Inhaló la traza de un golpe. Como un asmático, que necesita un soplo de oxígeno. En ese momento fue feliz. Tres horas. Luego volvería el vicio a dominarlo.
Si usted, no conoce los efectos de las drogas en una persona, entonces les presento a Rolando, 36 años. Nació en cuna de oro. Sí. Para la vida repleta de estrecheces de la Cuba socialista de Fidel Castro, personas como él, pertenecen a una élite privilegiada.
Sus padres fueron diplomáticos en países occidentales. No conoció la cartilla de racionamiento. Y en los años duros del "período especial", en su mansión de Miramar no faltaban la carne de res ni los camarones.
Tampoco la luz eléctrica. Tenían una planta emergente, tres autos y una moto en el garaje. La vida para su familia era bella. En las noches de 1995, cuando la ciudad estaba oscura hasta 16 horas diarias, en la sala iluminada el padre charlaba con sus amigos sobre el Tate de Londres, el Prado de Madrid, o en voz baja, de sus escapadas al Picadilly, en el Soho londinense.
Conversaciones mojadas con Jack Daniels o un buen whisky escocés.
Con canapés de jamón o salmón. Así creció Rolando. Entre "pinchos", como en el argot popular le dicen a los tipos que viajan sin restricciones de dólares y euros, con criados en casa y perros Rottwailer. Rolando, hijo único, lo mejor que hizo fue holgazanear.
Dejó la carrera de Relaciones Internacionales en segundo año. Su padre le consiguió un curso de gerente, en una cafetería por divisas en Varadero, playa a 132 kilómetros al este de la capital.
"Nunca me faltó dinero para comprarla"
Allí se hizo adicto a la cocaína. Ya había fumado algún que otro porro y en las orgias con lesbianas, probó las pastillas de diseño. "Pero la coca fue la que me enganchó, era para mí lo bello y lo prohibido, nunca me faltó dinero para comprarla". Era fácil. Un día malo le dejaba 400 cuc de ganancia en la cafetería. Si no, lo cogía de la caja registradora. Halaba más polvo que una aspiradora.
Hasta que llegó el día fatal. Una mañana, sin previo aviso, una inspección a la cafetería detectó un faltante de 9.400 cuc. No aceptaron sobornos ni regalos. "Esta gente venía en serio, fui despedido y se me levantó una causa. Gracias a la influencia de mis padres no fui a la cárcel"- dice Rolando entornando los ojos.
Pero la coca seguió prendida a él. Sus padres lo han intentado todo. Han recorrido los mejores centros de rehabilitación del país. Pero nada. Siempre vuelve. "Ahora, los viejos hacen gestiones para llevarme a una clínica en Suiza, siento que no me puedo dominar, es como un reloj biológico, cada determinadas horas, tengo que halar", confiesa casi en un susurro.
Aparenta 50 años. Y a pesar de medir más de 1,80 metros, no llega a los 60 kilos. Tiene que comer a la fuerza. Y su casa se ha convertido en su prisión. Sus carceleros son sus padres. Pero al menor descuido, huye tras un gramo de coca. Y tiene suerte, de formar parte de una familia influyente y comprometida con la revolución de los Castro. Su historia hubiese sido otra de ser un ciudadano común y corriente.
En las madrugadas, cuando logra saltar la empedrada cerca de la residencia familiar y corre como un demente en pos de la cocaína, se siente poseído por una fuerza maligna y poderosa. Después, cuando sudando frío inhala el polvo blanco junto a unos latones de basura en el centro de La Habana, rodeado de cucarachas, ratas y olor a mierda, vuelve a ser el niño feliz que una vez fue. Sólo por unas horas.