El deseo humano (quiero decir, el deseo sexual) es como un viaje en tren, un viaje en un número impreciso de trenes, un viaje que uno no sabe en qué estación te dejará.
El deseo humano (quiero decir, el deseo sexual) puede ser un viaje en un solo tren, un viaje sin sobresaltos en un tren que uno sabe bien adónde te llevará, o puede ser un viaje incesante y caótico en tantos trenes como deseos nos asaltan.
Soy de los que han tomado numerosos trenes en el viaje impreciso y errático del deseo.
El primer tren que tomé fue un viaje corto, con paisajes bucólicos, y de aquella travesía exenta de tropiezos sólo recuerdo que viajaba la actriz Farrah Fawcett y ella tuvo la discreta cortesía de educarme en los placeres del deseo. Cuando bajé de ese tren, yo me sentía ya un hombre y estaba enamorado de ella.
El segundo tren no quería tomarlo y me subí con miedo. Me subieron unos amigos que querían estrenarme como hombre. Yo tenía catorce años y me temblaban las piernas. El tren nos condujo a un burdel en los extramuros de la ciudad. En esa estación subieron unas mujeres con los labios muy pintados, y se sentaron con mis amigos. Una de ellas se sentó conmigo y quiso educarme en el placer pero fracasó porque mi cuerpo se rehusó a obedecerla. Fue un viaje que me hundió en el desaliento. Cuando bajamos, mis amigos parecían eufóricos y yo no era ya la misma persona: era un hombre que dudaba de que me gustasen las mujeres.
El tercer tren lo tomé porque quise, no por obligación, y me subí porque quería sentarme al lado de una chica linda, de cabello ensortijado, a la que quería besar. Fue un viaje del que guardo gratos recuerdos porque esa chica no sólo me permitió besarla sino que fue la primera mujer que me hizo el amor. Cuando bajamos, yo estaba enamorado de ella y seguro de que no quería subirme a ningún otro tren.
Estaba equivocado. Cierta vez pasó un tren y alcancé a ver a un amigo de la universidad que me hacía señas para que subiera, y era un amigo risueño y divertido, y no dudé en subirme, y una vez que estuve a su lado, ese amigo (al que yo sólo veía como un amigo) me tocó y me pidió que lo tocase y tales caricias furtivas resultaron insólitas y gratificantes, aunque cuando bajamos del tren mi amigo me dijo que nunca más nos tocaríamos ni hablaríamos de lo que había ocurrido. Cuando bajé de ese tren, yo era un hombre roído por la duda, un hombre que seguía enamorado de la chica linda del pelo ensortijado y, a la vez, un hombre que quería volver a tocar solapadamente a ese amigo risueño.
Tal vez para disipar esa duda o para confirmarla, subí a un tren en el que viajaba un amigo famoso y, aunque el viaje fue breve, nos obsequiamos fugaces momentos de placer; y subí a otro tren en el que tocaba su guitarra un amigo músico y sólo guardo recuerdos borrosos porque ambos nos intoxicamos y luego él me pidió que le hiciera el amor y yo procuré complacerlo, aunque no sentí que tal cosa fuera amor. Cuando bajé de ambos trenes, parecía seguro de que me apetecía educarme en el deseo con muchachos.
Aquella precaria certeza se quebró cuando subí a un tren en el que viajaba una mujer cuya sola mirada me embrujó, una mujer que me susurró al oído que me subiera a todos los trenes a los que ella me dijera y yo la obedecí y fuimos saltando de vagón en vagón, de ciudad en ciudad, y me enamoré de ella y me casé con ella y me dio dos hijas y ya parecía que en ese tren me quedaría instalado y no me bajaría más.
Pero ocurrió lo inesperado: estaba tan contento en ese tren que me aburrí de estar contento y me angustió la idea de que no subiría nunca más a otros trenes y no por descontento sino por gitano y aventurero me arrojé del tren mientras ellas me pedían que me quedara.
Tiempo después, me subí al primer tren que pasó y me senté al lado de un joven alto y delgado, tan tímido y taciturno que parecía mudo, y con mucha dificultad logré que me hablase y de pronto sin darme cuenta me enamoré de él y creo que él se enamoró de mí y entonces pensé: de este tren ya no me bajo más.