
mundo; es Aquél que, junto con el Padre, envía el Espíritu a la Iglesia.
Esta dimensión trinitaria, que se manifiesta en todo el modo de ser y
de obrar de Cristo, configura también el ser y el obrar del Obispo. Con
razón, pues, los Padres sinodales quisieron ilustrar explícitamente la
vida y el ministerio del Obispo a la luz de la eclesiología trinitaria
de la doctrina del Concilio Vaticano II.
Es muy antigua la tradición que presenta al Obispo como imagen del
Padre, el cual, como escribió san Ignacio de Antioquía, es como el
Obispo invisible, el Obispo de todos. Por consiguiente, cada Obispo
ocupa el lugar del Padre de Jesucristo, de tal modo que, precisamente
por esta representación, debe ser respetado por todos[18].
Por esta estructura simbólica, la cátedra episcopal, que especialmente
en la tradición de la Iglesia de Oriente recuerda la autoridad paterna
de Dios, sólo puede ser ocupada por el Obispo. De esta misma estructura
se deriva para cada Obispo el deber de cuidar con amor paternal al
pueblo santo de Dios y conducirlo, junto con los presbíteros,
colaboradores del Obispo en su ministerio, y con los diáconos, por la
vía de la salvación[19]. Viceversa, como exhorta un texto antiguo, los fieles deben amar a los Obispos, que son, después de Dios, padres y madres[20].
Por eso, según una costumbre común en algunas culturas, se besa la mano
al Obispo, como si fuera la del Padre amoroso, dador de vida.
Cristo es el icono original del Padre y la manifestación de su
presencia misericordiosa entre los hombres. El Obispo, actuando en
persona y en nombre de Cristo mismo, se convierte, para la Iglesia a él
confiada, en signo vivo del Señor Jesús, Pastor y Esposo, Maestro y
Pontífice de la Iglesia[21].
En eso está la fuente del ministerio pastoral, por lo cual, como
sugiere el esquema de homilía propuesto por el Pontifical Romano, ha de
ejercer la tres funciones de enseñar, santificar y gobernar al Pueblo de
Dios con los rasgos propios del Buen Pastor: caridad, conocimiento de
la grey, solicitud por todos, misericordia para con los pobres,
peregrinos e indigentes, ir en busca de las ovejas extraviadas y
devolverlas al único redil.
La unción del Espíritu Santo, en fin, al configurar al Obispo con
Cristo, lo capacita para continuar su misterio vivo en favor de la
Iglesia. Por el carácter trinitario de su ser, cada Obispo se compromete
en su ministerio a velar con amor sobre toda la grey en medio de la
cual lo ha puesto el Espíritu Santo para regir a la Iglesia de Dios: en
el nombre del Padre, cuya imagen hace presente; en el nombre de
Jesucristo, su Hijo, por el cual ha sido constituido maestro, sacerdote y
pastor; en el nombre del Espíritu Santo, que vivifica la Iglesia y con
su fuerza sustenta la debilidad humana[22].
|
|
|
|
Carácter colegial del ministerio episcopal
8. «Instituyó Doce» (Mc 3, 14). La Constitución dogmática Lumen gentium
introduce con esta cita evangélica la doctrina sobre el carácter
colegial del grupo de los Doce, constituidos «a modo de Colegio, es
decir, de grupo estable, al frente del cual puso a Pedro, elegido de
entre ellos mismos»[23].
De manera análoga, al suceder el Obispo de Roma a san Pedro y los demás
Obispos en su conjunto a los Apóstoles, el Romano Pontífice y los otros
Obispos están unidos entre sí como Colegio[24].
La unión colegial entre los Obispos está basada, a la vez, en la
Ordenación episcopal y en la comunión jerárquica; atañe por tanto a la
profundidad del ser de cada Obispo y pertenece a la estructura de la
Iglesia como Cristo la ha querido. En efecto, la plenitud del ministerio
episcopal se alcanza por la Ordenación episcopal y la comunión
jerárquica con la Cabeza del Colegio y con sus miembros, es decir, con
el Colegio que está siempre en sintonía con su Cabeza. Así se forma
parte del Colegio episcopal[25],
por lo cual las tres funciones recibidas en la Ordenación episcopal
–santificar, enseñar y gobernar– deben ejercerse en la comunión
jerárquica, aunque, por su diferente finalidad inmediata, de manera
distinta[26].
Esto es lo que se llama «afecto colegial», o colegialidad afectiva,
de la cual se deriva la solicitud de los Obispos por las otras Iglesias
particulares y por la Iglesia universal[27].
Así pues, si debe decirse que un Obispo nunca está solo, puesto que
está siempre unido al Padre por el Hijo en el Espíritu Santo, se debe
añadir también que nunca se encuentra solo porque está unido siempre y
continuamente a sus hermanos en el episcopado y a quien el Señor ha
elegido como Sucesor de Pedro.
Dicho afecto colegial se realiza y se expresa en diferentes grados y
de diversas maneras, incluso institucionalizadas, como son, por ejemplo,
el Sínodo de los Obispos, los Concilios particulares, las Conferencias
Episcopales, la Curia Romana, las Visitas ad limina, la
colaboración misionera, etc. No obstante, el afecto colegial se realiza y
manifiesta de manera plena sólo en la actuación colegial en sentido
estricto, es decir, en la actuación de todos los Obispos junto con su
Cabeza, con la cual ejercen la plena y suprema potestad sobre toda la
Iglesia[28].
Esta índole colegial del ministerio apostólico ha sido querida por
Cristo mismo. El afecto colegial, por tanto, o colegialidad afectiva (collegialitas affectiva) está siempre vigente entre los Obispos como communio episcoporum; pero sólo en algunos actos se manifiesta como colegialidad efectiva (collegialitas effectiva).
Las diversas maneras de actuación de la colegialidad afectiva en
colegialidad efectiva son de orden humano, pero concretan en grado
diverso la exigencia divina de que el episcopado se exprese de modo
colegial[29]. Además, la suprema potestad del Colegio sobre toda la Iglesia se ejerce de manera solemne en los Concilios ecuménicos[30].
La dimensión colegial da al episcopado el carácter de universalidad.
Así pues, se puede establecer un paralelismo entre la Iglesia una y
universal, y por tanto indivisa, y el episcopado uno e indiviso, y por
ende universal. Principio y fundamento de esta unidad, tanto de la
Iglesia como del Colegio de los Obispos, es el Romano Pontífice. En
efecto, como enseña el Concilio Vaticano II, el Colegio, «en cuanto
compuesto de muchos, expresa la diversidad y la universalidad del Pueblo
de Dios; en cuanto reunido bajo una única Cabeza, expresa la unidad del
rebaño de Cristo»[31]. Por eso, «la unidad del Episcopado es uno de los elementos constitutivos de la unidad de la Iglesia»[32].
La Iglesia universal no es la suma de las Iglesias particulares ni
una federación de las mismas, como tampoco el resultado de su comunión,
por cuanto, según las expresiones de los antiguos Padres y de la
Liturgia, en su misterio esencial precede a la creación misma[33].
A la luz de esta doctrina se puede añadir que la relación de mutua
interioridad que hay entre la Iglesia universal y la Iglesia particular,
se reproduce en la relación entre el Colegio episcopal en su totalidad y
cada uno de los Obispos. En efecto, las Iglesias particulares están
«formadas a imagen de la Iglesia universal. En ellas y a partir de ellas
existe la Iglesia católica, una y única»[34].
Por eso, «el Colegio episcopal no se ha de entender como la suma de los
Obispos puestos al frente de las Iglesias particulares, ni como el
resultado de su comunión, sino que, en cuanto elemento esencial de la
Iglesia universal, es una realidad previa al oficio de presidir las
Iglesias particulares»[35].
Podemos comprender mejor este paralelismo entre la Iglesia universal y
el Colegio de los Obispos a la luz de lo que afirma el Concilio: «Los
Apóstoles fueron la semilla del nuevo Israel, a la vez que el origen de
la jerarquía sagrada»[36].
En los Apóstoles, como Colegio y no individualmente considerados,
estaba contenida tanto la estructura de la Iglesia que, en ellos, fue
constituida en su universalidad y unidad, como del Colegio de los
Obispos sucesores suyos, signo de dicha universalidad y unidad[37].
Por eso, «la potestad del Colegio episcopal sobre toda la Iglesia no
proviene de la suma de las potestades de los Obispos sobre sus Iglesias
particulares, sino que es una realidad anterior en la que participa cada
uno de los Obispos, los cuales no pueden actuar sobre toda la Iglesia
si no es colegialmente»[38].
Los Obispos participan solidariamente en dicha potestad de enseñar y
gobernar de manera inmediata, por el hecho mismo de que son miembros del
Colegio episcopal, en el cual perdura realmente el Colegio apostólico[39].
Así como la Iglesia universal es una e indivisible, el Colegio
episcopal es asimismo un «sujeto teológico indivisible» y, por tanto,
también la potestad suprema, plena y universal a la que está sometido el
Colegio, como es el Romano Pontífice personalmente, es una e
indivisible. Precisamente porque el Colegio episcopal es una realidad
previa al oficio de ser Cabeza de una Iglesia particular, hay muchos
Obispos que, aunque ejercen tareas específicamente episcopales, no están
al frente de una Iglesia particular[40].
Cada Obispo, siempre en unión con todos los Hermanos en el episcopado y
con el Romano Pontífice, representa a Cristo Cabeza y Pastor de la
Iglesia: no sólo de manera propia y específica cuando recibe el encargo
de pastor de una Iglesia particular, sino también cuando colabora con el
Obispo diocesano en el gobierno de su Iglesia[41],
o bien participa en el ministerio de pastor universal del Romano
Pontífice en el gobierno de la Iglesia universal. Puesto que a lo largo
de su historia la Iglesia, además de la forma propia de la presidencia
de una Iglesia particular, ha admitido también otras formas de ejercicio
del ministerio episcopal, como la de Obispo auxiliar o bien la de
representante del Romano Pontífice en los Dicasterios del Santa Sede o
en las Representaciones pontificias, hoy, según las normas del derecho,
admite también dichas formas cuando son necesarias[42].
|
|
|
|
Carácter misionero y unitario del ministerio episcopal
9. El Evangelio según san Lucas narra que Jesús dio a los Doce el nombre de Apóstoles,
que literalmente significa enviados, mandados (cf. 6, 13). En el
Evangelio según san Marcos leemos también que Jesús instituyó a los Doce
«para enviar los a predicar» (3, 14). Eso significa que la elección y
la institución de los Doce como Apóstoles tiene como fin la misión. Este
primer envío (cf. Mt 10, 5; Mc 6, 7; Lc 9, 1-2),
alcanza su plenitud en la misión que Jesús les confía, después de la
Resurrección, en el momento de la Ascensión al Cielo. Son palabras que
conservan toda su actualidad: «Id, pues, y haced discípulos a todas las
gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí
que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 18-20). Esta misión apostólica fue confirmada solemnemente el día de Pentecostés con la efusión del Espíritu Santo.
En el texto del Evangelio de san Mateo, se puede ver cómo todo el
ministerio pastoral se articula según la triple función de enseñar,
santificar y regir. Es un reflejo de la triple dimensión del servicio y
de la misión de Cristo. En efecto, nosotros, como cristianos y, de
manera cualitativamente nueva, como sacerdotes, participamos en la
misión de nuestro Maestro, que es Profeta, Sacerdote y Rey, y estamos
llamados a dar un testimonio peculiar de Él en la Iglesia y ante el
mundo.
Estas tres funciones (triplex munus), y las potestades subsiguientes, expresan el ministerio pastoral en su ejercicio (munus pastorale),
que cada Obispo recibe con la Consagración episcopal. Por esta
consagración se comunica el mismo amor de Cristo, que se concretiza en
el anuncio del Evangelio de la esperanza a todas las gentes (cf. Lc
4, 16-19), en la administración de los Sacramentos a quien acoge la
salvación y en la guía del Pueblo santo hacia la vida eterna. En efecto,
se trata de funciones relacionadas íntimamente entre sí, que se
explican recíprocamente, se condicionan y se esclarecen[43].
Precisamente por eso el Obispo, cuando enseña, al mismo tiempo
santifica y gobierna el Pueblo de Dios; mientras santifica, también
enseña y gobierna; cuando gobierna, enseña y santifica. San Agustín
define la totalidad de este ministerio episcopal como amoris officium[44]. Esto da la seguridad de que en la Iglesia nunca faltará la caridad pastoral de Jesucristo.
«...llamó a los que Él quiso» (Mc 3, 13)
10. La muchedumbre seguía a Jesús cuando Él decidió subir al monte y
llamar hacia sí a los Apóstoles. Los discípulos eran muchos, pero Él
eligió solamente a Doce para el cometido específico de Apóstoles (cf. Mc
3, 13-19). En el Aula Sinodal se escuchó frecuentemente el dicho de san
Agustín: «Soy Obispo para vosotros, soy cristiano con vosotros»[45].
Como don que el Espíritu da a la Iglesia, el Obispo es ante todo,
como cualquier otro cristiano, hijo y miembro de la Iglesia. De esta
Santa Madre ha recibido el don de la vida divina en el sacramento del
Bautismo y la primera enseñanza de la fe. Comparte con todos los demás
fieles la insuperable dignidad de hijo de Dios, que ha de vivir en
comunión y espíritu de gozosa hermandad. Por otro lado, por la plenitud
del sacramento del Orden, el Obispo es también quien, ante los fieles,
es maestro, santificador y pastor, encargado de actuar en nombre y en la
persona de Cristo.
Evidentemente, no se trata de dos relaciones simplemente superpuestas
entre sí, sino en recíproca e íntima conexión, al estar ordenadas una a
otra, dado que ambas se alimentan de Cristo, único y sumo sacerdote. No
obstante, el Obispo se convierte en «padre» precisamente porque es
plenamente «hijo» de la Iglesia. Se plantea así la relación entre el
sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial: dos modos de
participación en el único sacerdocio de Cristo, en el que hay dos
dimensiones que se unen en el acto supremo del sacrificio de la cruz.
Esto se refleja en la relación que, en la Iglesia, hay entre el
sacerdocio común y el sacerdocio ministerial. El hecho de que, aunque
difieran esencialmente entre sí, estén ordenados uno al otro[46],
crea una reciprocidad que estructura armónicamente la vida de la
Iglesia como lugar de actualización histórica de la salvación realizada
por Cristo. Dicha reciprocidad se da precisamente en la persona misma
del Obispo, que es y sigue siendo un bautizado, pero constituido en la
plenitud del sacerdocio. Esta realidad profunda del Obispo es el
fundamento de su «ser entre» los otros fieles y de su «ser ante» ellos.
Lo recuerda el Concilio Vaticano II en un texto muy bello: «Aunque en
la Iglesia no todos vayan por el mismo camino, sin embargo todos están
llamados a la santidad y les ha tocado en suerte la misma fe por la
justicia de Dios (cf. 2 P 1, 1). Aunque algunos por voluntad de
Cristo sean maestros, administradores de los misterios y pastores de los
demás, sin embargo existe entre todos una verdadera igualdad en cuanto a
la dignidad y la actividad común para todos los fieles en la
construcción del Cuerpo de Cristo. En efecto, la diferencia que
estableció el Señor entre los ministros sagrados y el resto del Pueblo
de Dios lleva consigo la unión, pues los Pastores y demás fieles están
unidos entre sí porque se necesitan mutuamente. Los Pastores de la
Iglesia, a ejemplo de su Señor, deben estar al servicio los unos de los
otros y al servicio de los demás fieles. Éstos, por su parte, han de
colaborar con entusiasmo con los maestros y los pastores»[47].
El ministerio pastoral recibido en la consagración, que pone al
Obispo «ante» los demás fieles, se expresa en un «ser para» los otros
fieles, lo cual no lo separa de «ser con» ellos. Eso vale tanto para su
santificación personal, que ha de buscar en el ejercicio de su
ministerio, como para el estilo con que lleva a cabo el ministerio mismo
en todas sus funciones.
La reciprocidad que existe entre sacerdocio común de los fieles y
sacerdocio ministerial, y que se encuentra en el mismo ministerio
episcopal, muestra una especie de «circularidad» entre las dos formas de
sacerdocio: circularidad entre el testimonio de fe de todos los fieles y
el testimonio de fe auténtica del Obispo en sus actuaciones
magisteriales; circularidad entre la vida santa de los fieles y los
medios de santificación que el Obispo les ofrece; circularidad, por fin,
entre la responsabilidad personal del Obispo respecto al bien de la
Iglesia que se le ha confiado y la corresponsabilidad de todos los
fieles respecto al bien de la misma.
|
|
|
|
CAPÍTULO II LA VIDA ESPIRITUAL DEL OBISPO
«Instituyó Doce, para que estuvieran con él» (Mc 3, 14)
11. Con el mismo acto de amor con el que libremente los instituye
Apóstoles, Jesús llama a los Doce a compartir su misma vida. Esta
participación, que es comunión de sentimientos y deseos con Él, es
también una exigencia inherente a la participación en su misma misión.
Las funciones del Obispo no se deben reducir a una tarea meramente
organizativa. Precisamente para evitar este riesgo, tanto los documentos
preparatorios del Sínodo como numerosas intervenciones en el Aula de
los Padres sinodales insistieron sobre lo que comporta, para la vida
personal del Obispo y el ejercicio del ministerio a él confiado, la
realidad del episcopado como plenitud del sacramento del Orden, en sus
fundamentos teológicos, cristológicos y pneumatólogicos.
La santificación objetiva, que por medio de Cristo se recibe en el
Sacramento con la efusión del Espíritu, se ha de corresponder con la
santidad subjetiva, en la que, con la ayuda de la gracia, el Obispo debe
progresar cada día más con el ejercicio de su ministerio. La
transformación ontológica realizada por la consagración, como
configuración con Cristo, requiere un estilo de vida que manifieste el
«estar con él». En consecuencia, en el Aula del Sínodo se insistió
varias veces en la caridad pastoral, tanto como fruto del carácter
impreso por el sacramento como de la gracia que le es propia. La
caridad, se dijo, es como el alma del ministerio del Obispo, el cual se
ve implicado en un proceso de pro-existentia pastoral, que le impulsa a vivir en el don cotidiano de sí para el Padre y para los hermanos como Cristo, el Buen Pastor.
El Obispo está llamado a santificarse y a santificar sobre todo en el
ejercicio de su ministerio, visto como la imitación de la caridad del
Buen Pastor, teniendo como principio unificador la contemplación del
rostro de Cristo y el anuncio del Evangelio de la salvación[48].
Su espiritualidad, pues, además del sacramento del Bautismo y de la
Confirmación, toma orientación e impulso de la Ordenación episcopal
misma, que lo compromete a vivir en fe, esperanza y caridad el propio
ministerio de evangelizador, sacerdote y guía en la comunidad. Por
tanto, la espiritualidad del Obispo es una espiritualidad eclesial, porque todo en su vida se orienta a la edificación amorosa de la Santa Iglesia.
Esto exige en el Obispo una actitud de servicio caracterizada por la
fuerza de ánimo, el espíritu apostólico y un confiado abandono a la
acción interior del Espíritu. Por tanto, se esforzará en adoptar un
estilo de vida que imite la kénosis de Cristo siervo, pobre y
humilde, de manera que el ejercicio de su ministerio pastoral sea un
reflejo coherente de Jesús, Siervo de Dios, y lo lleve a ser, como Él,
cercano a todos, desde el más grande al más pequeño. En definitiva, una
vez más con una especie de reciprocidad, el ejercicio fiel y afable del
ministerio santifica al Obispo y lo transforma en el plano subjetivo
cada vez más conforme a la riqueza ontológica de santidad que el
Sacramento le ha infundido.
No obstante, la santidad personal del Obispo nunca se limita al mero
ámbito subjetivo, puesto que su frutos redundan siempre en beneficio de
los fieles confiados a su cura pastoral. Al practicar la caridad propia
del ministerio pastoral recibido, el Obispo se convierte en signo de
Cristo y adquiere la autoridad moral necesaria para que, en el ejercicio
de la autoridad jurídica, incida eficazmente en su entorno. En efecto,
si el oficio episcopal no se apoya en el testimonio de santidad
manifestado en la caridad pastoral, en la humildad y en la sencillez de
vida, acaba por reducirse a un papel casi exclusivamente funcional y
pierde fatalmente credibilidad ante el clero y los fieles.
|
|
|
|
Vocación a la santidad en la Iglesia de nuestro tiempo
12. Hay una figura bíblica que parece particularmente idónea para
ilustrar la semblanza del Obispo como amigo de Dios, pastor y guía del
pueblo. Se trata de Moisés. Fijándose en él, el Obispo puede encontrar
inspiración para su ser y actuar como pastor, elegido y enviado por el
Señor, valiente al conducir su pueblo hacia la tierra prometida,
intérprete fiel de la palabra y de la ley del Dios vivo, mediador de la
alianza, ferviente y confiado en la oración en favor de su gente. Como
Moisés, que tras el coloquio con Dios en la montaña santa volvió a su
pueblo con el rostro radiante (cf. Ex 34, 29-30), el Obispo podrá
también llevar a sus hermanos los signos de su ser padre, hermano y
amigo sólo si ha entrado en la nube oscura y luminosa del misterio del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Iluminado por la luz de la
Trinidad, será signo de la bondad misericordiosa del Padre, imagen viva
de la caridad del Hijo, transparente hombre del Espíritu, consagrado y
enviado para conducir al Pueblo de Dios por las sendas del tiempo en la
peregrinación hacia la eternidad.
Los Padres sinodales destacaron la importancia del compromiso
espiritual en la vida, el ministerio y el itinerario del Obispo. Yo
mismo he indicado esta prioridad, en sintonía con las exigencias de la
vida de la Iglesia y la llamada del Espíritu Santo, que en estos años ha
recordado a todos la primacía de la gracia, la gran exigencia de
espiritualidad y la urgencia de testimoniar la santidad.
La llamada a la espiritualidad surge de la consideración de la acción
del Espíritu Santo en la historia de la salvación. Su presencia es
activa y dinámica, profética y misionera. El don de la plenitud del
Espíritu Santo, que el Obispo recibe en la Ordenación episcopal, es una
llamada valiosa y urgente a cooperar con su acción en la comunión
eclesial y en la misión universal.
La Asamblea sinodal, celebrada tras el Gran Jubileo del 2000, asumió
desde el principio el proyecto de una vida santa que yo mismo he
indicado a toda la Iglesia: «La perspectiva en la que debe situarse el
camino pastoral es el de la santidad [...]. Terminado el Jubileo empieza
de nuevo el camino ordinario, pero hacer hincapié en la santidad es más
que nunca una urgencia pastoral»[49].
La acogida entusiasta y generosa de mi exhortación a poner en primer
lugar la vocación a la santidad fue el clima en que se desarrollaron los
trabajos sinodales y el contexto que, en cierto modo, unificó las
intervenciones y las reflexiones de los Padres. Parecían vibrar en sus
corazones aquellas palabras de san Gregorio Nacianceno: «Antes
purificarse, después purificar; antes dejarse instruir por la sabiduría,
después instruir; convertirse primero en luz y después iluminar;
primero acercarse a Dios y después conducir los otros a Él; primero ser
santos y después santificar»[50].
Por esta razón surgió repetidamente en la Asamblea sinodal el deseo
de definir claramente la especificidad «episcopal» del camino de
santidad de un Obispo. Será siempre una santidad vivida con el pueblo y
por el pueblo, en una comunión que se convierte en estímulo y
edificación recíproca en la caridad. No se trata de aspectos secundarios
o marginales. En efecto, la vida espiritual del Obispo favorece
precisamente la fecundidad de su obra pastoral. El fundamento de toda
acción pastoral eficaz, ¿no reside acaso en la meditación asidua del
misterio de Cristo, en la contemplación apasionada de su rostro, en la
imitación generosa de la vida del Buen Pastor? Si bien es cierto que
nuestra época está en continuo movimiento y frecuentemente agitada con
el riesgo fácil del «hacer por hacer», el Obispo debe ser el primero en
mostrar, con el ejemplo de su vida, que es preciso restablecer la
primacía del «ser» sobre el «hacer» y, más aún, la primacía de la gracia, que en la visión cristiana de la vida es también principio esencial para una «programación» del ministerio pastoral[51].
|
|
|
|
El camino espiritual del Obispo
13. Sólo cuando camina en la presencia del Señor, el Obispo puede
considerarse verdaderamente ministro de la comunión y de la esperanza
para el pueblo santo de Dios. En efecto, no es posible estar al servicio
de los hombres sin ser antes « siervo de Dios». Y no se puede ser
siervo de Dios si antes no se es «hombre de Dios». Por eso dije en la
homilía de apertura del Sínodo: «El pastor debe ser hombre de Dios; su
existencia y su ministerio están completamente bajo el señorío divino, y
en el excelso misterio de Dios encuentran luz y fuerza»[52].
Para el Obispo, la llamada a la santidad proviene del mismo hecho
sacramental que da origen a su ministerio, o sea, la Ordenación
episcopal. El antiguo Eucologio de Serapión formula la invocación
ritual de la consagración en estos términos: «Dios de la verdad, haz de
tu siervo un Obispo vital, un Obispo santo en la sucesión de los santos
apóstoles»[53].
No obstante, dado que la Ordenación episcopal no infunde la perfección
de las virtudes, «el Obispo está llamado a proseguir su camino de
santificación con mayor intensidad, para alcanzar la estatura de Cristo,
hombre perfecto»[54].
La misma índole cristológica y trinitaria de su misterio y ministerio
exige del Obispo un camino de santidad, que consiste en avanzar
progresivamente hacia una madurez espiritual y apostólica cada vez más
profunda, caracterizada por la primacía de la caridad pastoral. Un
camino vivido, evidentemente, en unión con su pueblo, en un itinerario
que es al mismo tiempo personal y comunitario, como la vida misma de la
Iglesia. En este recorrido, el Obispo se convierte además, en íntima
comunión con Cristo y solícita docilidad al Espíritu, en testigo,
modelo, promotor y animador. Así se expresa también la ley canónica: «El
Obispo diocesano, consciente de que está obligado a dar ejemplo de
santidad con su caridad, humildad y sencillez de vida, debe procurar con
todas sus fuerzas promover la santidad de los fieles, según la vocación
propia de cada uno; y, por ser el dispensador principal de los
misterios de Dios, ha de cuidar incesantemente de que los fieles que le
están encomendados crezcan en la gracia por la celebración de los
sacramentos, y conozcan y vivan el misterio pascual»[55].
El proceso espiritual del Obispo, como el de cada fiel cristiano,
tiene ciertamente su raíz en la gracia sacramental del Bautismo y de la
Confirmación. Esta gracia lo acomuna a todos los fieles, ya que, como
hace notar el Concilio Vaticano II, «todos los cristianos, de cualquier
estado o condición, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a
la perfección del amor»[56].
Puede aplicarse a este propósito la notoria afirmación de san Agustín,
llena de realismo y sabiduría sobrenatural: «Mas, si por un lado me
aterroriza lo que soy para vosotros, por otro me consuela lo que soy con
vosotros. Soy obispo para vosotros, soy cristiano con vosotros. La
condición de obispo connota una obligación, la del cristiano un don; la
primera comporta un peligro, la segunda una salvación»[57].
Aun así, merced a la caridad pastoral, la obligación se transforma en
servicio y el peligro en oportunidad de progreso y maduración. El
ministerio episcopal no sólo es fuente de santidad para los otros, sino
también motivo de santificación para quien deja pasar por su propio
corazón y su propia vida la caridad de Dios.
Los Padres sinodales sintetizaron algunas exigencias de este proceso.
Ante todo resaltaron el carácter bautismal y crismal que, ya desde el
inicio de la existencia cristiana, mediante las virtudes teologales,
capacita para creer en Dios, esperar en Él y amarlo. El Espíritu Santo,
por su parte, infunde sus dones favoreciendo que se crezca en el bien a
través del ejercicio de las virtudes morales, que dan a la vida
espiritual una concreción también humana[58].
Gracias al Bautismo que ha recibido, el Obispo participa, como todo
cristiano, de la espiritualidad que se arraiga en la incorporación a
Cristo y se manifiesta en su seguimiento según el Evangelio. Por eso
comparte la vocación de todos los fieles a la santidad. Debe, por tanto,
cultivar una vida de oración y de fe profunda, y poner toda su
confianza en Dios, dando testimonio del Evangelio, obedeciendo
dócilmente a las sugerencias del Espíritu Santo y manifestando una
especial preferencia y filial devoción a la Virgen María, que es maestra
perfecta de vida espiritual[59].
La espiritualidad del Obispo debe ser, pues, una espiritualidad de
comunión, vivida en sintonía con los demás bautizados, hijos, igual que
él, del único Padre del cielo y de la única Madre sobre la tierra, la
Santa Iglesia. Como todos los creyentes en Cristo, necesita alimentar su
vida espiritual con la palabra viva y eficaz del Evangelio y el pan de
vida de la santa Eucaristía, alimento de vida eterna. Por su fragilidad
humana, el Obispo también ha de recurrir frecuente y regularmente al
sacramento de la Penitencia para obtener el don de esa misericordia, de
la cual él mismo ha sido instituido también ministro. Consciente, pues,
de la propia debilidad humana y de los propios pecados, el Obispo, al
igual que sus sacerdotes, vive el sacramento de la Reconciliación ante
todo para sí mismo, como una exigencia profunda y una gracia siempre
esperada, para dar un renovado impulso al propio deber de santificación
en el ejercicio del ministerio. De este modo, expresa además
visiblemente el misterio de una Iglesia santa en sí misma, pero
compuesta también de pecadores que necesitan ser perdonados.
Como todos los sacerdotes y, obviamente, en especial comunión con los
del presbiterio diocesano, el Obispo se ha de esforzar en seguir un
camino específico de espiritualidad. En efecto, él está llamado a la
santidad por el nuevo título que deriva del Orden sagrado. Por tanto,
vive de fe, esperanza y caridad en cuanto es ministro de la palabra del
Señor, de la santificación y del progreso espiritual del Pueblo de Dios.
Debe ser santo porque tiene que servir a la Iglesia como maestro,
santificador y guía. Y, en cuanto tal, debe amar también profunda e
intensamente a la Iglesia. El Obispo es configurado con Cristo para amar
a la Iglesia con el amor de Cristo esposo y para ser en la Iglesia
ministro de su unidad, esto es, para hacer de ella «un pueblo convocado
por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»[60].
Los Padres sinodales subrayaron repetidamente que la espiritualidad
específica del Obispo se enriquece ulteriormente con la gracia inherente
a la plenitud del Sacerdocio y que se le otorga en el momento de su
Ordenación. En cuanto pastor de la grey y siervo del Evangelio de
Jesucristo en la esperanza, el Obispo debe reflejar y en cierto modo
hacer transparente en sí mismo la persona de Cristo, Pastor supremo. En
el Pontifical Romano se recuerda explícitamente esta exigencia: «Recibe
la mitra, brille en ti el resplandor de la santidad, para que, cuando
aparezca el Príncipe de los pastores, merezcas recibir la corona de
gloria que no se marchita»[61].
Para ello el Obispo necesita constantemente la gracia de Dios, que
refuerce y perfeccione su naturaleza humana. Puede afirmar con el
apóstol Pablo: «Nuestra capacidad viene de Dios, el cual nos capacitó
para ser ministros de una nueva Alianza» (2 Co 3, 5-6). Por esto,
se debe subrayar que el ministerio apostólico es una fuente de
espiritualidad para el Obispo, el cual debe encontrar en él los recursos
espirituales que lo hagan crecer en la santidad y le permitan descubrir
la acción del Espíritu Santo en el Pueblo de Dios confiado a sus
cuidados pastorales[62].
En esta perspectiva, el camino espiritual del Obispo coincide con la
misma caridad pastoral, que debe considerarse fundadamente como el alma
de su apostolado, como lo es también para el presbítero y el diácono. No
se trata solamente de una existentia, sino también de una pro-existentia,
esto es, de un vivir inspirado en el modelo supremo que es Cristo
Señor, y que, por tanto, se entrega totalmente a la adoración del Padre y
al servicio de los hermanos. A este respecto, el Concilio Vaticano II
afirma precisamente que los Pastores, a imagen de Cristo, deben realizar
con santidad y valentía, con humildad y fortaleza, el propio
ministerio, el cual será así para ellos «un excelente medio de
santificación»[63].
Ningún Obispo puede ignorar que la meta de la santidad siempre es
Cristo crucificado, en su entrega total al Padre y a los hermanos en el
Espíritu Santo. Por eso la configuración con Cristo y la participación
en sus sufrimientos (cf. 1 P 4, 13), es el camino real de la santidad del Obispo en medio de su pueblo.
|
|
|
|
María, Madre de la esperanza y maestra de vida espiritual
14. La presencia maternal de la Virgen María, Mater spei et spes nostra,
como la invoca la Iglesia, debe ser también un apoyo para la vida
espiritual del Obispo. Ha de sentir, pues, por ella una devoción
auténtica y filial, considerándose llamado a hacer suyo el fiat
de María, a revivir y actualizar cada día la entrega que hizo Jesús de
María al discípulo, al pie de la Cruz, así como la del discípulo amado a
María (cf. Jn 19, 26-27). Igualmente, ha de sentirse reflejado
en la oración unánime y perseverante de los discípulos y apóstoles del
Hijo, con su Madre, cuando esperaban Pentecostés. En este icono de la
Iglesia naciente se expresa la unión indisoluble entre María y los
sucesores de los apóstoles (cf. Hch 1, 14).
La santa Madre de Dios debe ser, pues, para el Obispo maestra en
escuchar y cumplir prontamente la Palabra de Dios, en ser discípulo fiel
al único Maestro, en la estabilidad de la fe, en la confiada esperanza y
en la ardiente caridad. Como María, «memoria» de la encarnación del
Verbo en la primera comunidad cristiana, el Obispo ha de ser custodio y
transmisor de la Tradición viva de la Iglesia, en comunión con los demás
Obispos, unidos bajo la autoridad del Sucesor de Pedro.
La sólida devoción mariana del Obispo debe estar siempre orientada
por la Liturgia, en la cual la Virgen María está particularmente
presente en la celebración de los misterios de la salvación y es para
toda la Iglesia modelo ejemplar de escucha y de oración, de entrega y de
maternidad espiritual. Más aún, el Obispo debe procurar que «con
respecto a la piedad mariana del pueblo de Dios, la Liturgia aparezca
como 'forma ejemplar', fuente de inspiración, punto de referencia
constante y meta última»[64].
Respetando este principio, el Obispo ha de alimentar su piedad mariana
personal y comunitaria con los ejercicios piadosos aprobados y
recomendados por la Iglesia, especialmente con el rezo de ese compendio
del Evangelio que es el Santo Rosario. Además de experto de esta
oración, basada en la contemplación de los acontecimientos salvadores de
la vida de Cristo, a los que su santa Madre estuvo íntimamente
asociada, cada Obispo está invitado también a promoverla diligentemente[65].
|
|
|
|
Encomendarse a la Palabra
15. La Asamblea del Sínodo de los Obispos indicó algunos medios
necesarios para alimentar y hacer progresar la propia vida espiritual[66].
Entre ellos está, en primer lugar, la lectura y meditación de la
Palabra de Dios. Todo Obispo debe encomendarse siempre y sentirse
encomendado «a Dios y a la Palabra de su gracia, que tiene poder para
construir el edificio y daros la herencia con todos los santificados» (Hch 20,
32). Por tanto, antes de ser transmisor de la Palabra, el Obispo, al
igual que sus sacerdotes y los fieles, e incluso como la Iglesia misma[67],
tiene que ser oyente de la Palabra. Ha de estar como «dentro de» la
Palabra, para dejarse proteger y alimentar como en un regazo materno.
Con san Ignacio de Antioquía, el Obispo exclama también: «me he
refugiado en el Evangelio, como si en él estuviera corporalmente
presente el mismo Cristo»[68].
Así pues, tendrá siempre presente aquella conocida exhortación de san
Jerónimo, citada por el Concilio Vaticano II: «Desconocer la Escritura
es desconocer a Cristo»[69]. En efecto, no hay primacía de la santidad sin escucha de la Palabra de Dios, que es guía y alimento de la santidad.
Encomendarse a la Palabra de Dios y custodiarla, como la Virgen María que fue Virgo audiens[70],
comporta algunas prácticas útiles que la tradición y la experiencia
espiritual de la Iglesia han sugerido siempre. Se trata, ante todo, de
la lectura personal frecuente y del estudio atento y asiduo de la
Sagrada Escritura. El Obispo sería un predicador vano de la Palabra
hacia fuera, si antes no la escuchara en su interior[71].
Sería incluso un ministro poco creíble de la esperanza sin el contacto
frecuente con la Sagrada Escritura, pues, como exhorta san Pablo, «con
la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la
esperanza» (Rm 15, 4). Así pues, sigue siendo válido lo que
escribió Orígenes: «Estas son las dos actividades del Pontífice: o
aprender de Dios, leyendo las Escrituras divinas y meditándolas
repetidamente, o enseñar al pueblo. En todo caso, que enseñe lo que él
mismo ha aprendido de Dios»[72].
El Sínodo recordó la importancia de la lectio y de la meditatio
de la Palabra de Dios en la vida de los Pastores y en su ministerio al
servicio de la comunidad. Como he escrito en la Carta apostólica Novo millennio ineunte,
«es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta
en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la lectio divina, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia»[73]. En los momentos de la meditación y de la lectio,
el corazón que ya ha acogido la Palabra se abre a la contemplación de
la obra de Dios y, por consiguiente, a la conversión a Él tanto de
pensamiento como de obra, acompañada por la petición suplicante de su
perdón y su gracia.
|
|
|
|
Alimentarse de la Eucaristía
16. Así como el misterio pascual es el centro de la vida y misión del
Buen Pastor, la Eucaristía es también el centro de la vida y misión del
Obispo, como la de todo sacerdote.
Con la celebración cotidiana de la Santa Misa, el Obispo se ofrece a
sí mismo junto con Cristo. Cuando esta celebración se hace en la
catedral, o en otras iglesias, especialmente parroquiales, con
asistencia y participación activa de los fieles, el Obispo aparece
además ante todos tal cual es, es decir, como Sacerdos et Pontifex, ya que actúa en la persona de Cristo y con la fuerza de su Espíritu, y como el hiereus, el sacerdote santo, dedicado a realizar los sagrados misterios del altar, que anuncia y explica con la predicación[74].
El Obispo muestra también su amor a la Eucaristía cuando, durante el
día, dedica largos ratos de su tiempo a la adoración ante el Sagrario.
Entonces abre su alma al Señor para impregnarse totalmente y
configurarse por la caridad derramada en la Cruz por el gran Pastor de
las ovejas, que dio su sangre por ellas al entregar la propia vida. A Él
eleva también su oración, intercediendo por las ovejas que le han sido
confiadas.
|
|
|
|
Oración y Liturgia de las Horas
17. Un segundo medio indicado por los Padres sinodales es la oración,
especialmente la que se dirige al Señor con el rezo de la Liturgia de
las Horas, que es siempre y específicamente oración de la comunidad
cristiana en nombre de Cristo y bajo la guía del Espíritu.
La oración es en sí misma un deber particular para el Obispo, como lo
es para cuantos «han recibido el don de la vocación a una vida de
especial consagración [...]: por su naturaleza, la consagración les hace
más disponibles para la experiencia contemplativa»[75].
El Obispo no puede olvidar que es sucesor de aquellos Apóstoles que
fueron instituidos por Cristo ante todo «para que estuvieran con él» (Mc
3, 14) y que, al comienzo de su misión, hicieron una declaración
solemne, que es todo un programa de vida: «nos dedicaremos a la oración y
al ministerio de la Palabra» (Hch 6, 4). Así pues, el Obispo
sólo llegará a ser maestro de oración para los fieles si tiene
experiencia propia de diálogo personal con Dios. Debe poder dirigirse a
Dios en cada momento con las palabras del Salmista: «Yo espero en tu
palabra» (Sal 119, 114). Precisamente en la oración podrá obtener
la esperanza con la cual debe contagiar en cierto modo a los fieles. En
efecto, en la oración se manifiesta y se alimenta de manera
privilegiada la esperanza, pues, según una expresión de santo Tomás de
Aquino, es la «intérprete de la esperanza»[76].
La oración personal del Obispo ha de ser especialmente una plegaria
típicamente «apostólica», es decir, elevada al Padre como intercesión
por todas las necesidades del pueblo que le ha sido confiado. En el
Pontifical Romano, éste es el último compromiso que asume el elegido al
episcopado antes de la imposición de la manos: «¿Perseverarás en la
oración a Dios Padre Todopoderoso y ejercerás el sumo sacerdocio con
toda fidelidad?»[77].
El Obispo ora muy en particular por la santidad de sus sacerdotes, por
las vocaciones al ministerio ordenado y a la vida consagrada y para que
en la Iglesia sea cada vez más ardiente la entrega misionera y
apostólica.
Por lo que se refiere a la Liturgia de las Horas, destinada a
consagrar y orientar toda la jornada mediante la alabanza de Dios, ¿cómo
no recordar las magníficas palabras del Concilio?: «Cuando los
sacerdotes y los que han sido destinados a esta tarea por la Iglesia, o
los fieles juntamente con el sacerdote, oran en la forma establecida,
entonces realmente es la voz de la misma Esposa la que habla al Esposo;
más aún, es la oración de Cristo, con su mismo cuerpo, al Padre. Por
eso, todos los que ejercen esta función no sólo cumplen el oficio de la
Iglesia, sino que también participan del sumo honor de la Esposa de
Cristo, porque, al alabar a Dios, están ante su trono en nombre de la
Madre Iglesia»[78].
Escribiendo sobre el rezo del Oficio Divino, mi predecesor Pablo VI
decía que es «oración de la Iglesia local», en la cual se manifiesta «la
verdadera naturaleza de la Iglesia orante»[79]. En la consecratio temporis, que hace la Liturgia de las Horas, se realiza esa laus perennis que
anticipa y prefigura la Liturgia celeste, vínculo de unión con los
ángeles y los santos que glorifican por siempre el nombre de Dios. Así
pues, el Obispo, cuanto más se imbuye del dinamismo escatológico de la
oración del salterio, tanto más se manifiesta y realiza como hombre de
esperanza. En los Salmos resuena la Vox sponsae que invoca al Esposo.
Cada Obispo, pues, ora con su pueblo y por su pueblo. A
su vez, es edificado y ayudado por la oración de sus fieles,
sacerdotes, diáconos, personas de vida consagrada y laicos de toda edad.
Para ellos es educador y promotor de la oración. No solamente transmite
lo que ha contemplado, sino que abre a los cristianos el camino mismo
de la contemplación. De este modo, el conocido lema contemplata aliis tradere se convierte así en contemplationem aliis tradere.
|
|
|
|
La vía de los consejos evangélicos y de las bienaventuranzas
18. El Señor propone a todos sus discípulos, pero de modo particular a
quienes ya durante esta vida quieren seguirlo más de cerca, como los
Apóstoles, la vía de los consejos evangélicos. Éstos, además de ser un
don de la Trinidad a la Iglesia, son un reflejo de la vida trinitaria en
el creyente[80].
Lo son de manera especial en el Obispo que, como sucesor de los
Apóstoles, está llamado a seguir a Cristo por la vía de la perfección de
la caridad. Por esto él es consagrado como es consagrado Jesús. Su vida
es dependencia radical de Él y total transparencia suya ante la Iglesia
y el mundo. En la vida del Obispo debe resplandecer la vida de Jesús y,
por tanto, su obediencia al Padre hasta la muerte y muerte de cruz (cf. Flp 2, 8), su amor casto y virginal, su pobreza que es libertad absoluta ante los bienes terrenos.
De este modo, los Obispos pueden guiar con su ejemplo no sólo a los
que en la Iglesia han sido llamados a seguir a Cristo en la vida
consagrada, sino también a los presbíteros, a los cuales se les propone
también el radicalismo de la santidad según el espíritu de los consejos
evangélicos. Dicho radicalismo, por lo demás, concierne a todos los
fieles, incluso a los laicos, puesto que «es una exigencia fundamental e
irrenunciable, que brota de la llamada de Cristo a seguirlo e imitarlo,
en virtud de la íntima comunión de vida con Él, realizada por el
Espíritu»[81].
En definitiva, en el rostro del Obispo los fieles han de contemplar
las cualidades que son don de la gracia y que, en las Bienaventuranzas,
son como un autorretrato de Cristo: el rostro de la pobreza, de la
mansedumbre y de la pasión por la justicia; el rostro misericordioso del
Padre y del hombre pacífico y pacificador; el rostro de la pureza de
quien pone su atención constante y únicamente en Dios. Los fieles han de
poder ver también en su Obispo el rostro de quien vive la compasión de
Jesús con los afligidos y, a veces, como ha ocurrido en la historia y
ocurre también hoy, el rostro lleno de fortaleza y gozo interior de
quien es perseguido a causa de la verdad del Evangelio.
|
|
|
|
La virtud de la obediencia
19. Reflejando en sí mismo estos rasgos tan humanos de Jesús, el
Obispo se convierte además en modelo y promotor de una espiritualidad de
comunión, orientada con solícita atención a construir la Iglesia, de
modo que todo, palabras y obras, se realice bajo el signo de la sumisión
filial en Cristo y en el Espíritu al amoroso designio del Padre. Como
maestro de santidad y ministro de la santificación de su pueblo, el
Obispo está llamado a cumplir fielmente la voluntad del Padre. La
obediencia del Obispo ha de ser vivida teniendo como modelo –y no podría
ser de otro modo– la obediencia misma de Cristo, el cual dijo varias
veces que había bajado del cielo no para hacer su voluntad, sino la de
Quien la había enviado (cf. Jn 6, 38; 8, 29; Flp 2, 7-8).
Siguiendo las huellas de Cristo, el Obispo es obediente al Evangelio y
a la Tradición de la Iglesia; sabe interpretar los signos de los
tiempos y reconocer la voz del Espíritu Santo en el ministerio petrino y
en la colegialidad episcopal. En la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis puse de relieve el carácter apostólico, comunitario y pastoral de la obediencia presbiteral[82].
Como es obvio, estas características se encuentran de manera más
intensa en la obediencia del Obispo. En efecto, la plenitud del
sacramento del Orden que él ha recibido lo sitúa en una relación
especial con el Sucesor de Pedro, con los miembros del Colegio episcopal
y con su misma Iglesia particular. Debe sentirse comprometido a vivir
intensamente estas relaciones con el Papa y con sus hermanos Obispos en
un estrecho vínculo de unidad y colaboración, respondiendo de este modo
al designio divino que ha querido unir inseparablemente a los Apóstoles
en torno a Pedro. Esta comunión jerárquica del Obispo con el Sumo
Pontífice refuerza, gracias al Orden recibido, su capacidad de hacer
presente a Jesucristo, Cabeza invisible de toda la Iglesia.
Al aspecto apostólico de la obediencia ha de añadirse también el
comunitario, ya que el episcopado es por su naturaleza «uno e indiviso»[83].
Gracias a este carácter comunitario, el Obispo está llamado a vivir su
obediencia venciendo toda tentación de individualismo y haciéndose
cargo, en el conjunto de la misión del Colegio episcopal, de la
solicitud por el bien de toda la Iglesia.
Como modelo de escucha, el Obispo ha de estar también atento a
comprender, por medio de la oración y el discernimiento, la voluntad de
Dios a través de lo que el Espíritu dice a la Iglesia. Ejerciendo
evangélicamente su autoridad, debe saber dialogar con sus colaboradores y
con los fieles para hacer crecer eficazmente el entendimiento recíproco[84].
Esto le permitirá valorar pastoralmente la dignidad y responsabilidad
de cada miembro del Pueblo de Dios, favoreciendo con equilibrio y
serenidad el espíritu de iniciativa de cada uno. En efecto, se ha de
ayudar a los fieles a progresar en una obediencia responsable que los
haga activos a nivel pastoral[85].
A este respecto, es siempre actual la exhortación que san Ignacio de
Antioquía dirigía a Policarpo: «Que no se haga nada sin tu
consentimiento, pero tú no debes hacer nada sin el consentimiento de
Dios»[86].
|
|
|
Primer
Anterior
5 a 19 de 34
Siguiente
Último
|
|
|
|
©2024 - Gabitos - Todos los derechos reservados | |
|
|