Pero los adalides de la cruzada bolivariana, con el petrocésar Chávez al frente, más los líderes latinoamericanos y europeos que, por razones crematísticas o ideológicas, les espesan solícitamente el puchero —en primer lugar, los gobernantes de Brasil, Argentina, Paraguay y España—, se muestran renuentes a reconocer las elecciones hondureñas, renuencia que se reflejó en la Declaración de la última Cumbre Iberoamericana, celebrada en la ciudad portuguesa de Estoril. Es comprensible que así sea porque en ellas el derrotado ha sido el castrochavismo, ese neopopulismo mechado de demagogia indigenista en el que la descolocada izquierda mundial, huérfana de horizonte desde la caída del muro, ha encontrado un alero donde posarse.
El pretexto esgrimido para impugnar las elecciones hondureñas es que se realizaron a la sombra de un régimen de facto.
En primer lugar, la destitución de Manuel Zelaya y el consiguiente gobierno presidido por Roberto Micheletti son el resultado del cumplimiento de la Constitución y la legalidad hondureñas, por lo tanto es un gobierno de jure.
En segundo lugar, los observadores internacionales que supervisaron las elecciones las declararon impecables. En tercer lugar, es asombroso que hasta la mandataria chilena Michelle Bachelet olvide que el primero de la serie de gobiernos democráticos, de la que el suyo es hasta hoy el último, fue el de Patricio Aylwin, salido de las urnas en las elecciones organizadas por el dictador Augusto Pinochet en 1989, al cabo de 17 años de un espantoso régimen militar, ése sí régimen de facto tras un golpe de Estado sangriento. Si la presidenta chilena, que no cuestionó nunca la legitimidad de las elecciones en que siempre salía reelecto su amigo Fidel Castro, considera que el nuevo presidente hondureño no debe ser reconocido internacionalmente —dentro del país ya lo reconoció el pueblo que lo votó— por haber sido electo en comicios organizados por un gobierno de facto, debería ser consecuente y declarar, alto y que se le entienda, que tampoco debió legitimarse la elección de Aylwin.
Pero si lo hace, habría que preguntarle, y también a los otros presidentes que impugnan como ella los comicios hondureños, si hay algún procedimiento mejor que unas elecciones democráticas para pasar de un régimen de facto a uno de jure. ¿Cómo habrían tenido los chilenos que transitar hacia la democracia si no se hubieran celebrado las elecciones de 1989, o si Pinochet al final no las hubiera respetado? ¿O si no las hubiese reconocido la comunidad internacional? ¿Cuánto sacrificio, cuántas cárceles, cuántos muertos más les habría costado el peaje?
Los hondureños deben gratitud al señor Micheletti y a las instituciones que, primero, libraron al país del golpe de Estado castrochavista urdido por Zelaya y su mentor venezolano, y, después, hicieron posible, con su firme, tozuda defensa de las leyes y la soberanía nacionales, que el pueblo pudiese consolidar la normalidad democrática eligiendo libremente un nuevo mandatario.