|
De: cubanet201 (Mensaje original) |
Enviado: 16/01/2016 21:36 |
Confinados de la UMAP:
Los esclavos de la Revolución Cubana
Estaban destinados a homosexuales, religiosos, ‘contrarrevolucionarios’
Muchas figuras de la cultura y la alta jerarquía de la Iglesia en Cuba estuvieron recluidos allí
El escritor Félix Luis Viera estuvo confinado en el campamento Anguila. Cortesía Hugo Salvatierra
Más de 30,000 homosexuales, religiosos y considerados contrarrevolucionarios fueron recluidos en la provincia de Camagüey, en Cuba, a partir del 19 de noviembre de 1965 y hasta 1968, donde fueron sujetos a trabajos forzados. Muchos fueron vejados y asesinados.
Estos campamentos se conocieron como Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), y el aislamiento, el encierro y los castigos fueron tales, que muchos de los confinados se automutilaron o se suicidaron.
“Me cortas la mano o te corto la cabeza”, dijo un joven de apellido Falcón a su compañero José Guerra, mientras cosechaban caña en uno de esos campos. Lo vio tan decidido, que cerró los ojos, levantó su cuchilla y se la dejó caer.
Comenzó a chorrear sangre, pero tuvieron que esperar a que llegaran los militares que los custodiaban. No podían salir al camino desde el que eran vigilados; de hacerlo, corrían el riesgo de recibir un balazo, recuerda Francisco García, quien ese día estaba a un lado de ellos y actualmente reside en Estados Unidos, tras haber escapado de la isla en 1972.
El joven herido sólo quería salir, ya no aguantaba más estar encerrado y trabajar contra su voluntad.
Como parte del Servicio Militar Obligatorio (SMO), fueron recluidos en estos campos miles de jóvenes, y también mayores de 27 años, entre ellos el cardenal Jaime Ortega, arzobispo de La Habana, y el cantautor Pablo Milanés, quien en alusión al encierro escribió la canción Catorce pelos y un día. También ingresaron Alfredo Petit, obispo auxiliar de la arquidiócesis de La Habana, y Raúl Roa Kourí, hijo del entonces canciller cubano del mismo nombre, explica el libro La UMAP: el gulag castrista (Enrique Ros, Ediciones Universal, 2004).
Los campos tenían dos razones de ser: por un lado, el gobierno pretendía aumentar la producción agrícola con mano de obra barata, y por el otro, proteger al país de los detractores del régimen castrista.
“Entonces había en Cuba una movilización general en torno a la defensa de la nación y de aquel contexto nacieron las UMAP, a guisa del servicio militar”, reconoció Mariela Castro, hija del presidente Raúl Castro, en una entrevista publicada por el portal brasileño operamundi.uol.com.br, el 2 de febrero de 2013.
Saldo rojo “Usted no era un individuo, estaba nada más para recibir improperios, maltratos y abusos; había golpes y hasta simulacros de fusilamientos para quienes no querían ponerse el uniforme”, recuerda José Caballero, quien ingresó a la UMAP en junio de 1966 y llegó a la Florida hace 35 años, en el éxodo del Mariel, cuando aproximadamente 125,000 cubanos emigraron a Estados Unidos.
Raúl Marrero llegó a la UMAP en julio de 1965 y desde 2005 vive como refugiado en Estados Unidos. Lo “más difícil fue el sentirme humillado, rebajado a cero, como que no eras nadie”, comenta.
El Informe sobre la Situación de los Derechos Humanos en Cuba, emitido por la Organización de los Estados Americanos (OEA) el 7 de abril de 1967, relata que este nuevo sistema penitenciario, creado en enero de 1966, consistía en una "explotación igual a la esclavitud”.
El número varía, hay quienes dicen que fueron 25,000 o hasta 40,000. Félix Luis Viera, escritor y poeta, quien en su juventud fue enviado a la UMAP y desde 1995 vive en México, asegura que cuando estaba en el campamento Anguila fue comisionado para entregar unos documentos. Cuando ingresó en un comedor para entregarlos entró el comandante Ernesto Casillas, jefe de las UMAP en Camaguey:
“Comandante, con permiso. ¿Cuántos hombres hay en las UMAP?”, y la respuesta de Casillas fue: “22,000 hombres, exactamente”.
Pero este no fue el único saldo rojo. Además, 500 hombres terminaron en salas psiquiátricas, 70 murieron por tortura y 180 se suicidaron, indica el informe Desmitificando las UMAP : La política de Azúcar , el género y la religión en la década de 1960 Cuba', publicado por en el 'Delaware Review of Latin American Studies' de la Universidad de Delaware (Joseph Tahbaz , Vol. 14, No. 2, diciembre 31 de 2013).
Al llegar al campamento, el nombre de Francisco García dejó de existir para los soldados. A partir de ese día se convertiría en un número: “El 57”. En el lugar, ubicado en Ciego de Ávila, le cortaron el cabello casi a rape y le dieron un uniforme de mezclilla: un pantalón azul oscuro y una camisa de manga larga, del mismo color, pero con un tono más claro; durante poco más de dos años tuvo que calzar botas militares y portar en el brazo izquierdo un escudo de fondo blanco que en letras rojizas decía “Umap-1”.
Los campamentos tenían un área de aproximadamente 100 x 100 metros y se encontraban cerca de las zonas pantanosas, circundados por una cerca de postes de concreto y 14 alambres de púa, de la que en la parte superior salía una barrera de seguridad, inclinada, compuesta de tres cordones de alambre. El cuadrante tenía barracas para los confinados, una torre de vigilancia, celdas de castigo, zonas para oficiales y guardias, letrinas, y garita de entrada y salida.
Algunos confinados permanecieron todo el tiempo en el mismo campamento, pero a otros los cambiaron varias veces, para que no entablaran amistad con los militares que los cuidaban.
Los matacaballos Los ingresados en las UMAP llevaban a cabo trabajos agrícolas como la siembra y cosecha de boniato, de yuca, de piña y de frijol, por lo que tenían que abonar los campos, sacar la hierba y fumigar.
Pero la mayor parte de su estancia la dedicaron a la caña, pues la administración de Fidel Castro se había impuesto la meta de alcanzar 10 millones de toneladas de azúcar a lo largo de 1970. Como consecuencia, en 1964 se creó el Ministerio de la Industria Azucarera (MINAZ), el cual sustituyó a la antigua Empresa Consolidada del Azúcar. De acuerdo con el sitio oficial del gobierno cubano, entre sus misiones estuvo ejecutar, entre 1966 y 1970, el primer Plan de Desarrollo de la Industria Azucarera, con el que las tierras dedicadas al cultivo aumentaron 35 por ciento.
Los internos laboraban 60 horas a la semana, entre el lunes y el sábado, y a veces hacían trabajo voluntario que no contaba en su cuota. Las jornadas podían durar hasta 12 horas.
La rutina variaba entre uno y otro campamento, pero regularmente todos los días los despertaban aproximadamente a las 4 a.m. y tomaban algún alimento. Luego partían al campo, donde permanecían hasta el mediodía. Regresaban a almorzar y a las 2 p.m. ya estaban trabajando de nueva cuenta.
En ocasiones tenían que recorrer distancias de 13 o 14 kilómetros, a pie y en fila india, hasta llegar a su destino. Iban custodiados por los guardias, quienes montaban caballos y portaban armas largas.
“Nos tenían en lugares donde había mosquitos que les dicen ‘matacaballos’, porque de verdad mataban a los caballos, eran unos mosquitos gigantes y teníamos que trabajar bajo esas condiciones”, recuerda García. Los militares no dejaban sueltos a los caballos, en cambio, “te tenían ahí hasta que te caías, y te dejaban entrar a dormir”, relata Jorge Lázaro.
Lázaro añade que si no cumplían con la meta, no les daban alimento.
Cuando tenían sed, no les quedaba más recurso que tomar del agua caliente que se quedaba en los surcos que deja el arado. Caballero todavía tiene esa imagen en la memoria: “Cuando llovía se hacían pozos, de esos teníamos que echar para un lado la hierba y tierra que había, para poder tomar esa agua”.
Las horas de trabajo eran más larga durante la zafra, que generalmente duraba de enero a abril, pero debido a la falta de mano de obra se alargó de noviembre a junio. Así, a la mitad del año, los internos de la UMAP se vieron obligados a cortar caña de azúcar desde el amanecer hasta la puesta del sol, los seis días a la semana.
En algunos campamentos llegaban tractores y encendían las luces para que siguieran trabajando durante la noche. "Eran faenas en la agricultura. Una vez hubo unas lluvias torrenciales y el agua nos llegaba a la altura de la rodilla y nosotros tratando de recuperar la cosecha", describe Jorge Lázaro.
Los castigos: cavando la tumba García vio cómo arrastraban a los confinados por los caminos de tierra. También le tocó ver que obligaran al castigado a abrir un hoyo, le ordenaban que se metiera, lo llenaban de agua y lo dejaban un día entero adentro. También los podían dejar de pie, atados en posición de firmes e inmóviles.
Caballero narra que si alguien no quería ponerse el uniforme de la UMAP lo llevaban al cañaveral y lo golpeaban. En el campamento el resto de los compañeros sólo escuchaban tiros y pensaban que había muerto, pero eran simulacros de fusilamiento: “Hubo personas a las que sacaron de las letrinas, hasta el cuello. O los amenazaban diciéndoles que los iban a llevar a las unidades de los homosexuales, que mantenían aparte”.
Pero a juicio de quienes estuvieron recluidos los que más sufrieron fueron los testigos de Jehová, pues por sus creencias tienen prohibido hacer algún “gesto” militar. Los paraban en filas y un sargento les ordenaba cuadrarse, pero ellos no lo hacían.
“Entonces, los desnudaban y los amarraban a la cerca. En las noches yo todavía oigo los gritos de esa gente, porque los mosquitos los mataban”, dice García. Félix Luis Viera añade que los dejaban sin comer o bajo el sol.
Los caballos locos A mediados de los años 1960, el gobierno de Castro estaba reestructurando el Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (MINFAR), con lo que pretendía profesionalizar a las fuerzas armadas, en las que había gente de bajo nivel académico o iletrados, quienes habían integrado el Ejército Rebelde que lo ayudó a tomar el poder. Muchos de ellos fueron enviados a las UMAP como una degradación, lo que repercutió en maltratos para los confinados:
Por ejemplo, García vio al primer jefe de su campamento dar un tiro en la nuca a un muchacho que se quería comer un gato, porque tenía hambre, pues les daban macarrones sin salsa una vez al día, llenos de polvo, debido a que llegaban en tractores por los terraplenes.
El hombre solía pasear en ropa interior, borracho y con una botella de alcohol, hierbabuena y miel de abeja. También bebía vino seco, utilizado para cocinar. Era un tipo “sin escrúpulos” que todo el día estaba borracho y te castigaba a la menor provocación.
“Lo más monstruoso de la UMAP era que los jefes de campamentos eran personas alcohólicas, que estaban medio locas, que estaban lisiados; personas que no podían mantener en las ciudades por sus vicios, y entonces, como un castigo los llevaron para allá”, afirma García.
Algunos eran apodados “caballos locos”, debido a sus niveles de ira. En una ocasión, Jorge Lázaro, el número 94, estaba cortando caña. El número 69 empezó a discutir con el sargento, quien sacó una pistola y simplemente le disparó. Los militares miraron a los jóvenes y les ordenaron que sacaran “el cadáver”, pero el hombre todavía estaba vivo. En su campamento también había un teniente que fumaba marihuana y, montado a caballo, se ponía a cantar corridos mexicanos.
Caballero también recuerda a un muchacho originario de Guantánamo, quien por falta de atención médica murió al tercer día de haber llegado. Al joven le dio leptospirosis, una enfermedad que las ratas transmiten a través de la orina y excremento, la cual destruye los riñones. El joven orinaba sangre y “rompió un termómetro” por la fiebre. Aun así, el jefe del campamento dijo que estaba falsificando los síntomas, y le negó asistencia médica.
Los confinados hicieron una huelga de brazos caídos, pero cuando lo llevaron al hospital ya era demasiado tarde. Enseguida arrojaron su cadáver a la cama de un camión para luego trasladarlo.
El precio de la fuga Eduardo R. Valdés pudo escapar de la UMAP. Junto con un amigo al que apodaban “Sonny” cruzó el río Máximo, situado al noreste de Camagüey, pese a saber que había caimanes. Cuando estuvieron del otro lado decidieron separarse, pero al poco tiempo fueron capturados. Primero agarraron a “Sonny”. Valdés estuvo seis meses escondido en Cienfuegos, pero al ver el sufrimiento de su madre por su estado de prófugo decidió entregarse.
Lo regresaron al campamento. Lo desnudaron, le amarraron las manos por la espalda, lo golpearon, insultaron, le dijeron contrarrevolucionario y lo tiraron a una fosa. Cada media hora le arrojaban agua sucia. Pero el momento más difícil fue cuando un soldado apuntó hacia él y disparó. Para su fortuna otro militar le desvió el revólver.
“No me mataron porque no era mi día, pero uno tenía intenciones. Me sacaron de esa fosa, me amarraron, me querían arrastrar, pero me agarraron en un lugar donde había guajiros [campesinos] y uno dijo: ‘No, teniente, aquí no porque están mirando’ ”, recuerda Valdés.
*Hugo Salvatierra
Salvatierra es periodista radicado en Ciudad de México
|
|
|
Primer
Anterior
2 a 14 de 14
Siguiente
Último
|
|
Para colaborar con Mariela Castro (I)
Primero de una serie en seis partes,sobre las atrocidades sufridas por quienes fueron enviados a las UMAP
Las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), establecidas en la
década de 1960, justamente entre los años 1965-1968, por el régimen existente en Cuba.
Por Félix Luis Viera - Cuba Encuentro La sexóloga cubana Mariela Castro, hija del actual mandatario Raúl Castro y directora del Centro Nacional de Educación Sexual (Cenesex) ha dado a conocer en estos días su disposición para investigar sobre las particularidades de las UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), establecidas en la década de 1960, justamente entre los años 1965-1968, por el régimen existente en Cuba. Castro propone investigar “el tema, partiendo de los testimonios que tiene y de otros que ya le anuncian personas interesadas en narrar sus vivencias”. Y aclara la sexóloga que “hay que aprender de la historia con honestidad y transparencia, y asumir responsabilidades”. Debemos colaborar.
A las seis de la tarde del sábado 18 de junio de 1966 un nutrido grupo de hombres se presentó en la llamada Carretera de Sagua —en el norte de la ciudad de Santa Clara—, en un edificio conocido como la OIR (se supone que por el nombre de la estación de radio que allí había existido), una dependencia del Comité Militar Municipal. Ellos llevaban una citación oficial en la cual se aclaraba que, en caso de no presentarse en el lugar ordenado, a la hora y día señalados, serían encarcelados. Nadie les había dicho para dónde irían, aunque podrían imaginarlo atendiendo a sus “personalidades” si las vinculaban con esa cosa tenebrosa que existía en la provincia de Camagüey, de la cual tantos hablaban pero nadie, a ciencia cierta, sabía con exactitud de qué se trataba, solo que les llamaban “las UMAP”.
Para entrar en el edificio mencionado, los hombres debían mostrar la citación y así franquear los fusiles de los soldados vestidos de verde militar. Afuera quedaban los familiares que los habían acompañado; pero sobre todo las madres, que tampoco sabían —y nadie les respondió esta pregunta— para dónde se llevaban a sus hijos. Será por esto que lloraban, clamaban, gritaban en las afueras del lugar. Una de ellas gritó: “!¿Habrá alguien que no sea Dios con poder suficiente para arrancarle a una madre su hijo sin decirle para dónde lo mandan?!”.
Entre los citados, que eran de diferentes zonas de la entonces provincia de Las Villas, se hallaban religiosos de diversos credos—campesinos incluidos—, estudiantes de bajas notas, obreros, borrachines nocturnos y de fin de semana, y homosexuales. Claro, algunos contaban con más de uno de estos atributos. Y las edades iban desde los 16 a los 40 años y un poco más, a simple vista. Allí se hallaban, entre otros, Luis Becerra, de 16 años de edad, estudiante nocturno y domiciliado en Santa Clara; Jorge Blondín Iparraguirre, de 26 años de edad, trabajador agrícola en el central Washington, donde vivía, y de religión protestante; Julio Rivero, oficinista y residente en Santa Clara. También se encontraban Rigoberto González, homosexual y mecánico automotor, dueño de un pequeño taller de este giro ubicado en Carretera Central y Marta Abreu, y quien, quizás para no dejarse dominar por el pánico, jaraneó: “Sí ya yo estoy de asilo, ¿pa’dónde me llevan?”. Rigoberto tendría entonces unos 40 años de edad, la misma que debía tener el Maestro (solo escribo el apodo porque él nunca fue homosexual confeso, aunque ya convicto lo era en ese momento). De los alrededores del municipio de Placetas era Colavito —su apellido—, mulato, homosexual evidente, y quizás uno de los seres más propensos a las lágrimas de frente al terror, a sus 37 años de edad. Cepillo, también homosexual, residente en Santa Clara y trabajador de una cafetería en esa ciudad (no digo su nombre ni su otro sobrenombre porque posiblemente, como otros de aquéllos, ya haya muerto: tendría entonces algo más de 40 años de edad). Del municipio de Encrucijada eran los negros Pinchaejubo, trabador del campo, especialista en subir cocoteros; Bambán, también trabajador agrícola —ambos de 25 años aproximadamente—; de la raza blanca Pedro Bernia, campesino y evangelista de unos 20 años de edad; Manuel Valle, de la logia Orfelos y de unos 20 años. De Cabaiguán Eurípides Ferrer, de acaso 23 años de edad y estudiante; de Cienfuegos, Víctor Soriano, de 27 años, obrero fabril y aquejado de una enfermedad pulmonar; de Ranchuelo, Guillermo Jiménez, de 30 años de edad, llamado el Guille la Rumba y sin trabajo oficial reconocido; de los campos aledaños a Sancti Spíritus el Fiji, de gestos amanerados, de unos 17 años de edad, estudiante y católico. Son solo ejemplos típicos. La lista, como se supone, sería muy larga.
Los convidados aguardaban sentados, algunos tirados, en el piso del salón, que se hallaba apiñado, respiración contra respiración. La mayoría de los soldados y oficiales que entraban y salían los miraban con desprecio, con un desprecio que querían demostrarles de manera enfática. Un subteniente, haciendo un gesto abarcador con un brazo, dijo en alta voz antes de entrar en una oficina: “Banda de maricones”.
Sobre las 10 de la noche llegaron unos camiones que ocuparon el patio, que rodeaba al edificio por los cuatro lados. Los militares dieron la orden de subir. Cuando los camiones salían por la misma puerta por la que habían entrado los convocados, algunos familiares decían adiós al azar —y gritaban nombres el azar, y maldecían al azar—: las luces del exterior habían sido apagadas.
El trayecto hacia los arrabales oeste de la ciudad duraría unos 40 minutos. En el extremo de cada camión, sujetos a una cuerda de baranda a baranda, iban soldados con armas cortas. Varios jeeps militares escoltaban a los camiones; avanzaban, se detenían, retrocedían, según el caso.
Llegaron hasta una explanada rodeada de maniguas. La única luz era la de los faros de los camiones. Junto a un barracón de mampostería, vasto, estaban otros soldados; estos eran, sin duda, soldados en campaña, los anteriores parecían “soldados de ciudad”. Estos les “entregaron” los hombres a los que habían estado esperando, quienes, a gritos de donde se podía entresacar la palabra “lacras”, sobre todo, hicieron bajar a los hombres y los conminaron, a bayoneta calada, para que entraran en el barracón.
El piso del barracón era de cemento, polvoso y cubierto de cagarrutas de chivo. El techo estaba en lo alto; la luz era escasa, proveniente de unos bombillos incandescentes que se hallaban muy arriba. También las ventanas estaban a una altura desproporcionada, y entreabiertas. El calor era muy intenso. Los soldados ordenaron a los hombres que se acostaran en el piso, con las cabezas pegadas a la pared, los pies hacia el centro del barracón; pero una buena parte tuvo que hacerlo en medio del área: el espacio no alcanzaba. Luego de pedir y recoger las cuchillas de afeitar que trajera cada uno, lo soldados dieron la orden de que los hombres dormirían con sus equipajes como almohadas, estrictamente; es decir, durante la noche no podían sacarse el equipaje de debajo de sus cabezas.
A medianoche apagaron las luces.
No todos pudieron dormir. Hasta el amanecer se escucharon ayes, ruegos a la madres, sollozos, súplicas por el hambre. Y las botas de los soldados sonando en uno y otro sitio.
“¡La bayoneta no! ¡La bayoneta no!”, gritó en la madrugada alguno de los reclutados, con ese tono de pavor propio de quien despierta de una pesadilla.
|
|
|
|
Para colaborar con Mariela Castro (II)
Cantautor Pablo Milanés, quien en alusión a su encierro escribió la canción Catorce pelos y un día
Félix Luis Viera / México DF / Cubaencuentro Los gritos de “¡De pie!” se escucharon antes del amanecer. Algunos de los hombres, también gritando, dijeron que no sabían qué significaba “De pie”. Los soldados llevaban lámparas de mano y recorrían el barracón instando a levantarse. Algunos de ellos pateando con fuerza el piso mientras repetían “antes del amanecer, antes del amanecer”.
El barracón estaba rodeado de jeeps y tres o cuatro camiones del Ejército. Los faros de estos ofrecían la única luz. Serían en total 80 o 90 hombres. En la penumbra, los soldados repartieron un pedazo de pan con algo que debía ser mantequilla. Algunos de los citados exclamaban “agua”. Un soldado, sobre todo ése, cuando escuchaba esta expresión respondía en alta voz: “¡En el ejército no hay sindicato!”. Debieron subir a los camiones en medio de la oscuridad. De nuevo, en los extremos de la plancha iban soldados con fusiles. El silencio, el silencio de los hombres, se podía tocar, si descontamos algunos quejidos, rezos, suspiros. Se escuchaban realmente los ruidos de los motores, de algún ave nocturna, de las ramas pegando contra los laterales de los camiones: el camino era de tierra y estrecho, lo decían los baches.
Antes de la parada final, los camiones se detuvieron. Reanudaron la marcha cuando el sol ya apuntaba. Finalmente, fueron a dar a una explanada rectangular cruzada por las líneas del ferrocarril. Allí estaban otros militares, que “recibieron” a los encartados de mano de los anteriores. Arrimaron a los hombres hacia un lado, los amontonaron más bien custodiados por un grupo de guardianes con fusiles en posición de Apunten. Se sintió a lo lejos el ruido de una locomotora, que al fin, cuando pasó, resultó ser de color negro, antigua, de vapor, y que arrastraba una ristra de vagones de carga, cerrados. El convoy se detuvo y dos soldados, que tenían aires de jefe, fueron hasta uno de ellos y regresaron con otros militares que cargaban unas calderas grandes que, luego se sabría, contenían leche. Una leche acuosa, tibia. No todos los citados traían vasos y esto demoró el trámite: unos debieron esperar a que terminaran de beber los otros, los que sí traían vasos.
Ya en la claridad, fue posible ver que el promedio de los citados se hallaba magullado, con las ropas renegridas de churre y cagarrutas de chivo, y el miedo en toda la cara. Unos, extrañamente, habían acudido a la citación vestidos de blanco.
Los soldados ordenaron hacer una fila paralela a los últimos vagones, y cuando la avanzada de los reclutados llegó justo a la entrada del primero de estos últimos, que tenía la puerta abierta, mandaron a subir. Uno de los hombres, gordo más bien, de pelo y piel rojizos, quizás de 25 años de edad y que cuando estaban repartiendo la leche se había hecho llamar María Elena, dijo entonces: “Yo no puedo subir”, mientras mostraba sus manos ocupadas con sendos maletines y, agarrada contra una axila, una bolsa de tela. Se apartó de la fila. Un soldado se le acercó moviendo la cabeza de un lado a otro. Lo conminó rozándole el pecho con la culata del fusil. Pero el de pelo rojizo negó con la cabeza y, con varios gestos de cara, volvió a llamar la atención sobre su equipaje. El soldado silbó llamando a uno de sus pares que se encontraba lejano de la fila. Éste se acercó y a una orden tomó los dos maletines del pelirrojo y los impulsó hacia dentro del vagón. Y abrió la bolsa de tela. Era un osito de peluche, muy gastado, raído, rosado un día. A una orden, el soldado que se había acercado lanzó el osito lejos, contra la yerba.
Los laterales de las líneas estaban rellenos de piedras filosas, sobresalientes. Para los hombres de más edad, para los más pesados, para los menos preparados físicamente en fin, no resultaba sencillo subir, desde las estelas de piedras que atemorizaban a la vez que dificultaban el equilibrio, de un solo movimiento al piso de los vagones, como querían los soldados. Uno, que luego diría se llamaba Agustín San Román, muy alto, delgado, mulato, de unos 30 años de edad, trastabilló y fue de rodillas contra las pierdas. Se quejó en silencio. Cojeando, recogió sus pertenencias y las deslizó hacia dentro del vagón. Dos de los que ya estaban dentro lo ayudaron, tuvieron que arrastrarlo hacia sí.
Cuando ya todos habían subido, aparecieron por un camino enyerbado, enfrente, otros camiones de donde los escoltas hicieron bajar a grupos semejantes. Pasaron por el mismo proceso, leche incluida desde las calderas.
Cuando ya los últimos en llegar habían subido, las puertas de los vagones, sin embargo, continuaron abiertas. Y unos minutos después se escuchó el ruido propio de otras que se abrían; eran las de los vagones delanteros. Voces que llegaban desde allá. Gritos de los soldados que hacia allá, lejos, acarreaban otras calderas de leche.
En un rincón del vagón que ocupaba, María Elena se mesaba su diezmada cabellera rojiza, sentado sobre sus dos maletines. Tenía la vista perdida en el piso, repleto con los cuerpos de sus compañeros de viaje.
Si se miraba hacia los cuatro puntos cardinales no se veía a nadie que no fueran los soldados y los citados.
Se escucharon gritos que avisaban que ya iban a cerrar las puertas. “El tiempo apremia”, gritaba uno de los que venían dando la orden a los que se hallaban apostados en las puertas.
Era la media mañana del domingo 19 de julio de 1966.
En el vagón que le había tocado, uno de los hombres, de unos 20 años de edad y cuya cabellera debió de ser frondosa —negra era— antes de pelarse al rapado, como exigía la citación que lo había llevado hacia donde estaba ahora, gritó casi:
“Los golpes se pueden cobrar, pero no hay vida que alcance para cobrar la humillación”.
|
|
|
|
Para colaborar con Mariela Castro (III)
Imagen de portada de la revista Mella en 1965, en plena ola homofóbica con la creación de las UMAP
Por Félix Luis Viera | México DF
Cuba Encuentro - Antes de cerrar las puertas, soldados en pequeños grupos corrieron hacia atrás y hacia delante —se cruzaban unos y otros— a unos cuatro metros de distancia de los vagones, anunciándolo; y llegaron otros para advertir a los reclutados que tenían que “guardar disciplina” y que ellos, los soldados, estarían al tanto desde sus sitios en otros vagones.
Varios de los hombres aconsejaban en alta voz que sería necesario cerrar los ojos y, al abrirlos, ya la oscuridad sería menos. Pero nunca fue ostensiblemente menos mientras los vagones estuvieron cerrados. Y no lo estuvieron solo cuando, al acercarse a algún pueblo, eran abiertos; desde fuera, por los soldados, se entiende. La oscuridad era compacta y resultaba un agobio extra oír, perennemente, los quejidos en alta voz, a gritos, como si quienes los prodigaban intentaran ser escuchados, de todas todas, por encima del ruido del tren en movimiento. Solo entraban algunos hilos de luz por los laterales, arriba. Seguramente, ciertos vagones estaban destinados a transportar algo que contuviera químicos: no pocos de los hombres estornudaban sin parar, mientras otros se quejaban de que los estaban escupiendo.
Todos serían un amasijo de sudor; el calor, lógicamente, era mucho más que en el exterior. Y eran un amasijo de conjunto: iban pegados unos contra otros, como pudieran, más la impedimenta de los equipajes. En sendos extremos había un perol con agua de tomar. Pero llegar hasta allí, para los que viajaban en medio —los más—, resultaba el azar; tenían que andar a tientas, apoyarse en los cuerpos de los demás; caían, discutían, se golpeaban al bulto. Y finalmente, en muchos casos, se escuchaba el pesar: no traían con qué tomar; y era el azar mayor pedir prestado un vaso en la oscuridad. Hasta el final se escucharía, entre maldiciones, la queja de que algunos estaban valiéndose de las manos para tomar el agua.
El tren hizo la primera para quizás dos horas después, en las afueras de una población: a los lejos se veían las cimas de las casas más altas. (Posteriormente, las paradas serían semejantes, siempre cerca de los sitios poblados, nunca justamente en ellos.) Abrieron las puertas y llegaron soldados repartiendo una lata de sardinas per cápita, exigieron que cada uno tomara su lata y se fuera hacia el extremo del vagón que indicaban, para que no hicieran trampas, “no vayan a coger de más”, aclaraban. Junto a cada puerta estaban soldados con fusiles en ristre. No había permiso para bajar, contestaban. ¿Y para orinar?, preguntaron varios. ¿Si no había permiso para bajar, cómo lo habría para orinar “aquí afuera”?, respondió uno, sobre todo ese uno. Lo real era que nadie podría saber cuántos hombres ya se habían orinado en el vagón; ni que varios, además de los churres todos del camino, tenían orine en sus ropas y piel. Será difícil para los reclutas olvidar los portazos de las puertas corredizas, los cuales iniciaban los largos tramos de ceguera impuesta, promiscuidad, golpes involuntarios entre sí y contra las paredes de tablas.
Pocos de los reclutados tenían abridores y así las latas de sardina eran estalladas contra las maderas o cualquier trozo de piso disponible; a tientas. Ni tenían cubiertos y las sardinas eran tomadas con los dedos, succionadas con las bocas, que luego expulsaban las pieles, aceites y huecesillos en la penumbra. Dentro del calor, que parecía desleír los cuerpos, los malos olores fueron aumentando en la medida en que el viaje continuaba; hedores a sardina, excremento, orina, sudores, sangre.
Para sobreponerse al ruido del tren en movimiento era necesario gritar con mucha fuerza y a la vez contar con una voz igual de aguda. Por lo general las voces formaban un murmullo alto —valga la paradoja— que llegaría a producir un letargo colectivo. Sin embargo, aquella se superpuso al ruido ambiente y a las demás: “¡No resisto más! ¡Quiero ver, quiero ver!”, gritaba o más bien chillaba aderezando la frase con palabras malsonantes. Era la voz de un hombre flaco, encorvado, con su pelo cepillado castaño claro, de ojos grandes y la piel de la cara muy pegada a los huesos; estaba sin camisa y las costillas se le podían contar con la mirada. Esta descripción solo fue posible cuando, en una de las paradas del tren, el hombre continuó con los mismos gritos luego que los soldados abrieron la puerta del vagón. Y gritando se lanzó contra los guardias, para caer de bruces contra la tierra. Y siguió gritando, aullando, chillando “¡quiero ver!”, a la vez que se quejaba de los dolores, cuando se lo llevaban.
*Félix Luis Viera
|
|
|
|
GAYS, UMAP, REPRESIÓN
Fragmento de una hoja de la prensa oficial cubana, en que se alaba la labor de las UMAP Para colaborar con Mariela Castro (IV)
Por Félix Luis Viera | México DF | Cuba EncuentroCada vez que las puertas eran abiertas algunos de los reclutados preguntaban a los guardias hacia dónde iban. La respuesta era invariable: en el ejército no se pregunta, se obedece sin hablar. Varios de los hombres, en uno y otro momento, aseguraban que el tren iría por un pueblo o por otro, decían saberlo por el oído o contando las paradas, discutían; luego, cuando el tren se detenía, abrían las puertas y era posible mirar a lo lejos, los apostantes, todos, perdían: siempre estaban más cerca del sitio de partida, que lo calculado. En uno de los últimos tramos, unos y otros comenzaron a quejarse de picazón en todo el cuerpo. En una parada pudo verse que varios, aun los negros, tenían ramazones en la cara, torso, brazos. Eso se arregla luego, contestaron los soldados a quienes preguntaron qué hacer. No todos preguntaban. Varios con las ronchas, otros sin ellas, se quedaban tirados en el piso aprovechando el espacio sobrante cuando sus vecinos de viaje se ponían de pie. Un grupo de los que se habían quitado las camisas las habían dejado en el piso. Otros caminaban sobre ellas. Algunas estaban encharcadas de vómitos. En el vagón se podían contar dos o tres charcos de vómito; su olor complicaba aún más el hedor ambiente, catalizado por el calor.
En el vagón donde iba el hombre de unos 20 años de edad, cuya cabellera debió de ser frondosa —negra era— antes de pelarse al rapado, como exigía la citación que lo había llevado hacia donde estaba ahora, uno de sus compañeros anunció algo inusitado: lanzaría una moneda envuelta con el texto de un telegrama, por las rendijas de las tablas. Lo exclamó como quien se ufana de un descubrimiento sumo. En una de las últimas paradas, que sería la última aún con luz solar, el anunciante tomó una hoja de la libreta que llevaba, el lápiz, redactó y envolvió la moneda. En la memoria de quienes lo miraban debió quedar esta máxima: en semejantes circunstancias, un hombre puede olvidar el vaso y los cubiertos, pero sería muy raro que olvidara con qué comunicarse. En cuanto el tren retomó la marcha, el hombre, afinando la vista, dijo, pulsando el pulgar con toda su fuerza por uno de los intersticios, logró que el envoltorio cayera hacia fuera. Tiempo después, el remitente proclamaría que su telegrama había llegado a los destinatarios.
Era el anochecer —no se veían resquicios de luz por ninguna parte— cuando el tren hizo la parada más larga, la última antes de llegar a la ciudad de Camagüey, que allí se veía. Era Camagüey, sin duda, se distinguían las luces de una ciudad grande, o al menos más grande que las cruzadas hasta entonces. Pareció que se hallaban más soldados custodiando las puertas que en las paradas anteriores; tenían los fusiles terciados al pecho y metían la vista todo lo posible hacia el interior del vagón. Repartieron comida, una cajita con arroz y frijoles colorados. Ordenaron acercarse a la puerta, tomar la cajita y retirarse a un extremo del vagón, “para que no cojan de más”. La oscuridad era casi igual que cuando el tren iba en marcha, de día. Unos hombres despertaban o animaban a otros que no se levantaban. Uno, que tenía su camisa de floripones amarrada a la cintura, delgado, encorvado, rubio, arrastró casi hasta la puerta a aquel que en la mañana se había hecho llamar María Elena. “A mí, muéranme de una vez”, le dijo con voz soñolienta María Elena al soldado que le entregaba la cajita; y el de la camisa de floripones lo agarró y lo llevó hasta su rincón. Entonces se escucharon gritos y varios disparos —de armas cortas justamente—. “¡Se va ese negro tetón!”, decían los gritos. Y se vieron a unos soldados, que corrían viniendo desde la derecha, enrumbar hacia enfrente, donde la oscuridad era más cerrada y tal vez habría un bosquecillo. ¿Quién sería el “negro tetón”?, ¿quién era?, preguntaron varios. Y al unísono corrieron muchas voces que ordenaban a gritos cerrar los vagones.
La espera se hizo muy larga. Más de dos horas. Los reclutados apenas hablaban. Se escuchaban tanto lamentos como maldiciones, en voz baja. Y oraciones susurradas. Citas bíblicas, extensas. Lo peor de todo era el mal olor. Ya, cuando el tren arrancó, el silencio dentro del vagón era casi rotundo. Al dar el tren el primer envión, uno gritó, con ese acento de pánico con que se despierta de una pesadilla: “¡Soy católico!”. Serían las 10 de la noche. El movimiento fue lento. Se sintió el retroceso, el avance, el retroceso y el avance de nuevo. Fue posible escuchar en algún momento, llegados desde afuera, voces, cláxones, llamadas; en fin, a pocos metros del convoy otras personas iban o venían de paseo, del trabajo, de sus casas.
Habrían transcurrido unos 10 minutos cuando el tren tomó una velocidad que casi hacía flotar los cuerpos de los envagonados. Este tramo pareció inmenso, quizás por la velocidad del tren, tal vez porque se acercaba el término del viaje. Finalmente, se sintieron las ruedas chirriar; la velocidad mermó mientras se escuchaba, de manera exorbitante, el silbato de la locomotora. Paró en firme. En el exterior correteos, gritos. Se abrió la puerta mediante un tirón rapidísimo. “¡Son las 10 y 45, acabo de verlo!”, gritó uno de los reclutados que debía ser de los que traían relojes, más bien con la entonación de quien protesta. Cuando los ojos se adaptaron a la oscuridad, fue posible ver una formación de soldados a lo largo de la línea y entre la maleza, tenían la bayoneta calada y los fusiles en posición de listo. De inmediato, allá, a la izquierda, se prendieron muchos faros alineados; eran, luego se sabría, de camiones que hacían un ángulo con la locomotora. El tren comenzó a moverse y, en la medida en que lo hacía y vaciaba, se movían asimismo los soldados que resguardaban cada vagón. Cuando el vagón en que se hallaba el hombre de 20 años cuya cabellera negra, si dudas otrora abundante, se acercaba a la carretera donde esperaban los camiones, él dijo “Tengo miedo, si al menos fuera de día, si hubiera luz”. Cuando el vagón donde iba este hombre llegó a la carretera, los soldados que se mantenían cercándolo ordenaron, con gritos expresamente intimidantes, que se bajaran rápidamente, mientras apuntaban a medias con sus fusiles, y los alineados en la carretera atronaban “¡corran!, ¡suban!”. Los músculos estaban entumecidos, el asfalto bacheado, la distancia desde el piso del vagón hasta el suelo era considerable; pero los soldados conminaban a lanzarse ya, rápido, sin pausa. Uno de los reclutados, al caer dobló las rodillas, se fue hacia atrás, se golpeó la cabeza quizás con el raíl, y en su afán de incorporarse se fue de rodillas, volteó y cayó de espaldas. “Vamos, de pie, corre, arriba, vamos”, le ordenó un soldado. Pero el caído, al intentar obedecer, sólo alcanzó un movimiento sin control del torso y se le vio en la noche una baba por un extremo de la boca y los ojos como si quisieran regarse en toda la cara, “no puedo”, balbuceó, “no me siento las piernas”. El reclutado de unos 20 años de edad retrocedió y trató de ayudar al caído, que se agarró con toda fuerza a su pierna derecha clavándole las uñas “no me dejes, siento que me partí la columna vertebral, no me dejes”. Pero el soldado se acercó al que intentaba ayudar, lo pinchó con la bayoneta y le gritó: “¡Tú corre a tu camión, comemierda!”.
|
|
|
|
LOS MUERTOS DE LA UMAP, SIN ROSTRO NI OBITUARIO
La dinastía Castro quiere que los nombres de las víctimas queden en familia
De izq. a der.: Ramón Lamadrid, Alex Hernández, Juan Miguel García, Octavio y, agachado, Carlos Bidot.
Jardines del restaurante 1830, La Habana, 25 de diciembre de 1965. (CORTESÍA DE ALEX HERNANDEZ)
Por Manuel Zayas | Nueva York | Diario de CubaAl terminar el año 1965, Ramón Lamadrid parecía un muchacho alegre. El día de Navidad se reunió con sus amigos en el restaurante habanero 1830, en cuyos jardines se tomó las que serían sus últimas fotos. Un mes después, aquel joven de 18 años era un rebelde en fuga, escapado de un campo de concentración. Y como tal, recibía unos disparos en el vientre.
"Él fue el primer monaguillo de San Juan de Letrán. Yo entré allí en el 59 o 60 y él fue el que me enseñó a ayudar en misa", me escribió su amigo Alex Hernández desde Miami. El muchacho "se ganaba la vida como mensajero de la farmacia Rojas, cuya dueña era Célida Rojas y estaba justo al lado de la bodega La Mascota, en [las calles] G y 17. Su bicicleta era parecida a la que sale en la película Pee Wee".
"A Ramoncito le dispararon al salir de la casa de su madre en Marianao, el 24 de enero de 1966. Le tiraron y le agarraron el bajo vientre los jenízaros de la policía militar castrista porque se había fugado del campo de concentración de la UMAP en Camagüey unos días antes". Malherido "lo llevaron al Hospital Naval, donde dos semanas después falleció. Las únicas que lo iban a ver allí fueron Dulce, Regina y Rosalía Álvarez", quienes frecuentaban la iglesia de San Juan y eran vecinas de la farmacia donde el muchacho trabajaba.
Ramón Lamadrid fue uno de los 30.000 jóvenes cubanos considerados desafectos por el régimen que fueron enviados entre 1965 y 1968 a los campamentos de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP).
"Nunca conocí a la familia de Ramoncito ni fui a su casa ni supe donde vivía exactamente, pero estudiamos en la misma primaria de G entre 15 y 17, en lo que había sido la Escuela Baldor. Yo vivía por allí, en 17 entre F y G, con mis abuelos y padres hasta que en 1973 nos mudamos a México", relata Hernández, quien no puede olvidar la historia del compañero muerto. "Lo enterraron en el panteón de Dulce María González-Lanuza, que en aquel tiempo era directora del catecismo en San Juan de Letrán."
Según fuentes oficiosas, el saldo del horror de las UMAP dejó como resultado 72 muertes por torturas y ejecuciones, 180 suicidios y 507 personas enviadas a hospitales siquiátricos. El escritor Norberto Fuentes ha sido portavoz de esas cifras. El régimen cubano ha preferido, en cambio, mantener esos números en el mayor secreto.
Archivo Cuba, un proyecto de registro de víctimas de la represión del régimen cubano, tiene documentada la historia de Ramón Lamadrid entre nueve casos de ejecuciones extrajudiciales o deliberadas y de desapariciones relacionadas con las UMAP.
A sabiendas de que no han sido las únicas muertes que se sucedieron allí, el registro de los nombres de las víctimas, de sus historias o de alguna memoria gráfica, resulta una tarea difícil por la falta de libertad de prensa y la inexistencia de una justicia independiente en la Isla, a lo que se suma el secretismo del régimen cubano, que no ha permitido una investigación ni la apertura de sus archivos.
La historia de Ramón Lamadrid es solo un ejemplo del encubrimiento con que se han asociado las muertes violentas de las UMAP. De entre los escasos nueve casos documentados, el suyo es el único que se acompaña de memoria gráfica: unas fotografías facilitadas por un amigo constituyen la única fe de vida de cómo lucía aquel joven de 18 años en las lejanas navidades de 1965. En su ficha de Archivo Cuba se señala lo que parece ser otra incógnita: la causa de la muerte no aparece reflejada en su certificado de defunción.
'Consejos de Guerra'
Un discurso pronunciado por Fidel Castro en la escalinata de la Universidad de La Habana el 13 de marzo de 1966 ya había puesto en alerta a la población cubana de la existencia de aquellos campamentos. El Máximo Líder se había explayado, amenazante.
Justo un mes después, la opinión pública resultaba tan desfavorable a las UMAP que el Gobierno echó a andar su maquinaria de propaganda, la prensa oficial, la única permitida en Cuba. Es así que en un mismo día, el 14 de abril de 1966, las ediciones de los periódicos El Mundo y Granma publicaron sendos reportajes a página completa sobre los campamentos.
Mientras elogiaba las bondades de las UMAP, el reportaje de Granma señalaba que los abusos cometidos allí fueron resueltos mediante Consejos de Guerra.
"Cuando comenzaron a llegar los primeros grupos que no eran nada buenos, algunos oficiales no tuvieron la paciencia necesaria ni la experiencia requerida y perdieron los estribos. Por esos motivos fueron sometidos a Consejo de Guerra, en algunos casos se les degradó y en otros se les expulsó de las Fuerzas Armadas", escribió el periodista oficialista Luis Báez.
En el reportaje de Granma no se hablaba de la naturaleza de los abusos, ni de cuántos oficiales fueron sancionados con degradación o expulsión del Ejército. Ni se mencionaba siquiera el nombre de Ramón Lamadrid, muerto violentamente poco tiempo atrás. En aquel párrafo se le ponía inicio y fin a la crueldad de las UMAP: eso era lo que el periódico del partido único se permitía hablar de los crímenes cometidos en aquellos campos de concentración cubanos.
Más de tres décadas después, el profesor e investigador cubanoamericano Emilio Bejel escribiría en el libro Gay Cuban Nation: "Aunque no es fácil obtener documentación precisa, es conocido que inicialmente algunos reclutas fueron tratados tan inhumanamente que algunos oficiales responsables fueron luego ejecutados". ["Although precise documentation is not easy to obtain, it is known that initially some recruits were treated so inhumanely that some of the officials responsible were later executed."]
En septiembre de 2012, Bejel participó en un panel sobre la situación de los gays bajo Castro, organizado por la Biblioteca Pública de Nueva York. Intrigado por aquellas ejecuciones mencionadas por el profesor y conociendo el reportaje de Granma donde se decía que la única condena que tuvieron aquellos oficiales fue la expulsión o la degradación militar, me acerqué a preguntarle a Bejel cuáles eran sus fuentes. En su libro hacía hincapié en lo difícil de obtener documentación, pero a seguidas señalaba las ejecuciones como hecho "conocido".
—¿Cómo supo de esas supuestas ejecuciones a los responsables? —pregunté.
—Yo no dije que todos los responsables fueran ejecutados. Solo algunos —me respondió, corrigiéndome de memoria.
—De los Consejos de Guerra mencionados en Granma no se dice eso. Se dice que los responsables de los abusos fueron degradados o expulsados del Ejército. ¿Dónde leyó usted que fueran ejecutados?
—No sé, figúrate. Es que es muy difícil obtener documentación. Envíame ese documento —y se despidió.
Un corresponsal extranjero se cuela en un campamento
Hacia agosto de 1966, la existencia de aquellos campos de trabajo forzado era la comidilla entre diplomáticos y corresponsales extranjeros en La Habana. Solo la prensa oficial había informado escuetamente de los abusos, pero ya era vox pópuli que las injusticias no habían terminado con los Consejos de Guerra, ni con la expulsión de algunos militares al mando. El escritor inglés Graham Greene, que entonces visitaba la capital cubana, narraría sobre ello.
Pero el más intrépido de los corresponsales fue, sin dudas, Paul Kidd, quien aprovechó su credencial de periodista canadiense para viajar por toda Cuba y entrar a uno de los 200 campamentos de las UMAP "ubicado cerca del batey El Dos de Céspedes", en Camagüey.
En un escrito, Kidd definiría esa experiencia como única para un periodista occidental, "la de poder seguir la pista de un campo de trabajo forzado escondido en un exuberante campo de azúcar en el centro de Cuba".
Después de 12 días en el país, el corresponsal de Southam News Services era expulsado, supuestamente por haber fotografiado armamento antiaéreo en el malecón habanero y por fingir ser un diplomático canadiense, según el régimen cubano, que se cuidó en extremo de mencionar la visita clandestina de Kidd a un campamento de las UMAP.
En contacto con Judy Creighton, viuda de Paul Kidd, supe que él había muerto el 13 de febrero de 2002. "Como corresponsal extranjero para Southam News de Canadá, Paul viajó extensamente por Europa, el Medio Oriente y fue reportero en Washington y Naciones Unidas antes de ser enviado a Latinoamérica. Creo que amó esa designación de seis años como ninguna otra", me escribió Creighton.
"Después que fue ordenada su salida de Cuba, viajó a México desde donde transmitió las fotografías a agencias de noticias de todo el mundo. Entiendo que recibieron amplia cobertura", precisó la viuda de Kidd.
Y en efecto. El 9 de noviembre de 1966, la agencia de noticias United Press International (UPI) transmitía al mundo la primera noticia sobre los campamentos de las UMAP. El despacho, firmado por Paul Kidd, se hacía acompañar por fotografías de su autoría, "las primeras imágenes sin censurar tomadas dentro de uno de aquellos establecimientos".
Una versión más completa de esa noticia circuló años después dentro de un artículo del mismo autor.
"Por trabajar un promedio de sesenta horas semanales —escribió— los confinados recibían 7 pesos al mes, apenas el precio de una comida medio decente en Cuba. Excepto cuando se esforzaban trabajando bajo la mirada de un guardia armado en un campo cercano, los confinados usualmente permanecían en el campamento por al menos seis meses. Supuestamente elegibles para una breve licencia después de noventa días, a pocos reclutas de las UMAP se les permitía visitar a sus familias hasta que hubieran estado en el campamento el doble de ese tiempo".
Y anadió: "El sistema de disciplina era simple. Los confinados que no trabajaban, no recibían alimentación. Y a menos que su trabajo llegara a la norma asignada, no se les autorizaba salir. En el segundo domingo de cada mes, a los confinados se les permitía recibir visitas de sus familias, que podían traerles cigarrillos y otros pequeños artículos. Si un confinado no obedecía órdenes, esos objetos eran retenidos. Los informes de brutalidad física en los campamentos circulaban ampliamente en Cuba".
El corresponsal resumió la existencia de las UMAP como una fuente de mano de obra casi esclava, hecha a la medida.
Paul Kidd recibió el Premio Maria Moors Cabot de 1966, que otorga la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia. El PEN de escritores canadienses concede cada año un premio con su nombre, el Paul Kidd Courage Prize.
Verde Olivo y otros misterios
Después de que el corresponsal canadiense fuera expulsado, la revista Verde Olivo, órgano de propaganda del Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, publicaba un reportaje elogiando las bondades de esos campamentos y reseñaba un acto que "desbarataba una vez más la sarta de mentiras echadas a rodar por los enemigos de la Revolución que trataban de presentarla como una institución de sometimiento".
El singular acto consistió en la premiación a algunos "macheteros" de las UMAP con la entrega de "motocicletas, refrigeradores, radios y relojes", además de la imposición de medallas a "cuadros de mando". Este sería el tono de los próximos reportajes de la publicación militar cubana. En sus páginas tampoco habría espacio para las víctimas.
Escasa documentación oficial ha circulado sobre aquellos campos de trabajo forzado. Pero entre la que he encontrado, una que llama mi atención: una carta enviada desde las Oficinas del Primer Ministro en la que se le notifica a una madre que "se ha dispuesto dar cuenta de su petición al Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias" a su solicitud de investigación por la muerte de su hijo.
Esa carta aparece reproducida en el libro La UMAP: el gulag castrista (Universal, Miami, 2004) de Enrique Ros, y documenta lo que parece ser otro caso de muerte misteriosa: la de Cayetano Berto Rafael Ramírez Rodríguez, un joven de "débil complexión", que fue ubicado en el campamento de las UMAP de "entronque de Cunagua", y que fue "castigado reiteradamente por el sargento Biscet". "Bajo fuerte afección nerviosa fue trasladado al Central Pina y de allí al hospital Psiquiátrico de Camagüey, donde murió."
"Nunca el Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias respondió a la solicitud de la madre de Berto Rafael", dice una nota de Ros al pie del facsímil de la carta oficial fechada el 20 de octubre de 1967 y que lleva la firma de Celia Sánchez, ayudante de Fidel Castro.
Esos nombres de muertos son los que ninguno de los hermanos Castro quiere pronunciar. Tampoco Mariela Castro, directora del Centro Nacional de Educación Sexual, quien había prometido una investigación a fondo de aquellos crímenes.
Interior de un campamento de la UMAP.
Una de las pocas imágenes de las UMAP que sobrevivió a la censura. (PAUL KIDD)
Facsímil de una carta oficial. Tomado del libro 'La UMAP: el gulag castrista', de Enrique Ros.
|
|
|
|
Los nombres que los Castro no quieren mencionar
Por Leannes Imbert | CubanetEn 1965, una madre cubana gritó, con dolor e impotencia: “¿Habrá alguien, que no sea Dios, con poder suficiente para arrancarle a una madre su hijo, sin decirle siquiera para dónde lo lleva?”. Entonces esa madre ignoraba que Fidel Castro y su pandilla tenían el poder para hacerlo. Hace algunos años, la sexóloga Mariela Castro Espín dijo, para la revista Alma Mater, que “había pedido que la protección de la Constitución de la República de Cuba incluyera explícitamente a los homosexuales”, para evitar la discriminación de que eran víctimas. Y más adelante, el ex presidente Fidel Castro admitió públicamente su “responsabilidad” por las conocidas UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción). Entonces, los ilusos creyeron que la revolución cubana comenzaba a cambiar, después de larga represión e injusticia, y que se proponía tomar el camino correcto.
Pero se trataba solo de otra jugada para limpiar los nombres de los ancianos comunistas, y pretender que saldaban su deuda con los centenares de inocentes que habían sido víctimas de su intolerancia, su odio y su maldad.
No hay dudas de que uno de los grupos sociales que más sufrió (y sigue sufriendo) la represión del régimen cubano ha sido la comunidad LGBT (Lesbianas, gays, bisexuales y transgéneros). A partir de 1959, fueron muchos los horrores perpetrados contra esta comunidad, contra la cual la dictadura se ensañó de modo muy especial. Por ejemplo, las redadas policiales, en 1962, contra proxenetas, prostitutas y “pájaros” (homosexuales), conocidas como “La noche de las tres P”, o el Primer Congreso de Educación y Cultura, en 1971, que decretó el despido masivo y la condena al ostracismo de artistas e intelectuales “de vida amoral y extravagante”; o la aprobación, en 1974, de la ley 1267, que condenaba el “homosexualismo ostensible”, etc.
En las UMAP, creadas en noviembre de 1965, fueron confinados unos 25mil hombres, sobre todo en edad militar, dentro de los que se encontraban religiosos, homosexuales y disidentes, que fueron catalogados como parásitos, vagos y antisociales, mediante uno de los peores engendros “legales” de los Castro.
En los últimos años, este régimen (que es el mismo de siempre y continúa en manos de la misma familia) ha simulado que intenta resarcir aquel horror, sacando a la luz obras de artistas homosexuales que antes había condenado al ostracismo, al exilio y al suicidio; o rindiendo homenajes póstumos que, ante los ojos de quienes no hemos podido perdonar tanto odio y abuso, por los cuales no se ha pedido ni siquiera una disculpa, no aparecen sino como otra de sus comedias de pésimo gusto.
Muchos, sean o no homosexuales, se preguntan si algún día lograremos que los impunes dictadores admitan sus crímenes y se dispongan a pagar por ellos, sean, entre otros, las 72 muertes por torturas y ejecuciones, los 180 suicidios, o los 507 enviados a hospitales psiquiátricos, que, según el escritor Norberto Fuentes, han reflejado las fuentes oficiosas.
¿Tendrán el valor de mencionar, uno por uno, los nombres de sus víctimas y los hechos que, como decía Manuel Zayas, en un artículo del pasado 6 de mayo, “no sólo los hermanos Castro, tampoco Mariela se atreve a mencionar”?
Me pregunto si antes de partir de este mundo, los dos ancianos Castro tendrán el coraje y la decencia de colaborar con la “exhaustiva investigación” que supuestamente lleva a cabo el CENESEX (Centro Nacional de Educación Sexual), para relatar la verdadera historia de sus víctimas, y no sólo de las más conocidas como Arenas, Lezama, Piñera, Cabrera Infante, Padilla, sino también la de cientos de confinados en las UMAP, como René Ariza, José Mario, Héctor Aldao, el pintor Aníbal, Jorge Ronet, Félix Luis Viera, Emilio Izquierdo (hoy dirige la Asociación de ex confinados UMAP), Bernardo Aloma Ortiz (cuya madre, Clara Ortiz, me ha contado sobre los horrores que padeció su hijo en aquellos campamentos), el dramaturgo Héctor Santiago, Luis Becerra (estudiante de 16 años de Santa Clara), Jorge Blondín Iparraguirre (protestante de 26 años y trabajador agrícola del central Washington), Julio Rivero (oficinista de Santa Clara), Rigoberto González (homosexual de 40 años, dueño de un taller automotor), Pedro Bernia (campesino evangelista de 20 años de edad), Manuel Valle (de la Logia de Orfelos, de 20 años de edad), Eurípides Ferrer (estudiante de Cabaiguán, de 23 años), Víctor Soriano (obrero fabril de Cienfuegos), Guillermo Jiménez (de Ranchuelo, 30 años), más un larguísimo etcétera.
Es cierto que aquellos campos de trabajo forzado causaron dolor no sólo a los homosexuales y sus familiares, sino también a “artistas, bailarines, testigos de Jehová, aristócratas, católicos, desertores del Servicio Militar Obligatorio, vagos, proxenetas y poetas”, como ya lo narró Félix Luis Viera. Pero, como homosexuales de hoy, nos corresponde sacar a la luz todo aquel horror que a muchos les hizo recordar el libro Los hombres del triángulo rosa, de Heinz Heguer, que narra la manera en que los nazis alemanes cargaron con los homosexuales en Berlín y los llevaron al campo de concentración de Sachsenhausen.
Los judios de la dictadura cubana
Ya lo dijo una vez Jean Paul Sartre: “A los homosexuales cubanos les tocó ser los judíos de este proceso”. Y estos son los nombres que los Castro no quieren mencionar, los nombres de inocentes, víctimas, personas que no habían cometido delito alguno, o si eran responsables de alguno, sería el de profesar una religión, o de tener orientaciones sexuales calificadas de prejudiciales por las autoridades de gobierno, o de expresar modas y maneras que no se avenían con el proyecto de alcanzar, en un futuro lejano, ese sueño del Hombre Nuevo, que, como tantos otros venidos del mismo lugar y momento de la historia, nunca llegó a realizarse.
Las UMAP fueron un engendro fascista que el CENESEX no tendrá manera de justificar. Como bien dijo el autor de Un ciervo herido, “no fue un acto defensivo, no fue una medida para enfrentar esta u otra posibilidad de agresión presente o futura, fue, simplemente, un acto atentador contra personas inocentes, una acción discriminatoria que tiene su origen en la enjundia excluyente del sistema político que concibió esta afrenta”.
Cuando ex confinados de la UMAP se dieron cita, el pasado 3 de marzo, en Estados Unidos, y expresaban que de alguna manera hubo pecado también en el hecho de que muchos cubanos se quedaron sin hacer nada cuando ellos comenzaron a gritar con todos sus pulmones que “los revolucionarios estaban violando sus derechos”, con la esperanza de que otros vinieran en su ayuda, tenían absoluta razón.
Coincido con ellos en que el miedo a la ira de los Castro, el miedo a la muerte, fue lo que impidió a muchos enfrentarse a la tiranía en aquel momento. Hoy, en nombre de la generación de homosexuales y luchadores que anhelamos la libertad, me pregunto, como algunos sobrevivientes de la UMAP, ¿qué podemos hacer para que esa historia no se repita?
Creo que la respuesta es simple: Aunque es cierto que el exilio cubano (así lo expresó Héctor Santiago), por un problema tal vez de prejuicios moralistas, no ha sabido hacer hincapié en el tema de la discriminación y la represión que han sufrido los homosexuales en Cuba, pienso que los que aún estamos en la Isla y los hermanos de la diáspora debemos emplazar, juntos, al régimen para que admita sus crímenes y pague por tanto dolor.
Se sabe que el régimen hizo desaparecer muchos documentos y pruebas, para borrar las huellas del sufrimiento que infligió sistemáticamente a tantas personas inocentes. Pero se equivocan los Castro si creen que lo lograrán. Los cubanos no olvidaremos ese capítulo de nuestra historia y continuaremos insistiendo en que, al menos, quede claro quienes fueron los responsables de tanto horror, aunque mueran sin pedir disculpas. Las víctimas y sus familiares no pueden, ni deben, olvidar.
|
|
|
|
Para colaborar con Mariela Castro Sexta y última parte de una serie sobre las atrocidades sufridas por quienes fueron enviados a las UMAP. Creo que Mariela Castro, y cualquier ser medianamente pensante, podría concluir, sin necesidad de análisis alguno, que en las UMAP no se iba a reeducar nadie, como aseguraban las autoridades. Resulta elemental que ningún ser humano se reeduca por medio de la persuasión consistente en el pánico, el trabajo agotador, el aislamiento. Allí más bien se sembró el odio contra el verdugo, porque verdugos fueron quienes dictaminaron que unos hombres eran inferiores a ellos y, por tanto, merecían el desprecio, la humillación.
ALGUN DIA LA HISTORIA LOS CONDENARÁ
Quizás no pocas personas de las que han leído o escuchado las declaraciones de la señora Mariela Castro, en uno y otro sitio del mundo, coincidan conmigo en que la sexóloga cubana se expresa de manera candorosa casi siempre, y que candor exhalan sus expresiones faciales, sobre todo su sonrisa. ¿Será ella así en verdad?
Mariela Castro, en los últimos años, se ha convertido en una especie de heraldo —¿seráfico?— que llega hasta nosotros para avisarnos de cuestiones del “pasado revolucionario” que deberían ser esclarecidas. Sin embargo, cuando aborda el tema de las UMAP, nos confunde un poco con expresiones que parecen elementales o demasiado obvias. Viene y dice:
1) “Hay que aprender de la historia con honestidad y transparencia y asumir responsabilidades. No hay que tenerle miedo a los errores cometidos, hay que aprender de ellos”. ¿Y esto para quién será? ¿Qué se puede aprender, a estas alturas, de aquellos “errores”? ¿Y las enseñanzas que se obtuvieran, en caso de que así fuera, dónde, en el tiempo y el espacio, se aplicarían?
2) “Explorar en la historia nos da muchas pistas”. Esto es verdad. Verdad.
3) “La historia real [sobre las UMAP] todavía no se conoce”. Ni se va a conocer si ella, al parecer la encargada del asunto, se basa sólo en “los testimonios que tiene y de otros que ya le anuncian personas interesadas en narrar sus vivencias”. Porque yo pienso que las “personas interesadas en narrar sus vivencias”, a ella precisamente, deben ser personas, en su mayoría, encariñadas con la élite gobernante. Digo yo. Y otro detalle: no se puede demorar mucho más la “investigación” porque de aquellos 22.000 hombres —otros dicen que 43.000; el padre de Mariela Castro debe saber cuál es la cifra correcta— ya muchos han muerto.
Un aspecto que esperamos conozca la psicóloga cubana es que el suplicio de los confinados en las UMAP no terminó cuando salieron de aquellos campamentos. Todavía arrastran el estigma, los que viven, y lo arrastraron toda su vida los que ya han muerto: esa mancha de ser “ex soldado” UMAP; es decir, siguen siendo victimarios, no víctimas. Muy pocos han logrado sobreponerse frente a la discriminación que, por ese pecado que cargan, han debido enfrentar para ascender en ciertas facetas de la vida. Pero según Mariela Castro pedir perdón por las UMAP “sería una gran hipocresía”, sería “como quitarse la responsabilidad de encima”. Yo pienso, sin embargo, que cuando ya el mal que hemos hecho resulta irreparable, sólo solicitar el perdón nos podría redimir en alguna medida o tal vez del todo.
Si a lo que mencionábamos antes —esa cruz que llevan aún la mayoría de los ex UMAP que viven en la Isla— se le añade esa otra secuela, la psicológica, precisamente, tendremos que el daño es grave, muy grave. Podríamos citar a varios de aquellos hombres que después, jamás, pudieron conciliar el sueño sin el tratamiento clínico correspondiente. A varios que luego de haber sido liberados resultaron discriminados en sus centros de trabajo, o por el Comité de Defensa de la Revolución de la cuadra, o abandonados por sus parejas, sus amigos, sus vecinos, porque esos hombres que habían estado en las UMAP, sin duda, pensarían quienes los obviaban, eran la “lacra social”, de acuerdo con lo que pregonaba el régimen, ¿y qué beneficios podría traerles a los que intimaran o continuaran intimando con ellos, en medio de una “sociedad de justa moral socialista”? De cualquier manera, es elemental que para quien tenga acceso al poder, como es el caso de la señora Mariela Castro, no sería difícil acceder a los expedientes, que ahí están, guardados aún, sin duda; porque a más de 20 y de 30 años de distancia a no pocos ex UMAP, en el momento de optar, digamos, por “un puesto de confianza”, “les ha salido el expediente”; es decir, les ha salido esa culpa que deben cargar. Para la investigación que intenta la psicóloga Castro, aparte de la que hiciese en el terreno, le serviría de mucho consultar esos expedientes. Entonces vería que la mayoría de los confinados eran hombres de bien, con defectos, con debilidades que aunque no concordasen con la maqueta del Hombre Nuevo, se ceñían perfectamente a la idea que tenemos de lo que es un Ser Humano. Quizás la sexóloga Castro, luego de revisar la documentación, concluiría que los más inocentes de aquellos encerrados vestidos de azul eran los homosexuales, puesto que estos, en su anterior vida de civiles, no habían dejado de trabajar los sábados porque fuesen adventistas del Séptimo Día, no habían dejado de saludar a la bandera porque fueran testigos de Jehová, no habían estimulado el “diversionismo ideológico” porque auxiliaban al sacerdote en la iglesia católica de su zona.
Creo que Mariela Castro, y cualquier ser medianamente pensante, podría concluir, sin necesidad de análisis alguno, que en las UMAP no se iba a reeducar nadie, como aseguraban las autoridades. Resulta elemental que ningún ser humano se reeduca por medio de la persuasión consistente en el pánico, el trabajo agotador, el aislamiento. Allí más bien se sembró el odio contra el verdugo, porque verdugos fueron quienes dictaminaron que unos hombres eran inferiores a ellos y, por tanto, merecían el desprecio, la humillación.
Vuelvo a las líneas iniciales para de nuevo preguntarme: ¿es su personalidad candorosa la que lleva a la psicóloga Mariela Castro a afirmar lo evidente, y a negar lo evidente? ¿Será?, ¿será el candor?
Y por otra parte, si bien ella considera que el régimen no debe pedir perdón por aquella iniquidad… Nosotros, hermanos, perdonemos.
Félix Luis Viera
|
|
|
|
CINCUENTA Y TRES AÑOS DE LA CREACIÓN DE LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN UMAP
El horror de las UMAP dejó como resultado: 72 muertes por torturas, ejecuciones, 180 suicidios, y 507 personas enviadas a hospitales siquiátricos. Te recogían en la calle, como a un delincuente, y te encerraban en un calabozo, después te enviaban al Campo de Concentración de Trabajo. Ya pasaron cincuenta y tres años, pero el miedo persigue a quienes allí estuvieron.
LAS UMAP O EL MIEDO A DECIR LA VERDAD
TRABAJOS FORZADOS, REEDUCACIÓN POLÍTICA, TRATAMIENTO DE LA HOMOSEXUALIDAD
COMO ENFERMEDAD, INSTRUMENTO PARA LA MODERNIZACIÓN DEL EJÉRCITO, ESO FUE LAS UMAP
Camagüey es una de las regiones más reverenciadas de esta isla; pudieron ser la fertilidad de sus tierras o las, en otros tiempos, bondades de su ganadería, las razones que propiciaron tales admiraciones. Camagüey fue testigo de ilustres nacimientos. Allí vieron la luz; Ignacio Agramonte, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Fidelio Ponce, Severo Sarduy…
Camagüey, que miró el origen de “Espejo de paciencia”, la primera de entre las obras literarias escritas en Cuba, es considerada la zona lingüística más conservadora del país, el sitio donde menos variaciones fonéticas se producen. Sus habitantes no eliminan al hablar, como sucede en casi todo el resto de la ínsula, la consonante al final de la sílaba, ni pronuncian “pakke” en lugar de parque, pero algo ensucia, tristemente, su historia…
Aunque no fuera por decisión de sus habitantes, 69 años después de la reconcentración comandada por el militar español Valeriano Weyler, Camagüey sería testigo de otro doloroso capítulo en la historia cubana. Allí, al estilo Weyleriano, se crearon, ahora por orden del recién fundado Partido Comunista, las Unidades Militares de Apoyo a la Producción (UMAP), en noviembre de 1965. En más de cincuenta campamentos concentraron a homosexuales y religiosos, a quienes obligaron a realizar trabajos forzados, y recibieron idénticos castigos quienes tuvieron la “osadía” de querer abandonar el país, la “revolución”.
Algo se ha dicho de esa barbarie que ya cumplirá cincuenta y tres años y de la que todavía quedan testigos, aunque el discurso oficial jamás los mencione ni decida pedirles perdón. “El trabajo hace libre”, así se lee aún en Auschwitz, y lo mismo creyeron los comunistas cubanos cuando encerraron a sus coterráneos en esos camagüeyanos campos de concentración, suponiendo que el castigo los alejaría del “pecado”, curiosa conexión entre nazis y comunistas.
La disposición fue despótica, lo que sin dudas pretendían, pero nunca imaginaron los verdugos que, al menos en algo, esos vínculos resultarían “liberadores”. Y no dudo que esta afirmación parezca desmedida, que lo es, pero solo en apariencia. Injusto fue el trabajo forzado y también el aislamiento, pero algunas pequeñas “ventajas” trajeron aquellas concentraciones, y con las que no contaron los represores.
Con el aislamiento, y al peor estilo nazi, los comunistas pretendieron depurar; con la reclusión creyeron que saneaban, que creaban, de la noche a la mañana, un “hombre nuevo” alejado de “vicios” que impedían ser parte una “sociedad nueva”. Advirtieron, con exaltados discursos, que la “lacra” no tendría espacio, y que, de la noche a la mañana podrían “masculinizarlos”.
Entonces juntaron el “vicio”, su peor error. El vínculo forzado con sus iguales los hizo, en algo, sentirse más libres. Quizá esta afirmación parezca desmedida, pero propongo imaginar uno de esos campamentos en medio de la vasta llanura camagüeyana, pensemos en un albergue repleto de homosexuales y con las puertas cerradas.
Imaginemos a unos hijos alejados de la mirada represora de los padres. Pensemos en muchachos educados en una fe cristiana que reprimió sus “desviados” instintos. Supongamos a jóvenes alejados de la “vigilancia del CDR”, y también a guardias y oficiales alertados, pero también separados de la casa, de sus novias, de sus esposas e hijos. Imaginemos, en la piel de todos, los deseos.
No son pocos los testimonios que escuché hasta hoy de algunos de aquellos reconcentrados, todos coincidían en el terror que los asistió cuando fueron obligados a montar en el vagón de un tren atestado de sus mismos “amaneramientos”, repletos de “plumas” los camiones. Los represores nunca pensaron que tanta semejanza despertaría complicidades, cierta liberación. Si ya estaban castigados lo mejor sería sobrevivir.
Hace unos meses propuse recoger algunas de estas historias y la idea fue bien acogida. Un amigo, con quien trabajé hace años en el Instituto Cubano del Libro, y que estuvo recluido en aquellas “unidades” propiciaría el encuentro, los testimonios. El entusiasmo me hizo pensar el espanto del “gobierno revolucionario” ante las denuncias, que está vez serían los menos visibles, aquellos que no hablaron en “Conducta impropia”.
Pensé en “Florecita” contándose ella misma, sus deseos, recordando aquel día de su cumpleaños, cuando sus compañeros de infortunio llenaron de flores su camastro, y le preguntaron si le gustaba más la rosa que el clavel, para que ella respondiera sin dudar: “¿A mí? ¡A mí la p…!”, para llorar luego “agradecida”.
No pude conseguir de Florecita el testimonio. Aquel amigo, quien sufrió dos años completos en uno de aquellos “gulags” sintió miedo cuando supo que cada testimonio se haría visible en CubaNet y soltó un no rotundo. ¿Temía realmente a CubaNet? ¡Temía al gobierno que CubaNet denuncia! Y me quedé sin los testimonios de “Elena y Moraima”, aquellos muchachos inseparables. Yo pretendía que contaran de aquella jornada cuando, por castigo, los separaron en el campo de caña, para que rindieran más. Aquel día en el que Elena clamó por su amiga y altísimo chilló: ¡Moraimaaa!
Nadie como Moraima para explicar la furia del guardia tras el chillido. “¿Coño, quién gritó Moraima?”, a lo que la aludida respondió precisa, y contoneándose: “¡Elena!”. Sin dudas la “revolución los castigó pero siguieron cumpliendo sus deseos, sus esencias, como “Dolores Rondón”, camagüeyana y mulata como la “original”, quien cada noche fue “cuadrúpeda” para recibir las ofrendas que ofreció aquel guardia a quien alejaron de su mujer y de sus hijos para cumplir con su “deber revolucionario”.
Ya pasaron cincuenta y tres años de la creación de las UMAP, pero el miedo persigue a quienes allí estuvieron. El gobierno sigue siendo el mismo; “hombres de su tiempo”, como dijera Mariela Castro. ¿De qué tiempo? ¿Del dolor, del miedo al castigo? Aquellos hombres, de su tiempo, castigaron, reprimieron, obligaron al sol y al machete, al escarnio.
El olvido, ese que resulta voluntario, selectivo, ese que aparece tras el miedo, hace que perdamos cada huella del desastre y desaparezca la memoria, esa que deberá mantener vivos los acontecimientos de ese pasado reciente, latente aún, aunque tengamos la certeza de que en este país es esencial el olvido para mantener la vida y su integridad.
Importante es que chillen “Elena y Moraima, Florecita y Dolores Rondón”, que chillen mientras les quede vida, y que exijan a la memoria para que la verdad no perezca. El olvido y el miedo legitiman, y eso lo sabe bien aquel que reconoció el pánico a la hora de dar su testimonio a CubaNet, aunque a ratos reviva aquellos días de terror o se mire parado detrás de una ventana, cuando se suponía en la pantalla del televisor, cuando se creyera Consuelo Vidal, y con miles de ojos encima, anunciando el jabón “Rina”.
“Piensen que esto ha sucedido, recomendó Primo Levi en su Trilogía de Auschwitz: … Al estar en casa,/ al ir por la calle,/ Al acostarse, al levantarse;/ Repítanla a sus hijos…/”. Es importante que no nos agote el miedo, que no se olvide el genocidio nazi. Recordemos la reconcentración de Weyler, las UMAP, esa moderna reconcentración que propiciaron los comunistas cubanos.
JORGE ÁNGEL PÉREZ
|
|
|
|
ACADEMIAS PARA PRODUCIR MACHOS EN CUBA
En los años sesenta cerca de treinta mil jóvenes fueron internados en campos de trabajo forzado. Las vejaciones que tuvieron lugar en las UMAP, en nombre de la “higiene social”, dan cuenta del componente homofóbico de la Revolución cubana.
1965 y 1968 UMAP EN CUBA
Entre 1965 y 1968 el gobierno cubano emplazó, en la región central del país, decenas de campos de trabajo forzado conocidos como Unidades Militares de Ayuda a la Producción (umap), adonde fueron enviados alrededor de treinta mil hombres bajo la cobertura de la ley del Servicio Militar Obligatorio (smo). La estructura híbrida entre campos de trabajo y unidades militares sirvió para camuflar los objetivos reales del reclutamiento y desligar a las umap de la tradición del trabajo forzado. De este modo se podía justificar la organización y la disciplina de tipo militar a que estaban sometidos los confinados. En noviembre de 2015 se cumplieron cincuenta años de que el régimen implementó este experimento.
Generalmente, los historiadores han evitado la investigación sobre las políticas estatales de control social basadas en el trabajo forzado, la concentración y el aislamiento de miles de ciudadanos en granjas creadas durante los años sesenta. Asimismo, han rechazado la utilización de estos términos, como si no aplicaran al caso del socialismo cubano, o su uso no fuera “políticamente correcto”. Por otra parte, los testimonios y narrativas producidas por exconfinados de las umap casi siempre han estado bajo sospecha. La fascinación por las barbas y los uniformes por parte de la prensa mainstream de Europa y Estados Unidos, conjugada con las poderosas imágenes construidas por la propaganda revolucionaria, habían opacado hasta hoy los testimonios de los exiliados cubanos sobre sus terribles vivencias en dichas unidades.
Esas historias pasaron a formar parte de un relato anticomunista al que supuestamente los exiliados tenían que acudir para poder sobrevivir fuera de Cuba. Al menos eso pensaba Ambrosio Fornet, uno de los intelectuales más reconocidos en la isla, cuando en 1984 fue entrevistado por Gay Community News. Aunque reconoció que las umap fueron una suerte de “academia para producir machos”, Fornet criticó las visiones que sobre la represión ofrecieron escritores y artistas cubanos exiliados en el documental Conducta impropia (1984) de Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal. De acuerdo con Fornet, la mayoría de los testigos que aparecieron en el filme mintió sobre las umap y los escritores estaban diciendo “lo que deben decir porque están viviendo del anticomunismo”. “La idea de un Estado policial represivo que persigue personas es totalmente absurda y estúpida”, agregó.
Las umap no pueden ser entendidas como una institución aislada, sino como parte de un proyecto de “ingeniería social” orientado al control social y político. Es decir, una tecnología que involucró a los aparatos judicial, militar, educacional, médico y psiquiátrico. Para el emplazamiento de las unidades se emplearon complejas metodologías para la identificación de determinados sujetos, su depuración dentro de las instituciones y organizaciones políticas y de masas, hasta el reclutamiento e internamiento.
Masculinización y militarización
Varios fueron los criterios que las autoridades tomaron en cuenta para reclutar e internar a miles de sujetos en los campos de trabajo forzado. Uno de ellos fue la homosexualidad y se calcula que alrededor de ochocientos homosexuales fueron recluidos en las unidades. Sin embargo, también hubo otras razones políticas.
A mediados de los sesenta, Cuba estuvo involucrada en un proceso transnacional de construcción del socialismo junto a la Unión Soviética, el bloque de países socialistas del Este y China. Estos regímenes invirtieron muchos recursos simbólicos en la creación de estereotipos nacionales que estuvieron asociados casi siempre a complejos procesos de masculinización. En ese sentido, el concepto de “hombre nuevo” fue uno de los ideales más poderosos dentro de estos sistemas, aunque había sido utilizado también por el nazismo alemán y el fascismo italiano.
En el caso cubano, ese concepto estuvo asociado a un campo ideológico más amplio de homogeneización social en el que la moda, las prácticas urbanas de sociabilidad, los credos religiosos y la actitud ante el trabajo fueron elementos claves para armonizar con la visión normativa oficial. De ahí que no resulte extraño que a las umap fueran enviados, además de homosexuales, delincuentes, religiosos, intelectuales o simplemente muchachos de ascendencia burguesa.
Aunque el emplazamiento de los campos de trabajo forzado se realizó a fines de 1965, estas unidades se crearon bajo la cobertura de la ley 1129 del 26 de noviembre de 1963 que estableció el Servicio Militar Obligatorio (smo), durante un período de tres años, para los hombres comprendidos en las edades entre dieciséis y 45 años. La ley eximía a aquellos que fueran el único sostén económico para sus padres, esposa e hijos. Al menos en teoría, permitía el aplazamiento del reclutamiento a aquellos jóvenes que estuvieran terminando el último año de estudios secundarios, preuniversitarios o universitarios.
Sin embargo, las autoridades utilizaron discrecionalmente estos acápites con un criterio político cuando se trataba de las umap. Algunos jóvenes que constituían el único sostén familiar fueron reclutados sin importar las consecuencias en esas economías domésticas. Muchos estudiantes de diferentes niveles educacionales que estaban a punto de graduarse se convirtieron en elegibles para incorporarse al smo, porque fueron expulsados a través de un proceso de “depuración”. Este proceso que comenzó a mediados de 1965 –unos pocos meses antes del primer llamado a las umap– tuvo un carácter de “purga”, de cruzada social, encabezada por la Unión de Jóvenes Comunistas (ujc) contra aquellos que no eran percibidos como “revolucionarios”.
En un comunicado publicado en la revista Mella, el 31 de mayo de 1965, la ujc conminaba a los estudiantes de la enseñanza media superior a expulsar de los planteles a los “elementos contrarrevolucionarios y homosexuales” en el último año, para impedir su ingreso a las universidades. También se menciona a aquellos que demostraran “desviaciones”, “algún tipo de blandenguería pequeñoburguesa y que sean apáticos a las actividades revolucionarias que realiza el estudiantado”. Estos debían integrarse al Servicio Militar Obligatorio para “ganarse el derecho” de ingresar a la universidad. “Ustedes saben quiénes son, los han tenido que combatir muchas veces apliquen la fuerza del poder obrero y campesino, la fuerza de las masas, el derecho de las masas contra sus enemigos. ¡Fuera los homosexuales y los contrarrevolucionarios de nuestros planteles!” Así terminaba el comunicado.
Pocos días después, la revista Alma Mater, el órgano oficial de la Federación Estudiantil Universitaria (feu), se sumaba a esta política y aseguraba que la depuración era el resultado del momento histórico y una “necesidad para el desarrollo futuro de la Revolución”. Se insistía en que las depuraciones contra los contrarrevolucionarios y los homosexuales no debían entenderse como dos procesos aislados, sino como uno solo. “Tan nociva es la influencia y la actividad de unos como de otros en la formación del profesional revolucionario del futuro”, se sentenciaba.
Una vez que las purgas finalizaron, esos muchachos quedaron expuestos y a merced del Estado. Su entrada a las umap era cuestión de tiempo. Apenas terminaron las depuraciones, a través de los Comités de Defensa de la Revolución (cdr), una de las instituciones de vigilancia más efectivas creadas para el control social y político en Cuba, se hicieron censos para identificar a los jóvenes que no trabajaban ni estudiaban. Esa información se le suministraba al Ministerio del Interior y al Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (Minfar), las entidades encargadas del reclutamiento de las umap.
Ya en 1964 Fidel Castro se vanagloriaba del impacto que el smo estaba teniendo en la juventud cubana y resaltaba el fracaso de instituciones como la familia y la escuela en la educación de los jóvenes. “Pues bien, lo que no pudieron enseñarles en la casa –señalaba–, lo que no pudieron enseñarles en la escuela, lo que no pudieron enseñarles en el instituto, lo aprendieron en el ejército, lo aprendieron en una unidad militar.” Por su parte, su hermano Raúl Castro Ruz, entonces ministro de las far, aseguró en un discurso pronunciado el 17 de abril de 1965 que los objetivos de la Revolución solo se podían alcanzar con “una juventud con un carácter templado”, con un “carácter firme”, “forjado sobre el sacrificio”, alejado de las “blandenguerías”. Una juventud que se inspirara “no en los bailadores de twist ni de rock and roll, ni tampoco en las manifestaciones de alguna pseudointelectualidad”, una juventud que se alejara “de todo lo que debilita el carácter de los hombres”.
La utilización económica del cuerpo
A través de estos procesos de militarización y masculinización se trataba no solo de corregir gestos y posturas, sino de reorientar y reintegrar esas fuerzas y cuerpos a un aparato económico. La retórica de la guerra, empleada recurrentemente por los líderes de la Revolución, se integró al discurso ideológico y económico en forma de campañas de tipo militar y los trabajadores fueron vistos como héroes y soldados, no solo para insertarlos en una ritualidad política sino para utilizarlos como fuerza de trabajo sin tener que compensarlos económicamente. En un artículo de 1969, el economista Carmelo Mesa-Lago hacía un análisis de las formas de trabajo no pagado durante los años sesenta en Cuba y entre esos modelos mencionaba a las umap. De acuerdo con Mesa-Lago, el gobierno logró ahorrar por concepto de trabajo no pagado alrededor de trescientos millones de pesos cubanos, entre 1962 y 1967.
A mediados de los sesenta, la economía cubana estaba subordinada al azúcar; pero la mecanización del corte de caña no estaba generalizada, por lo que el éxito de las zafras dependía del corte manual. En ese período las zafras azucareras empezaron a formar parte del gran salto ideológico que Fidel Castro tenía previsto para 1970. El máximo líder pretendía llevar a la isla a una etapa superior de construcción del socialismo con una zafra de diez millones de toneladas de azúcar. Para lograr el golpe de efecto, Castro necesitaba movilizar y desplazar una importante cantidad de fuerza de trabajo hacia las zonas donde existían grandes plantaciones de caña. La provincia de Camagüey, con extensiones considerables de tierra y escasa mano de obra, fue escogida de modo estratégico para el emplazamiento de las umap a fines de 1965.
De este modo, las unidades se insertaron dentro de la economía planificada socialista, al igual que había sucedido en la Unión Soviética con el gulag (Dirección General de Campos de Trabajo). Vladimir V. Tchernavin, que logró escapar de un gulag soviético, describe cómo a partir de 1930 esa institución se convirtió en una gran empresa de trabajo forzado con apariencia de corporación correctiva, que permitió establecer planes de desarrollo en lugares donde habría sido muy difícil sin echar mano de ese instrumento. De acuerdo con Tchernavin el gulag presentó una estructura y funciones similares a las de una empresa estatal, estaba organizado en forma de unidades militares y los detenidos recibían un pago miserable por el trabajo.
Algo similar sucedió con las umap. Los confinados de estas unidades, así como otros reclutados por el smo, recibían un pago de siete pesos mensuales y eran compelidos a participar dentro de lo que se conoce como “emulación socialista”, una especie de competencia para incentivar la producción en la que los “vanguardias” no recibían compensación económica, sino diplomas o reconocimientos en actos políticos y de masas.
“Higiene social revolucionaria se llama esto”
Podría decirse que a inicios de 1959 el pánico moral fue el encuadre ideológico en el que se basó la campaña de regeneración nacional a la que fue convocada toda la nación para liquidar los “vicios” del pasado y consolidar el poder revolucionario. Pero muy pronto ese marco de tipo religioso fue complementado con los discursos de higiene y la noción de “enfermedad social”.
El 15 de abril de 1965, varios meses antes de que se hiciera el primer reclutamiento de las umap, el escritor Samuel Feijóo publicó en el periódico El Mundo “Revolución y vicios”, un texto que da cuenta de las tensiones que provocó la unión de los discursos religioso, político e higiénico. Entre los vicios que quedaban por liquidar, el escritor señalaba el alcoholismo y el “homosexualismo campeante y provocativo”. “No se trata de perseguir a homosexuales –aseguraba–, sino de destruir sus posiciones, sus procedimientos, su influencia. Higiene social revolucionaria se llama esto.”
De este modo, los discursos de higiene y aquellos provenientes del campo de la psicología se adecuaron para la justificación de las umap. Las unidades se convirtieron en un espacio de cuarentena, un laboratorio que permitía no solo mantener a los confinados aislados, sino también la oportunidad de estudiarlos. En mayo de 1966, a unos meses de emplazadas las umap, María Elena Solé integró un equipo de psicólogos y médicos que formó parte una operación secreta organizada por la dirección política del Minfar, para diseñar y trabajar en programas de rehabilitación y reeducación de homosexuales en las umap.
De acuerdo con el testimonio que Solé me dio en marzo de 2012, el trabajo del equipo consistía en “evaluar desde el punto de vista psicológico a estas personas”. Pero la evaluación y clasificación no se basó exclusivamente en aspectos relacionados con la configuración genérico- sexual de los individuos, sino que intervino también un criterio ideológico.
El equipo de psicólogos echó mano de la noción de “afocancia”, un cubanismo no recogido por el drae, que se ha utilizado para describir de modo negativo a personas que se distinguen públicamente por determinadas características físicas o morales. Así, se diseñó un patrón a, es decir “afocante”, para distribuir a los homosexuales en cuatro escalas: a1, a2, a3 y a4. Como “afocantes” tipo 1 se consideraba a aquellos “que no hacían ostentación de su problema y eran revolucionarios –en el sentido de que no se quisieran ir del país–, se comportaran normalmente, y estuvieran más o menos integrados a la sociedad”. En cambio “el que soltaba las plumas y que además no tenía ninguna integración revolucionaria ni le interesaba”, y hubiera manifestado un interés por salir del país, era considerado como “afocante” tipo 4. “Allí había revolucionarios –explica María Elena Solé–, pero si hacía ostentación de su problema, nosotros no lo clasificábamos como a1, sino como a4.”
Algunos de los exconfinados de las umap aseguran que el equipo de psicólogos hizo varios experimentos y pruebas de tipo conductista y reflexológico, en los que se llegó a emplear el electroshock. Sin embargo, la doctora Solé asevera que las pruebas que se hacían estaban únicamente encaminadas a “medir inteligencia”. En cambio, Héctor Santiago –teatrista vinculado a uno de los más controvertidos proyectos culturales de los sesenta en Cuba, Ediciones El Puente, y que fue enviado a las umap– me aseguró que los exámenes del equipo de psicólogos tuvieron, al menos en su unidad, otro carácter. Según Santiago, los psicólogos y psiquiatras utilizaron en las umap técnicas conductistas como shocks con electrodos y comas inducidos con insulina. Estos experimentos consistían en la aplicación de corriente alterna “mientras nos mostraban fotos de hombres desnudos para que en el subconsciente los rechazáramos, volviéndonos a la fuerza heterosexuales”.
Esta descripción concuerda con varios artículos que detallaban este procedimiento y que circularon en revistas especializadas cubanas de psicología y psiquiatría durante los años sesenta. Esta terapia, que había sido desarrollada en Praga por K. Freund, consistía en crear reflejos condicionados. En Cuba fue el doctor Edmundo Gutiérrez Agramonte quien incorporó esta práctica.
Felipe Guerra Matos, el oficial que estuvo a cargo del desmantelamiento de las umap, me comentó en una entrevista, en junio de 2015, que la idea del equipo de psicólogos en las unidades había sido suya y que en esos campamentos se llegó a recluir unos treinta mil sujetos, entre ellos ochocientos cincuenta homosexuales, aproximadamente. En un momento de la conversación Guerra Matos apuntó: “Cometimos errores graves, castigos con los mariconcitos y se hicieron veinte cosas ahí. Los ponían a mirar el sol, a contar hormigas. Ponte a mirar el sol fijo pa’ que tú veas. Cualquier barbaridad que se le pudiera ocurrir a un oficial de poco cerebro. Yo tengo culpa también porque yo firmé reclutamientos.”
Los castigos en las umap podían ir desde los insultos verbales hasta el maltrato físico y la tortura. Varios de mis entrevistados aseguran que una de las modalidades de castigo empleadas por algunos oficiales consistía en enterrar al confinado en un hueco y dejarlo con la cabeza fuera durante varias horas. A algunos los introducían en un tanque de agua hasta que perdieran la conciencia, a otros los ataban a un palo o a una cerca y los dejaban durante la noche a la intemperie para que fueran presa de los mosquitos. De acuerdo con Héctor Santiago, a esa modalidad de castigo se le llamó “El palo”. El tormento y la mortificación del cuerpo tenía una función de amedrentamiento y formaba parte de una narrativa en la que los castigos recibían nombres como “El trapecio”, “El ladrillo”, “La soga” o “El hoyo”, entre otros.
Por otra parte, muchas de las unidades estaban rodeadas por cercas de púas, usadas recurrentemente en cárceles y campos de concentración. De acuerdo con el cantautor Pablo Milanés, quien fue enviado a las umap en 1966, esas cercas estaban compuestas por catorce pelos de alambres, distribuidos de manera tal que se elevaban a unos seis metros de altura. A esa alambrada y al encierro está dedicada una breve canción titulada “Catorce pelos y un día”. Milanés me explicó que la canción no fue grabada en aquellos años sino más tarde en los estudios del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos en los setenta.
Catorce pelos y un día me separan de mi amada,
catorce pelos y un día me separan de mi madre,
y ahora sé a quién voy a querer
cuando los pelos y el día
Epílogo
La historia de este triste experimento ha permanecido sepultada en la isla. Hasta hoy, el gobierno cubano ha negado constantemente el carácter de las umap y ha tratado de borrar del imaginario colectivo todo lo relacionado con este tema. Al mismo tiempo, la izquierda internacional ha preferido ver a las umap como un error propio de los movimientos revolucionarios. En este ejercicio ideológico ha influido el modo en que la figura de Fidel Castro se convirtió en una de las representaciones más poderosas de la Revolución. Por lo tanto, una vez que comenzaron las críticas y las campañas internacionales pidiendo el desmantelamiento de las unidades, se hizo indispensable deslindar al máximo líder de estos procesos, para poder justificar las umap como una excepción que no debía identificarse con la Revolución. Así lo hizo, por ejemplo, Ernesto Cardenal. En su libro En Cuba (1972), el poeta y teólogo nicaragüense dijo haber sido visitado por dos jóvenes interesados en complementar su visión oficial de la isla. Uno de ellos se había desempeñado como “carcelero” en las umap, y le aseguró que fue Fidel Castro quien suprimió esos “campos de concentración” aplicando a veces la ley del talión. El pintoresco relato que Cardenal narra en su libro constituye la única fuente que hace este tipo de referencia. En 2010 en una entrevista concedida al periódico mexicano La Jornada, el propio Fidel Castro “asumió” finalmente su responsabilidad en el emplazamiento de esos campos de trabajo.
Las umap quedaron oficialmente disueltas a través de la ley 058 de octubre de 1968. Aunque estas unidades desaparecieron como institución, otros dispositivos e instituciones más sofisticadas las sustituyeron, manteniéndose intactos el espíritu y las motivaciones que las crearon. La década del setenta aún estaba por venir. ~
Abel Sierra Madero - (Matanzas, Cuba, 1976) es doctor en Ciencias Históricas por la Universidad de La Habana, investigador, crítico , catedrático cubano enfocado en el campo de Historia de la Sexualidad . En 2006 obtuvo el premio Casa de las Américas por su libro Del otro lado del espejo. La sexualidad en la construcción de la nación cubana. En los últimos años ha prestado especial atención al trabajo sexual masculino, un fenómeno que en Cuba se conoce como pinguerismo.
|
|
|
|
El carcelero bugarrón de La Virginia
En las frías madrugadas de diciembre y enero, era bajado a tirones de su litera (hasta tres o cuatro veces por jornada) para obligarlo a bañarse con agua helada. Campeaba por sus entrepiernas un carcelero siniestro y abusador que violaba salvajemente a los recluidos en las UMAP, o los acosaba sin descanso, hasta acabar con ellos. Tan solo era un vulgar bugarrón, persuadido de que debía aprovecharse de la condición de homosexuales de muchos recluidos, a los que se consideraba con el derecho de violar impune y salvajemente.
Por José Hugo Fernández
Hace más de 40 años que Cuco logró salir vivo de las UMAP, pero aún sigue asustado. En días atrás, coincidimos en una cola para comprar papas, en el conocido agromercado habanero de Tulipán. Nunca antes habíamos conversado, que yo recuerde, aunque él dijo haberme conocido en los 80, mediante amigos comunes. Tapándose la boca con una mano, a modo de mascarilla aséptica, mientras miraba nerviosamente a su alrededor, y arrimaba –demasiado para mi gusto- su voz a mi oreja, me contó el triste drama de Benjamín.
Cuco entabló amistad con Benjamín en aquellos campos de concentración tan graciosamente llamados Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP). Juntos fueron aprisionados, en noviembre de 1965, y conducidos a un centro de confinamiento, en montes intrincados de lo que hoy es la provincia Ciego de Ávila. Al igual que otros 30 mil inocentes, habían sido condenados sin juicio previo ni garantías judiciales. A Cuco, por ser fan de Los Platters, Chuck Berry, Elvis Presley, Little Richard, Roy Orbison, Johnny Cash… es decir, la música del enemigo. Benjamín ni siquiera llegó a saber nunca cuál era su “culpa”, aunque Cuco afirma que lo cargaron por niño bitongo y por ser monaguillo en una iglesia.
En cualquier caso, esa no fue su única desgracia, ni la definitoria. En La Virginia, el gulag donde internaron a Cuco y a Benjamín, campeaba por sus entrepiernas un carcelero siniestro y abusador (Cuco lo recuerda sólo por su apellido, Moya), el cual, para más inri, era un vulgar bugarrón, persuadido de que debía aprovecharse de la condición de homosexuales de muchos recluidos, a los que se consideraba con el derecho de violar impune y salvajemente.
Entonces, el tal Moya se encaprichó con Benjamín, quien, según Cuco, era un hermoso efebo con 20 años de edad, ingenuo y delicado, pero no era homosexual.
El acoso se produjo de inmediato y sin paños tibios. Benjamín no volvería a dormir una sola noche en paz. Tampoco dispondría de un solo minuto de calma.
En las frías madrugadas de diciembre y enero, era bajado a tirones de su litera (hasta tres o cuatro veces por jornada) para obligarlo a bañarse con agua helada. Como su constitución física y su falta de fogueo no le permitían cumplir las normas diarias de trabajo forzado, Moya disponía que su cuota alimentaria fuese rebajada al mínimo. Finalmente, lo sacó de las labores corrientes para que se dedicase a abrir trincheras tan hondas como su propia estatura. Y después de abiertas, le ordenaba cubrirlas otra vez con tierra. Si llegaba la noche y Benjamín no había podido cumplir esa tarea, debía seguir cavando mientras los otros descansaban. Cuco me cuenta que en más de una ocasión tuvo que escurrirse de su litera y ayudarlo a cavar, para que pudiese dormir unas horas.
También me cuenta que en más de una ocasión le aconsejó a Benjamín que cediera, que cerrara los ojos y apretara lo otro, para ver si una vez saciados sus deseos, Moya le daba algún respiro. El muchacho –cuenta Cuco- permanecía en silencio, como si estuviera evaluando el consejo, pero nunca cedió.
Hasta que una mañana amaneció colgado de una sábana en los baños colectivos. Fin del drama. No ocurrió nada más, al menos con respecto a Benjamín, descontando la amenaza que aquel mismo día Moya le dejó caer a Cuco: “Si a mí me pasa algo –me cuenta Cuco que le dijo- no sales vivo de La Virginia.
En 1968, Cuco lograría al fin salir vivo de aquel campo de concentración. A Moya, por supuesto, no le había pasado nada. Tal vez ahora mismo, anciano ya, se dedica a hacer la cola del periódico y a sentarse a tomar el sol en algún parque, ajeno, o indiferente en todo caso, ante el daño que ocasionó a sus víctimas y al luto que sembró a lo largo de la Isla. Quizá ni siquiera sospecha que Cuco no ha dejado de temblar durante más de 40 años, al evocar su amenaza.
José Hugo Fernández (La Habana, 1954), es escritor y filólogo. Autor, entre otras obras, de la novela «Parábola de Belén con los Pastores», y del libro de cuentos «La isla de los mirlos negros». Reside actualmente en la capital cubana, donde trabaja como periodista independiente
Los libros de este autor pueden ser adquiridos en la siguiente dirección; Amazon.com
|
|
|
|
UN EX CONFINADO REVELA SU HISTORIA
Al inicios de la Revolución Cubana se crearon campos de trabajo para homosexuales, el saldo de las UMAP fue de 72 muertes por torturas y ejecuciones, 180 suicidios, y 507 enviados a hospitales psiquiátricos.
El chofer apagó el autobús y el metal se sacudió como un perro mojado.
Valentín Amador1 abrió los ojos y tardó unos segundos en entender los gritos de los guardias:
—¡Bajando, bajando!
Un manotazo en el hombro lo regresó de la modorra. Al incorporarse sintió jaloncitos en los pelos del cogote, pegados a la cabecera del asiento por la mugre y el sudor luego de horas de viaje.
Desde los años 50 todas sus hermanas habían dejado el país. Sus padres lo iban a llevar con ellas a Estados Unidos en 1962.
—Pero en octubre de ese año tiran la «Cortina de Hierro»: suspenden los vuelos directos —cuenta Valentín.
Por aquellos años, el gobierno cubano retendría a los varones entre 15 y 26 años para cumplir el Servicio Militar Obligatorio (SMO), previniendo de este modo que al emigrar a Estados Unidos fueran reclutados para la intervención en Vietnam.
Valentín tenía 16 años cuando recibió una citación del Comité Militar 705, en el verano del 66. El sitio de concentración, indicaba el papel, sería el estadio de fútbol «Pedro Marrero».
A las cinco de la madrugada familiares y acompañantes llenaban las gradas; en el campo deportivo, militares y reclutas. Estaba a punto de empezar, en junio de 1966, el segundo tiempo, el segundo llamado de ese partido macabro: las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP).
Un joven, en las filas, preguntó a dónde los llevaban. La respuesta fue el silencio. También para las familias la ubicación de las UMAP se trataría como secreto militar. A Valentín le ordenaron entrar en una Leiland. Contó entre 20 y 40 de esos buses esperando por ellos, todos nuevecitos. Lleno uno, se marchaba; luego venía otro a tragar más reclutas.
La Leiland arrancó y dentro nadie hablaba.
El grupo era vigilado por dos militares delante, y otro al fondo. A través de las ventanas enrejadas Valentín se percató de que la caravana avanzaba bajo custodia de la policía motorizada.
Alguien pidió bajar. Los oficiales respondieron que debía orinar o cagar en los escalones de la puerta trasera, que estaba clausurada, que no paraban por nadie. «Pobres Leiland, nuevecitas», piensa Valentín.
En algún punto del viaje dejó que el sueño le acomodara las nalgas y la espalda como L mal pronunciada. Los autos en la Carretera Central remedaban de vez en cuando el sonido de un moscardón apurado. Horas y más horas.
—¡Bajando, bajando! —oyó a lo lejos.
Valentín, ya abajo, sintió que alguien lo miraba, como él a los otros cuando estaba aún sentado. Sintió que era personaje de una película extraña en que los planos y las acciones se repetían hasta el infinito.
Junto a una caseta de adobe y guano reseco leyó «Mamanantuabo», en un cartel de madera.
Los dejaron hacinados en un cuartucho con una única puerta; lleno de barrotes.
De ahí los repartirían en camiones, como vegetales, a las unidades de La Señorita y Mertrec…
¡Noc, noc!
Valentín, encorvado sobre la mesa de la cocina, detiene ahora la historia. Alguien toca a la puerta. La abre lentamente, como con un temor añejo, de más de 50 años.
—Papá, ¡contra! —bufa un hombre del otro lado—. ¡Acaba de abrirme!
La música empieza a sonar cerca de Laguna Grande. Los vecinos salen con el olor a carne asada, aunque seguramente rehúyen del fotógrafo que anda clic-clic por dondequiera. Este se abstiene quizá de fotografiar a los reclutas UMAP hablando con los lugareños, o la llegada de los jeeps del jefe de Estado Mayor.
Un rato después, el fotorreportero de la revista Verde Olivo, tal vez con algo de grasa en los dedos, se pone a obturar de nuevo. Primero: tres bloques compactos de reclutas frente a una tribuna. Luego: el paso al frente de cuatro macheteros UMAP destacados en la «VI Zafra del Pueblo». Sus fuertes brazos serán premiados con motos, relojes y radios. Hay discursos sucesivos, hasta llegar al del jefe de Estado Mayor, primer capitán José Q. Sandino:
—Esto es un reflejo de lo que son las UMAP, y desbarata la sarta de mentiras echadas a rodar por los enemigos de la Revolución, que tratan de presentarla como una institución de sometimiento. Para nosotros, gozan de igual consideración los combatientes de la Sierra, como los compañeros que recién se incorporan a nuestras filas. Lo que nos interesa es su disposición para contribuir en la construcción de la sociedad socialista.
El fotorreportaje aparecido en las páginas de Verde Olivo muestra en segundos planos a niños y mujeres, sentados, atentos. Atrezzo. El periodista repite que en el acto hubo alegría. En las fotos la gente se ve seria.
—Observen a los cuadros de mando —continúa el hombre en el estrado—. Ellos viven como ustedes, como hermanos de ustedes, y el mayor interés es ayudarlos. Ellos tienen la obligación de tratarlos con el mayor respeto, guiarlos por el buen camino y luchar junto a ustedes. Esperamos vernos en la guerra de los cañaverales para ganarle la batalla al imperialismo cumpliendo con el deber, para llevar la Revolución hacia adelante, ¡y decirle al Comandante en Jefe que cumpliremos todas las tareas que se nos asignen!
En abril de 1967, meses después de que el fotógrafo retratara al jefe de Estado Mayor en Laguna Grande, la Comisión de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos (OEA) revelaría este informe:
Del examen de dichas denuncias, la Comisión ha venido al conocimiento de los siguientes hechos:
h) Que existen en Cuba campos de concentración donde son recluidos numerosos presos políticos, para que realicen trabajos forzados y reciban adoctrinación política obligatoria; el Gobierno de Cuba creó un nuevo sistema penitenciario que en la práctica constituye un sistema de explotación igual a la esclavitud. Bajo el nombre de «Unidades Militares de Ayuda a la Producción» más conocido por UMAP, se recluta en forma masiva a los jóvenes que no se integran en las organizaciones del sistema para trasladarlos a las granjas estatales, que son verdaderos campos de concentración, con el fin de obligarlos a trabajar gratuitamente para el Estado.
Los dirigentes del régimen han mostrado mucho interés en probar que estas Unidades no constituyen un nuevo sistema penitenciario. El jefe de las UMAP en discurso que pronunció en marzo de 1966, aseguró que los integrantes de estas unidades «son militares y no presos políticos como se ha querido pretender».
Los jóvenes son reclutados a la fuerza por simple disposición de la Policía, sin que se les celebre ningún juicio, ni se les permita defenderse. Tan pronto son detenidos los trasladan a alguna granja estatal para incorporarlos a la correspondiente Unidad Militar de Ayuda a la Producción. En muchas ocasiones los familiares son notificados semanas o meses después de haberse realizado la detención. Los jóvenes reclutados están obligados a trabajar gratuitamente en la granja estatal por más de ocho horas diarias y reciben un tratamiento igual al que se da en Cuba a los presos políticos.
se calcula que más de 30 000 jóvenes están incorporados a tales unidades. Este sistema cumple dos objetivos:
a) facilitar mano de obra gratuita al Estado y
b) castigar a los jóvenes que se niegan a incorporarse a las organizaciones comunistas.
El documento de la OEA (con todo y errores de fecha, imprecisiones) revela la preocupación por parte de la comunidad internacional respecto a las UMAP.
Fidel Castro, en un discurso pronunciado el 13 de marzo de 1966 en la escalinata de la Universidad de La Habana, mencionó públicamente el acrónimo. Un mes después, los diarios El Mundo y Granma publicaron, a página completa, dos reportajes laudatorios sobre los campamentos.
Las UMAP eran tema recurrente en las casonas que ocupaba la comunidad de diplomáticos en Miramar, El Vedado y Siboney. El escritor británico Graham Greene, de visita en La Habana, fue testigo de ello.
En noviembre de 1966, a casi un año del primer llamado, la agencia United Press International (UPI) publicaba una nota y fotografías firmadas por Paul Kidd. El reportero canadiense, que había entrado al país con una credencial de Southam News, se infiltró en un campamento cercano al batey El Dos, del municipio Céspedes, Camagüey. Fue expulsado de Cuba, pero conservó sus notas y los negativos. Ese año ganó el Premio María Moors Cabot, de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia.
¿Es posible que ese ciclón mediático-diplomático generara altas presiones en el Palacio de la Revolución?
En una foto de las que tomó Jesús González, aquel octubre de 1966 cerca de Laguna Grande, hay un joven UMAP y un oficial estrechando sus manos. Al fondo, muy cerca del rostro engafado del militar, asoma un retrato de Stalin.
A las cinco de la madrugada Valentín se lanzó de la hamaca. Se puso el pantalón y la camisa, encartonada por el sudor viejo, con el monograma UMAP a relieve. Llevaba casi un mes aquí y aún no recibía visitas. Se sentó un momento en la cama y paseó los ojos adormilados por la barraca. Dijo para sus adentros: «Esto está lleno de delincuentes y maricones… con sus maridos». Cerca de él, tres ex-oficiales del Ejército Rebelde en condición de reclutas que se alistaban con prontitud. «Y estos están aquí castigados».
El escritor y ex-UMAP Félix Luis Viera ha insistido luego en que el Estado violó por entonces su propia Ley de SMO al enviar a aquellos campamentos hombres mayores de 27 años, incluidos militares y funcionarios públicos acusados de vivir «la dolce vita». Entonces, ¿eran las UMAP una simple variante al SMO, una entidad reeducadora, un purgatorio ideológico de la Revolución, o un lugar de castigo? Según el ensayista Rafael Hernández, la idea original era que, en un futuro, también pasaran por allí «estudiantes que no se portaban bien en sus escuelas».
El teniente Benito se asomó a la barraca y aguijoneó con gritos a los rezagados. A Valentín no le gustaba la gente que no mira a la cara. «Era malo». Sacó esta conclusión tras la primera quincena en la UMAP, que pasó aprendiendo a marchar y a saludar marcialmente, y quizá la confirmó en los meses posteriores, cuando los armaron con limas, guatacas, machetes, y los pusieron a limpiar caña.
Cuando Valentín dejó la barraca, ya no le impresionaban las cercas de más de dos metros, de púa contra púa, en forma de Y. Ni las postas elevadas, con soldados de armas largas, «que no quitarían hasta una visita del comandante Juan Almeida bosque», rememora.
Se había habituado a ese paisaje. Ni siquiera ya le daba escalofríos la certeza de que el pelo de alambre naciera a medio metro bajo tierra5.
Camino al cañaveral, por un terraplén, sentía menos ardientes los tajos en las piernas de los primeros días. «Se me iba el machete y me cortaba. No sabía, y el trabajo era agotador». Tome un adolescente citadino, ponga una guámpara en sus manos, botas en sus pies, hágalo trabajar bajo el sol cubano por más de ocho horas, en medio de un laberinto de filos cortantes. ¿Qué puede ocurrir? La Revolución tendría un «Héroe del Trabajo» o un renegado en ciernes.
Una tarde, en el campo, un grito detuvo la orquesta de machetazos. Valentín corrió, como todos: alguien de su barraca se había cortado un dedo.
El show no duró mucho, unos militares corrieron con el accidentado. Los Cabos UMAP (reclutas del primer llamado que monitoreaban a los nuevos) la emprendieron a empujones con el público hasta que volvieron todos al corte. Valentín no se explicaba cómo esos con quienes compartía la misma barraca eran tan… «Pero con el tiempo, cuando nos conocieron, cambiaron», dice ahora, refrenándose.
|
|
|
|
Después que llegó la carreta del almuerzo se internó un poco más en el cañaveral. Un cuerpo gigante se notaba entre las hojas. «Un haitiano se aparecía a vendernos queques durísimos», cuenta.
Compró dos. Comió uno.
De vuelta al campamento, buscó al joven sin dedo. Estaba en su hamaca, feliz, le dijo que ahora sí que no iba al campo, que le dolió mucho cuando le cortaron el tendón.
Valentín sacó el queque de un bolsillo, lo partió y se fue.
A las 10 de la noche ordenaron silencio, se tiró en la hamaca y quizás lloró.
Erlyn, el hijo de Valentín, se queda un rato escuchando una vez más las historias de su padre.
—Yo entiendo el porqué de sus miedos ante mis comentarios políticos y sobre el gobierno —dice mientras manipula el celular—. Su historia influyó en mi vida, en la forma en que miro el Sistema, cómo respondo y cómo me desarrollo dentro de él.
Para Erlyn, el «gobierno» es, simplemente, la «dictadura». Y su padre no es sino un ex-preso UMAP.
—Desde que naces te están diciendo que el Sistema es único, es verdadero, pero luego de conocer lo de mi papá y otros tantos me doy cuenta que esta historia está mal contada. La historia la cuentan los vencedores.
Pasaron muchos años hasta que un día Erlyn creyó escuchar que el haber pasado por las UMAP se consideraba una razón suficiente para recibir refugio político en Estados Unidos. Convenció a su padre de escribir sus vivencias y enviarlas a la Sección de Intereses de Washington en La Habana.
—Vimos por ahí una vía de escape.
—En mi barraca decidimos sacar a los delincuentes y a los homosexuales de allí. Nos robaban cosas y entre los bandoleros de las diferentes barracas se tiraban orine y mierda —relata Valentín.
Hubo diálogos con los jefes, y al final se quedaron solo los muchachos de Playas de Marianao, La Habana, entre ellos Tony González, que años después haría la voz de Elpidio Valdés, el más popular héroe de dibujos animados en Cuba.
Hubo fugados, «que cogían enseguida». Acababan en una Unidad de Reeducación, la misma que usaban para reclutas del Servicio Militar regular. Era en el municipio camagüeyano Morón: un lugar nombrado, extrañamente, Edén.
Ni el cansancio ni la indisciplina desgastaron a Valentín. De hecho, en el segundo semestre de 1968 lo sumaron a un grupo que fue movido hacia la capital. «Por el buen trabajo que han hecho se ganaron ir a La Habana», les dijeron.
Lo primero que hizo en la capital fue dar pico hasta sacar tepe, un plastón de tierra que luego montarían en uno, dos, tres camiones soviéticos, de diez ruedas. Todo eso lo descargarían en sitios que aún hoy Valentín teme revelar. El objetivo era esconder de aviones enemigos que nunca llegaron las decenas de refugios que hicieron de La Habana un queso suizo.
Aquel plan gubernamental de fortificaciones explotó la mano de obra de los reclutas UMAP para abaratar los costos de tan ambicioso proyecto defensivo. Así, los brazos flacuchos de Valentín se estremecieron lo mismo con un chipijama de 20 libras rompiendo rocas bajo tierra que armando explosivos.
—Rocamonita con cápsulas detonantes y mecha lenta —precisa—. Un paquete con un fulminante.
Aunque a veces lograba escaparse unas horas de la unidad, cierto día, definitorio, no pudo hacerlo, y eso hoy aún le duele.
—Mi viejo se muere en el 69 y nadie pudo localizarme por lo secreto que era el trabajo que hacíamos. Yo estaba metido en casa de la puñeta.
Hubiera cambiado todos los días de fuga por ayudar a su madre, por tomarle la mano al viejo. Por drenar su dolor en casa. No lo pudo hacer hasta el 23 de junio de 1969, cuando al fin lo licenciaron. Se sintió todavía más infortunado al saber que, de haberse quedado en Camagüey, lo hubieran retenido solo hasta el otoño del 68, fecha en que se desactivaron las UMAP.
Señala el ensayista Rafael Hernández que, a fines de 1966, el capitán Quintín Pino, jefe de la Dirección Política de la Defensa Antiaérea, investigó los métodos y condiciones de vida en los campamentos de la UMAP. Impresionado por lo que vio, el oficial involucró a un grupo de estudiantes de años superiores de la Facultad de Psicología de la Universidad de La Habana, al frente del cual estaba María Elena Solé.
El equipo entrevistó y clasificó en particular a los gays: «con la orientación de desmovilizar a la mayoría lo antes posible, así como asesorar a los oficiales respecto al trato recomendable hacia los que permanecían en las UMAP, facilitar la comunicación y minimizar los conflictos».
Así, en los primeros meses de 1967, fueron licenciados los reclutas de mayor edad, o cuya desmovilización fue recomendada, algunos antes de cumplir un año en las unidades. Las condiciones de los campamentos, en general, cambiaron; se hicieron menos rigurosas las medidas de seguridad, refiere Hernández, matiz corroborado por el pastor bautista y ex-UMAP Alberto González en su libro Dios no entra en mi oficina.
«A fines de ese año 1967, se designó al Capitán Felipe Guerra, también combatiente de la Sierra, y a la sazón Jefe de Personal del MINFAR, para que relevara a Quintín. En junio de 1968, los reclutas que permanecían en las unidades fueron licenciados en masa», indica Hernández. «En septiembre de ese año, las UMAP fueron oficialmente suprimidas».
El poeta nicaragüense Ernesto Cardenal esparció con su libro En Cuba el mito de que Fidel Castro en persona se infiltró, onda agente 07, en los campamentos y comprobó los abusos.
1995, un restart. Valentín se reencontró con sus hermanas.
Más de 30 años pasó la familia con el mar de por medio. La primera visa se la negaron a Valentín; esperó lo que correspondía y volvió a solicitarla. Cuando estamparon el cuño con el águila en su pasaporte no lo podía creer. Luego se acostumbró a ir y venir, hasta cuatro veces.
En Estados Unidos, Valentín repasaba las facciones de sus hermanas, sus semblantes velados por la larga ausencia.
Fue en 2012 que Valentín mandó finalmente la carta a la entonces Sección de Intereses de Estados Unidos en La Habana. Contaba en ella los horrores de la UMAP con la esperanza de obtener un permiso de salida del país.
—¿Para usted?
—No —me dice y busca con la mirada a Erlyn; está en la sala hablando sobre arreglos en la cafetería por cuenta propia que piensa abrir—. Porque este se me quiere ir, y es el único que tengo.
—A mi papá le troncharon su juventud, fue sacado de la escuela y luego, como un ladrón o un asesino, llevado a ese campo de concentración. Eso bastó para inculcar un miedo que lleva arraigado en su vida —me explica más tarde Erlyn—. Pero en la Sección de Intereses no importó nada de eso y, en unos meses, nos negaron la posibilidad de entrevista. No insistimos más.
Con una frustración que aún le punza adentro, Erlyn se pregunta cómo puede alguien dudar del calificativo de preso político para quienes pasaron por las UMAP. Por un lado, ve el sistema cubano como arbitrario y, por otro, el gringo, también, como injusto. El pasado del padre no pudo resolver el futuro del hijo. Y Valentín suspira:
—Los americanos son del carajo.
La polarización del tema UMAP es una muestra de cómo Cuba enfrentará las sombras de su pasado reciente. ¿Cómo contar un país y no una fábula del mismo?
Hay consenso sobre la existencia de torturas en los campamentos, especialmente durante el primero de los dos llamados UMAP. Lo confirma alguien como el pastor Alberto González, que por su vocación espiritual prefiere alejarse de la política, y un exiliado como el novelista Félix Luis Viera.
Hay consenso en cuanto al error que representaron esas unidades para la clase política del país. Según Raúl Suárez, pastor simpatizante del gobierno, «por el sufrimiento causado a quienes pasamos por ella», porque ofreció «una imagen en el país, y también fuera, que contrastaba sensiblemente con el sentido humanista de la obra revolucionaria». Según la Asociación de Ex Confinados de la UMAP, asentada en la Florida, porque revela el carácter totalitario del castrismo.
Hay consenso en la necesidad de desagravio. Muchos esperan que el Estado pida perdón.
Hay consenso respecto a que eran (o se concibieron) como campos de trabajo y de adoctrinamiento político. Lo expresa el Informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 1967, y un año antes la prensa oficial al aceptar que en las noches se daban clases de «instrucción revolucionaria».
Hay consenso acerca de que el motivo de concentración en las UMAP fue de tipo ideológico.
Los consensos entre opuestos —a veces pura coincidencia— son cardinales en un país sin diálogo consigo mismo. Esas líneas que se cruzan son trascendentales: la fibra de la memoria se vigoriza en ellas.
El saldo de las UMAP fue de 72 muertes por torturas y ejecuciones, 180 suicidios, y 507 enviados a hospitales psiquiátricos, según el escritor Norberto Fuentes, quien se movió en las más altas esferas del gobierno cubano durante su tiempo en la isla. A su vez, Félix Luis Viera, quien ha editado y escrito textos sobre las UMAP, reconoce que no puede asegurar la existencia de ejecuciones extrajudiciales.
Por otra parte, quizá el principal desacuerdo radique en la nomenclatura del episodio. ¿Fueron las UMAP campos de concentración o no?
En el libro Gulag. A History, Anne Applebaum traza una genealogía de los campos de concentración que arranca en la Cuba colonial, con el capitán general Valeriano Weyler. Esa línea sigue en la isla con el confinamiento de japoneses, alemanes e italianos durante el primer gobierno de Fulgencio Batista, tras la entrada de Cuba en la II Guerra Mundial.
Para Applebaum los campos de concentración recluyen individuos «no por lo que hayan hecho, sino por quiénes son. A diferencia de los campos para delincuentes comunes o prisioneros de guerra, los de concentración nacen para una categoría peculiar de prisionero civil no criminal, el miembro de un grupo “enemigo”, o en todo caso de una categoría de personas que, por su raza o presunta posición política, era considerada extremadamente peligrosa o prescindible socialmente». Tal concepto aplica a las UMAP.
Ahora bien, recordemos que los campos de concentración y de exterminio de la II Guerra Mundial no tenían solo esos fines, ni mismo significado. Los campamentos creados por el socialismo cubano admiten solo una comparación parcial con los del nazismo. El investigador norteamericano Joseph Tabhaz, en un artículo sobre el tema asegura que las UMAP no podrían catalogarse como campos de exterminio: allí no se buscaba la muerte de los internos.
Quedarían por analizar otras peculiaridades. ¿Es un campo de concentración aquel que tiene una fecha de entrada y una de salida? En los ejemplos cubanos de la Colonia y la República ya mencionados, el final de la retención coincidiría con el final de las hostilidades en curso. ¿Se puede hablar de confinamiento, cuando los mandos concibieron el otorgamiento de (ciertamente escasos) pases? Las instalaciones penitenciarias también los otorgan. ¿Hubo tratamiento delictivo para con los movilizados? A diferencia de otras unidades del SMO, estos era vigilados en las UMAP por soldados con armas largas; las instalaciones estaban rodeadas de un cerco de más de dos metros, rematados con púas; varios testimonios aseguran que los reclutas fueron a menudo detenidos en las calles o sacados de sus casas en operativos que más bien parecían secuestros. ¿Hubo trabajo forzado o semiesclavitud en las UMAP? Jornadas agrícolas de más de 8 horas, y en algunos casos 12 (que violaban las leyes laborales de varios países, entre ellas las de Cuba y casi todos sus aliados del Bloque Comunista), por apenas siete pesos mensuales, en medio de deplorables condiciones logísticas… Las preguntas y posibles respuestas se alzan como un muro incorpóreo en nuestras conciencias.
El muro divide al país real y sus reflejos.
|
|
|
Primer
Anterior
2 a 14 de 14
Siguiente
Último
|