El mojito más delicioso del mundo
Por Jorge Posada escritor cubano. Reside en Miami.
Alguien dijo alguna vez que la nostalgia empieza por la música. Por alguna razón que no logro descifrar, los boleros de Olga Guillot forman parte importante de mi infancia. Hay momentos que no se olvidan nunca, que forman parte de la historia personal de cada cual y que irremediablemente regresan. En muchos de esos recuerdos de mi niñez en Guanabo, en Jaimanitas, en el Coney Island, en el Wajay, en los Jardines de La Tropical se escucha desde una victrola un bolero de Olga Guillot.
El bolero lo inventó en 1885 un santiaguero, Pepe Sánchez, cuando compuso Tristezas, pero sólo fue en 1954, con Miénteme, del mexicano Chamaco Domínguez, interpretado por Olga Guillot, también santiaguera, que el bolero alcanzó cúspides jamás vistas. Olga Guillot se hizo continentalmente famosa, y con Tú me acostumbraste, La noche de anoche, Eso y más, La gloria eres tú, Palabras calladas (boleros de una velada sensualidad: las letras más hermosas, extrañas y tristes que se hayan escrito) cambió el género para bien y para siempre. Desde entonces la Guillot --como desde entonces empezaron a llamarla-- fue para el bolero lo que es Carlos Gardel al tango, Elvis Presley al rock y Pedro Infante a la ranchera: la reina absoluta.
Dos veces en mi vida vi a Olga Guillot. De la primera no me acuerdo, pero mi madre me ha hecho el cuento. Yo tenía tres años y ella nos llevó a mi hermano y a mí a un programa musical que se transmitía por Radio Progreso. La orquesta empezó a tocar y el ruido del piano, de las trompetas y de los trombones era al parecer tan fuerte que empecé a llorar sin que nadie me pudiera controlar. Desconsolada, mi madre me sacó del estudio y en eso pasaba por un pasillo Olguita Guillot. ``¿Qué le pasa a este niño?', le preguntó a mi madre, que no supo explicarle. ``Déjame ver si yo puedo tranquilizarlo', le dijo. Entonces me cargó, me cantó algo al oído y para sorpresa eterna de mi madre me calmé.
La segunda fue hace algunos años en un trepidante cumpleaños al que yo había ido a trabajar como bartender. En medio de la diversión, la conversación y la algarabía, Olga Guillot llegó y enseguida, acaso sin proponérselo, se convirtió en el centro de la fiesta. Al rato, se levantó y se acercó al mostrador del barcito donde yo abría una cerveza tras otra, y les inventaba desde un cubalibre y un bloody mary hasta un cosmopolitan a los sedientos invitados. ``Oyeme mi vida --me dijo--. Prepárame algo rico'. Luego, me regaló una sonrisa cálida y concluyó:
--Algo que me guste de verdad.
Traté de ganar tiempo para saber qué responderle y sin mucha convicción le dije:
--Te voy a hacer un trago que no vas a olvidar, pero no te voy a decir qué es hasta que lo pruebes.
Se rió, me dijo ``Ahora vuelvo', y se puso a hablar con alguien que la saludó.
En un vaso alto, eché dos ramitas de yerbabuena, una cucharada y media de azúcar y machaqué un poco con un mortero. Luego le agregué el zumo de un limón, agua mineral, tres cubitos de hielo, onza y media de ron blanco y revolví todo bien. Entonces le hice una seña a Olga Guillot para decirle que su trago estaba listo. Después que lo probó le pregunté qué le parecía y me respondió: ``Ay, mi amor, es el mojito más delicioso del mundo'. Nunca antes había hecho un mojito así; nunca más volveré a hacer otro igual.