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~~CATECISMO~~: EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL PASTORES GREGIS DEL SANTO PADRE JUAN PABLO
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De: Atlantida (Mensaje original) |
Enviado: 18/11/2020 01:42 |
EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL PASTORES GREGIS DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II SOBRE EL OBISPO SERVIDOR DEL EVANGELIO DE JESUCRISTO PARA LA ESPERANZA DEL MUNDO
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INTRODUCCIÓN
1. Los Pastores de la grey son conscientes de que, en el cumplimiento
de su ministerio de Obispos, cuentan con una gracia divina especial. En
el Pontifical Romano, durante la solemne oración de ordenación, el
Obispo ordenante principal, después de invocar la efusión del Espíritu
que gobierna y guía, repite las palabras del antiguo texto de la Tradición Apostólica:
«Padre Santo, tú que conoces los corazones, concede a este servidor
tuyo, a quien elegiste para el episcopado, que sea un buen pastor de tu
santa grey»[1].
Sigue cumpliéndose así la voluntad del Señor Jesús, el Pastor eterno,
que envió a los Apóstoles como Él fue enviado por el Padre (cf. Jn 20, 21), y ha querido que sus sucesores, es decir los Obispos, fueran los pastores de su Iglesia hasta el fin de los siglos[2].
La imagen del Buen Pastor, tan apreciada ya por la iconografía
cristiana primitiva, estuvo muy presente en los Obispos venidos de todo
el mundo, los cuales se reunieron del 30 de septiembre al 27 de octubre
de 2001 para la X Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos. Cerca de la tumba del apóstol Pedro, reflexionaron conmigo sobre la figura del Obispo, servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo.
Todos estuvieron de acuerdo en que la figura de Jesús, el Buen Pastor,
es una imagen privilegiada en la cual hay que inspirarse continuamente.
En efecto, nadie puede considerarse un pastor digno de este nombre «nisi per caritatem efficiatur unum cum Christo»[3].
Ésta es la razón fundamental por la que «la figura ideal del obispo con
la que la Iglesia sigue contando es la del pastor que, configurado con
Cristo en la santidad de vida, se entrega generosamente por la Iglesia
que se le ha encomendado, llevando al mismo tiempo en el corazón la
solicitud por todas las Iglesias del mundo (cf. 2 Co 11, 28)»[4].
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X Asamblea del Sínodo de los Obispos
2. Agradecemos, pues, al Señor que nos haya concedido la gracia de
celebrar una vez más una Asamblea del Sínodo de los Obispos y tener en
ella una profunda experiencia de ser Iglesia. A la X Asamblea
General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, que tuvo lugar cuando
estaba aún vivo el clima del Gran Jubileo del año dos mil, al comienzo
del tercer milenio cristiano, se llegó después de una larga serie de
asambleas; unas especiales, con la perspectiva común de la
evangelización en los diferentes continentes: África, América, Asia,
Oceanía y Europa; y otras ordinarias, las más recientes, dedicadas a
reflexionar sobre la gran riqueza que suponen para la Iglesia las
diversas vocaciones suscitadas por el Espíritu en el Pueblo de Dios. En
esta perspectiva, la atención prestada al ministerio propio de los
Obispos ha completado el cuadro de esa eclesiología de comunión y misión
que es necesario tener siempre presente.
A este respeto, los trabajos sinodales hicieron constantemente
referencia a la doctrina del Concilio Vaticano II sobre el episcopado y
el ministerio de los Obispos, especialmente en el capítulo tercero de la
Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium y en el Decreto sobre el ministerio pastoral de los Obispos Christus Dominus.
De esta preclara doctrina, que resume y desarrolla los elementos
teológicos y jurídicos tradicionales, mi predecesor de venerada memoria
Pablo VI pudo afirmar justamente: «Nos parece que la autoridad episcopal
sale del Concilio reafirmada en su institución divina, confirmada en su
función insustituible, revalorizada en su potestad pastoral de
magisterio, santificación y gobierno, dignificada en su prolongación a
la Iglesia universal mediante la comunión colegial, precisada en su
propio lugar jerárquico, reconfortada por la corresponsabilidad fraterna
con los otros Obispos respecto a las necesidades universales y
particulares de la Iglesia, y más asociada, en espíritu de unión
subordinada y colaboración solidaria, a la cabeza de la Iglesia, centro
constitutivo del Colegio episcopal»[5].
Al mismo tiempo, según lo establecido por el tema señalado, los
Padres sinodales examinaron de nuevo el propio ministerio a la luz de la
esperanza teologal. Este cometido se consideró en seguida especialmente
apropiado para la misión del pastor, que en la Iglesia es ante todo
portador del testimonio pascual y escatológico.
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Una esperanza fundada en Cristo
3. En efecto, cada Obispo tiene el cometido de anunciar al mundo la
esperanza, partiendo de la predicación del Evangelio de Jesucristo: la
esperanza «no solamente en lo que se refiere a las realidades penúltimas
sino también, y sobre todo, la esperanza escatológica, la que espera la
riqueza de la gloria de Dios (cf. Ef 1, 18) que supera todo lo que jamás ha entrado en el corazón del hombre (cf. 1 Co 2, 9) y en modo alguno es comparable a los sufrimientos del tiempo presente (cf. Rm 8, 18)»[6].
La perspectiva de la esperanza teologal, junto con la de la fe y la
caridad, ha de moldear por completo el ministerio pastoral del Obispo.
A él corresponde, en particular, la tarea de ser profeta, testigo y servidor de la esperanza.
Tiene el deber de infundir confianza y proclamar ante todos las razones de la esperanza cristiana (cf. 1 P 3,
15). El Obispo es profeta, testigo y servidor de dicha esperanza sobre
todo donde más fuerte es la presión de una cultura inmanentista, que
margina toda apertura a la trascendencia. Donde falta la esperanza, la
fe misma es cuestionada. Incluso el amor se debilita cuando la esperanza
se apaga. Ésta, en efecto, es un valioso sustento para la fe y un
incentivo eficaz para la caridad, especialmente en tiempos de creciente
incredulidad e indiferencia. La esperanza toma su fuerza de la certeza
de la voluntad salvadora universal de Dios (cf. 1 Tm 2, 3) y de la presencia constante del Señor Jesús, el Emmanuel, siempre con nosotros hasta al final del mundo (cf. Mt 28, 20).
Sólo con la luz y el consuelo que provienen del Evangelio consigue un Obispo mantener viva la propia esperanza (cf. Rm 15, 4) y alimentarla en quienes han sido confiados a sus cuidados de pastor. Por tanto, ha de imitar a la Virgen María, Mater spei, la cual creyó que las palabras del Señor se cumplirían (cf. Lc
1, 45). Basándose en la Palabra de Dios y aferrándose con fuerza a la
esperanza, que es como ancla segura y firme que penetra en el cielo (cf.
Hb 6, 18-20), el Obispo es en su Iglesia como centinela atento,
profeta audaz, testigo creíble y fiel servidor de Cristo, «esperanza de
la gloria» (cf. Col 1, 27), gracias al cual «no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas» (Ap 21, 4).
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