Bayly denuncia amenazas de muerte
Jaime Bayly, el periodista peruano residente en Colombia, denunció que su vida corre peligro. Según Bayly, un informante de la policia secreta colombiana le informó que las órdenes para atentar contra su vida vienen desde Caracas, Venezuela y que el atentado ocurriría en Bogotá o en Lima. En su columna, Bayly comenta que en cuando está en Lima no se desplaza en un automóvil blindado ni está acompañado por personal de seguridad como sí lo está en Bogotá. Jaime Bayly está considerando una candidatura presdiencial en Peru en 2011 y es un crítico frecuente del presidente venezolano Hugo Chavez en su programa diario del canal Nuestra Tele Noticias.
Vendrán a matarte
Autor: Jaime Bayly
Miércoles. Cuatro y media de la tarde. Bar inglés de un hotel de Bogotá.
El jefe de la policía secreta colombiana me ha llamado por teléfono la noche anterior y me ha dicho que tiene algo urgente que decirme.
Es un hombre de mediana edad, apuesto, de modales refinados, vestido como si fuera el embajador inglés. No parece un policía, parece un espía sofisticado, como los espías de las películas.
Pide una ginger ale con hielo. Yo pido un café sin azúcar. El espía le pide al camarero que nos deje a solas.
Me dice en voz baja, mostrándome unos papeles y dándome nombres patibularios, lo que suponía que iría a decirme: que en Caracas hay un grupo que tiene la misión de matarme.
Hace ya varios años que me amenazan de muerte en correos electrónicos que por lo general provienen de Venezuela, pero la información que me suministra el policía colombiano es precisa y parece confiable.
Me dice que el atentado puede ocurrir en Bogotá antes de las elecciones del 30 de mayo, pero los que me quieren matar han comprobado que en Bogotá me muevo en autos blindados y con escoltas armados y por lo tanto han decidido ejecutar el plan en Lima, pues han detectado que en esa ciudad ando solo y sin vigilancia.
Te van a matar en Lima, me dice secamente el jefe de la policía colombiana. El plan ya está en marcha y sólo les falta reclutar a los sicarios, podrían ser colombianos o peruanos, añade.
La ventaja de matarte en Lima es que la conexión con Caracas no sería evidente, dice mi informante, las piernas cruzadas, corbata a rayas, traje negro y camisa blanca.
Tienes que cuidarte en Lima, me advierte. El atentado va a ocurrir, a menos que ellos se den cuenta de que has tomado todas las precauciones. Quizá en ese caso se desanimen, pero si tu candidatura presidencial sube en las encuestas, el plan se va a ejecutar de todos modos, sólo que se demorarían un poco más para que parezca que te han matado los terroristas peruanos y no que es una orden de Caracas.
Tienes que cuidarte en Bogotá, pero más en Lima, me dice el espía que parece salido de una portada de GQ. Es en Lima donde eres más vulnerable. Y Chávez no va a permitir que ganes las elecciones. Te matarán o tratarán de matarte. Mis fuentes son altamente confiables. El plan está en marcha. Mi jefe me ha ordenado informarte de todo (su jefe, supongo, es el presidente del país).
El jefe de la policía secreta se ofrece a redoblar mi protección en Bogotá y se va sin pagar la cuenta.
Desde que me mudé a Bogotá el año pasado, sé que puede pasar una moto, dispararme y matarme y no por eso dejo de salir a caminar de madrugada (los árboles del barrio son de noche un espectáculo fascinante, hechicero, y su elegancia centenaria empequeñece a una estatua al santo Escrivá de Balaguer, que esculpido en piedra parece más serio de lo que era predicando dicharachero) y no por eso dejo de burlarme del esperpéntico dictador de Caracas.
Lo que no había pensado es que mis enemigos tramarían la emboscada en Lima. En Lima camino al banco, a comprar los diarios, a la farmacia. En Lima manejo solo la camioneta. Nadie me cuida. No llevo un arma. Sería fácil matarme.
Además, en Lima muere alguien de la farándula casi todas las semanas y si no muere de muerte natural entonces alguien lo estrangula o lo envenena con raticida. Por eso, si me matan pensarían que el asesino es el ex novio despechado de mi chica o un prostituto mal pagado o una cantante folclórica o una ajada animadora de televisión o un fanático religioso que desprecia a los gays o un gay en el armario que desprecia a los gays. Si me matan, nadie pensaría en Chávez, nadie pensaría siquiera en los pocos terroristas que se esconden en ciertas regiones remotas del Perú, la prensa con seguridad convertiría mi muerte en un crimen pasional, en un lío de faldas, en un ajuste de cuentas de maricas, en algo acanallado, farandulero y de aire sodomita y putañero.
No sé si finalmente seré candidato presidencial el próximo año. Todo sugiere que será imposible evitarlo y que un mínimo sentido de la decencia y la hombría me obligarán a serlo. De ser así, debo creerle a mi informante, no tendría por qué mentirme, los sicarios vendrán a reventarme los sesos. Debo cuidarme. Debo tomar medidas de inmediato. No me asusta que quieran matarme. Me excita en cierto modo. Me dignifica o enaltece. Le da a mi vida una importancia que no tiene ni tendrá. Sólo quiero que si vienen a matarme esté esperándolos con una lluvia de plomo y que, si al final me matan, me dé el gusto de matar a uno de esos hijos de puta, y mejor si son dos.
Hago un par de llamadas y me aseguro de que llegando a Lima me esperará un auto blindado y un escolta armado.
Sin embargo, llegando a Lima no está el auto blindado ni el escolta armado o desarmado.
De inmediato me rodean cuatro hombres en trajes negros y corbatas y me dicen que son de Seguridad del Estado y me suben a una camioneta y me informan de que hay una orden de arriba para cuidarme todo el tiempo que esté en Lima. Llevan armas cortas y armas no tan cortas. Son profesionales. Me dicen sus nombres. Hablan poco, no se distraen.
No me parece justo que ellos lleven armas y yo no. Les pido que me vendan un arma, que me consigan un arma rápida y legalmente. No será problema, me dicen. Pero tiene que aprender a disparar, añaden. Sé disparar desde niño, les digo. Me enseñó mi padre. Quiero tener una pistola conmigo. Si vienen a matarme, quiero llevarme conmigo a uno de esos angelitos, les digo, y se ríen.
Ya nada es igual en Lima. Ya ordené un auto blindado. Ya no puedo caminar solo. Adonde voy, me siguen varios hombres. Les he pedido que no vayan de traje negro y corbata para no llamar tanto la atención. Ahora se visten más normalmente, pero no ocultan sus pistolas ni sus miradas hoscas y no se alejan de mí.
En el banco un señor malhumorado me reprocha porque al parecer he dicho alguna noche en televisión que la Universidad Católica es una madriguera de drogadictos y comunistas reciclados. Es una broma, no se moleste, le digo, pero el hombre levanta la voz y protesta y me dice que no tengo derecho de insultar a sus hijos que estudian en esa pontificia universidad. Mil disculpas, le digo, pero no quiere aceptar mis disculpas y sigue gritando. Entonces mis custodios se le acercan y no sé qué le dicen al oído, pero le muestran las armas cortas y el señor se retira como un conejo. Pedazo de idiota. Pusilánime. Es bueno esto de andar con cuatro matones. Por lo pronto espanta a los cretinos.
Voy a la casa de mi madre. Mamá cumple setenta años. Los escoltas se quedan afuera. Asumen que con mi familia estoy a salvo. Yo no estaría tan seguro. Siempre he pensado que hay personas en mi familia que tal vez quisieran matarme. No creo, sin embargo, que operen en combinación con los sicarios de Caracas. Tampoco creo que se atrevan a ejecutar tales deseos ocultos. Pero si me llegasen a matar, es seguro que hay personas en mi familia que tal vez sentirían algo parecido al júbilo o al beneplácito.
Todo está bien (la comida es rica; el servicio, impecable) hasta que llegan los mariachis. Son ocho o diez y hacen un ruido espeluznante, insufrible, y les veo las caras y pienso que cualquiera de ellos podría sacar una pistola de su sombrero de ala ancha y matarme a sangre fría mientras canta una ranchera cantinera. Si tuviera conmigo a mis guardaespaldas, empujaría a todos los mariachis a la piscina para que callen ese estrépito chillón. Como creo ver en sus miradas turbias el peligro, y como el bullicio crispa mis nervios, me pongo de pie y me voy de la fiesta de mi madre sin despedirme de ella ni de nadie y mentando la madre de los mariachis.
Un cuñado beodo sale a la calle y procura impedir que me marche ofuscado, pero mis hombres de seguridad le muestran las armas cortas (y las no tan cortas) y el cuñado ebrio huye como un conejo (o más exactamente como un cuy).
No confío en los mariachis, les digo a mis custodios, cuando nos alejamos en la camioneta. Esos mariachis primero cantan y a la noche regresan y te roban todo y te matan con arma blanca, son unos hijos de puta, me dice uno de los gendarmes.
Necesito una pistola y un revólver cuanto antes, les digo. No se preocupe, don Jaime, ya estamos haciendo las gestiones, me dicen. Si es posible con silenciador, les digo. Podemos conseguirle una pistola italiana con silenciador, me dicen. Usada pero en buen estado, y cuando dispara es una sedita, añaden. Estupendo, les digo. Pago lo que sea. Pero la quiero ya. Sí, don Jaime, lo que usted diga. Tenemos órdenes de arriba de estar a su servicio las veinticuatro horas. Gracias, gracias, les digo, y los despacho a sus casas y me atrinchero en mi fortín de San Isidro.
Si me disparan un mortero, un cohete instalaza, estoy jodido, pienso. No debo ponerme tan paranoico. Nadie en Lima, salvo mi suegra, podría disponer de los recursos y la sevicia de conseguir un mortero y dispararlo a mi búnker.
Lo bueno de que vengan a matarme los gorilas de Chávez es que, si tienen éxito, moriré rápidamente y con la gloria de perder la vida por defender mis ideas. Lo bueno de que me maten los sicarios de Caracas es que me ahorrarán el trabajo de hacerlo yo mismo cuando comprenda que ha llegado la hora de partir. No quiero morir como mi padre, después de una quimioterapia. No quiero morir como el tío Bobby, humillado por una enfermedad. Quiero una muerte repentina, calculada y a ser posible pública y gloriosa. Quiero una muerte en combate, una muerte en medio de un fuego cruzado, una muerte después del placer de ver morir a uno o dos de mis enemigos. Esa sería la muerte perfecta: cargarme a un par de los sicarios que me han emboscado, verlos caer despanzurrados, vomitar una lluvia de plomo sobre ellos y que uno de esos cabrones, ya caído, antes del último estertor, consiga disparar y reventarme el corazón y que mi cadáver quede tendido sobre una calle de Lima y lo cubran los peatones con páginas del diario Trome, sección La Malcriada del Día.
Vengan a matarme, cabrones. Los espero con entusiasmo. Moriremos juntos y me cubrirán de gloria inútil (pero gloria al fin) y me salvarán de una muerte mediocre, penosa, vulgar. Moriré matando y honrando así la memoria pistolera de mi padre.
Mequetrefes, bribonzuelos, cacasenos, hampones de pacotilla, sicarios baratos, flatulentos matones: vengan por mí, aquí los espero, no les tengo miedo, les agradezco de corazón que se tomen el trabajo de venir a matarme, vivir es un oficio extenuante y morir matando debe de ser la mejor manera de morir, sobre todo si alcanzo a matar a dos o tres crápulas al servicio del dictador de Caracas y los volteo como arepas y los dejo tirados en la calle como cachapas derretidas.