JAVIER CORTIJO
Lo contaba su señora madre Pilar en sus memorias: la primera vez que su hijo Javier se puso a las órdenes de un director a la tierna edad de cinco años, ya apuntó maneras, actitudes y carismas. Ocurrió en una escena de la teleserie «El pícaro», en la que un malandrín le amenazaba con un arma y, a continuación, el crío tenía que echarse a llorar sonoramente. Pues bien, el pequeño aprendiz de actor no sólo mantuvo el temple sino que se carcajeó en la cara del pajarraco ante la sorpresa general. Y el director de turno, que no era otro que Fernando Fernán-Gómez, en vez de mandar «¡a la mierda!» al respondón crío, le rió la ocurrencia pronosticando que «seguramente el chaval de mayor también será un pedazo de pícaro».
Así se empieza a forjar una leyenda, desde la cuna más desenfadada y respondona. Aunque, por supuesto, y como él mismo recordó en el speech de recepción de su Oscar por «No es país para viejos», de casta le viene al galgo. Los Bardem son lo más parecido a sagas legendarias como los Barrymore, los Fonda o los Huston que tiene el cine español, salvando las distancias y las coyunturas. Rastrear en su frondoso árbol genealógico puede dar algunas pistas de su talento indomable: sus abuelos Rafael Bardem y Matilde Muñoz Sampedro pertenecieron a esa estirpe pionera de «cómicos» que saltaron con o sin red al cine español de la posguerra; su madre Pilar, genio y figura, sigue al pie del cañón (en breve estrenará «La vida empieza hoy», de Laura Mañá); su tío Juan Antonio Bardem fue uno de los mejores directores de nuestra industria; su primo Miguel también ha probado suerte detrás de las cámaras con fortuna («Incautos», «Mortadelo y Filemón 2»); y su hermano Carlos, aparte de reputado novelista, es una de las presencias características más habituales del último cine español, siendo nominado al Goya al mejor actor de reparto por «Celda 211».
Vamos, que si Penélope Cruz y él se animan con la descendencia, mucho se tendrían que torcer las cosas para que la criatura no le dé antes al «método Strasberg» que al «método Pocoyó».
Vistos antecedentes y gateos de nuestro protagonista, pasemos a sus primeras zancadas, que en este caso llegaron gracias al físico labrado en los campos de rugby de su juventud. Un territorio donde el rudo y gladiador (aunque siempre noble) Bardem no se arrugaba precisamente, a tenor de lo narrado por compañeros de melés y hematomas como Emilio Saliquet, quien le dedicó una de las portadas de la influyente revista de tendencias «Vanidad» allá por 1993, cuando Bigas Luna le coronó de testosterona y adelfas en «Huevos de oro». Apenas había arrancado el motor y el tipo ya empezaba a oler a icono.
La hora de los ídolos
Durante los siguientes años, la carrera de Javier Bardem progresó adecuadamente y con un ideario cristalino que nos expresó en una entrevista publicada en el suplemento «Tiempo Libre» de ABC a principios del 99 con motivo del estreno de «Entre las piernas», de Gómez Pereira: «Estamos en un momento de dispersión en el que necesitamos ídolos, y por tanto todos tenemos derecho a nuestra media hora de gloria. Así que el actor español con éxito está sobrevalorado cien por cien: la crítica siempre nos salva y nosotros nos creemos casi mesías. Ha sido todo llegar y besar el santo, incluido yo mismo. No siempre es bueno ser héroe nacional así como así». Una parrafada algo inédita en aquella época (recuerdo que buena parte de la entrevista, compartida con su compañero de reparto Carmelo Gómez, se la pasó ejercitando su mandíbula por culpa de que «no he podido dormir mucho por culpa de toda esta movida de la película, perdóname, tío»). Brutalmente honesto este Bardem, seguramente como mecanismo de defensa y exorcismo o como reflejo de la imagen de actor «bestia y que vomita todo», como él mismo se autodefinía. Precisamente estos parámetros, aplicados a cuestiones y opiniones políticas, le empezaron a granjear antipatías y polémicas que duran hasta hoy día y que, naturalmente, afectan también a otros miembros de su familia. Nunca llueve a gusto de todos, ya se sabe.
El caso es que, entre unas cosas y otras, al año siguiente emigra a Hollywood y es nominado por primera vez al Oscar por «Antes que anochezca», de Julian Schnabel, entrando automáticamente en otra dimensión y permitiéndose rechazar cantos de sirenas de tótems del calibre de Spielberg. A partir de entonces, pocas filmografías a nivel mundial han rayado a tal altura (si creen que exageramos, empóllense imdb.com), a pesar de algún tropiezo como «Los fantasmas de Goya» o «El amor en los tiempos del cólera». Y de ahí a un futuro que, como le ocurre a su amigo Amenábar, Bardem está en disposición de manejar como quiera, cuando quiera y, seguramente, al precio que le dé la gana. A la vuelta de verano le veremos junto a Julia Roberts en «Come, reza, ama» y, a finales de año, su esperado «Biutiful» a las órdenes del mexicano González Iñárritu. Y, a la vuelta de la esquina, Terrence Malick.
Tal vez sólo le reste una asignatura pendiente: su trato con la prensa. O más bien la fama de su trato con la prensa. Una última batallita anecdótica: durante la promoción del documental «Invisibles» (2007), concedió entrevistas telefónicas (práctica no muy habitual entre los profesionales del cine) amablemente a todos los medios especializados que lo solicitamos. E incluso se esforzó en «hablar despacio y vocalizar por una vez». Ya, sus detractores pueden saltar diciendo que le convenía estar suave porque él producía la película. Pero sus detractores seguramente no tienen un Oscar, una Palma de Oro, un Globo de Oro, dos Copas Volpi de Venecia, dos Premios del Cine Europeo, cuatro Goya y lo que te rondaré morena. Además, para españoles universales simpáticos ya tenemos a Banderas, ¿no?