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De: melaocubano (Mensaje original) |
Enviado: 01/08/2010 12:40 |
La cosa se llama fiesta
La cosa se llama "la fiesta". Lo digo así, de primeras, para destacar el hecho de que en la mayor parte de España matar causando un enorme sufrimiento a un bovino sea una actividad lúdica autorizada. Esto ya bastaría para sorprenderse. Pero más alarmante resulta aún que la decisión de prohibir esta práctica tomada por un Parlamento democrático, tras un buen debate y una total transparencia en el voto, haya sacado a la luz banderas españolas de las más ocultas cavernas y resucitado argumentos aún más cavernarios. A tanto se ha llegado, que de la lectura de algunos escritos se concluye que el toro bravo acude a la plaza feliz y contento porque va a recibir la muerte tras un completo ejercicio de autorrealización a base de puya, banderilla y espada. O dicho de un modo más elaborado: son muchos quienes consideran que tratar bien a un toro de lidia consiste precisamente en lidiarlo. Aunque en principio parezca delirante, el argumento se ha convertido en el alma del debate. Veámoslo con detenimiento.
Los protaurinos niegan el maltrato animal y sostienen que como el toro bravo no es fruto de la evolución sino del designio humano, bueno y moral es hacer lo que nos plazca con él, es decir, tratarlo de forma acorde al fin para el que fue creado, en este caso, morir en la plaza. Eso significa para ellos tratarlo bien.
El problema radica (aparte de lo mal que suena decir que se trata bien a un cerdo cuando se le degüella) en que con este principio queda autorizada cualquier aberración contra los animales con tal de que se ajuste a un proyecto nuestro. Algo que quizá sea aceptable en términos de investigación médica o mera supervivencia (siempre que no haya alternativa razonable), pero que en actividades lúdicas es perfectamente criticable si generan dolor y muerte. Hablando en plata, el dominio sobre un ser vivo, no nos autoriza a hacer lo que nos venga en gana con él. Existen límites.
El segundo gran argumento protaurino deriva directamente del anterior. Dado que podemos hacer lo que nos dé la gana con los animales creados ex profeso, ¿cómo osa un Parlamento limitar nuestra libertad? La respuesta es simple: porque a eso se dedican los parlamentos. Prohíben, autorizan e imponen condiciones, sobre todo, en asuntos tan próximos como los espectáculos públicos.
La idea de que las cámaras parlamentarias no son quienes para prohibir usos y costumbres, y que su función debe limitarse a garantizar su continuidad, so pena de convertirse en una especie de dictadores de la moral, resulta fácilmente desmontable aplicado al caso de los toros. Primero por su inconsistencia lógica, porque criticando el prohibicionismo impone otro aún mayor, como es el de prohibir a los parlamentos prohibir. Y segundo, porque si damos por buena la premisa de que vetando los toros se ataca la diversidad de usos y costumbres de un país, también lo tendríamos que hacer cuando se prohíbe fumar en el trabajo o conducir a 180 kilómetros por hora, por muchos y concienzudos defensores que avalen e incluso tengan como tradición la conducción temeraria o llenar de humo la sala donde trabaja una compañera embarazada. Aunque, visto lo visto, me temo que a muchos esto también les parecerá inquisitorial.
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De: Fernk1 |
Enviado: 01/08/2010 14:55 |
Estoy de acuerdo, menos que parece ser que en los últimos sondeos, la mayoria de la población española, no le gusta la "fiesta de los toros"...yo preferiría tener un referendum sobre el mismo....no solo sobre la tauromaquia, sino con cualquier forma de diversion mediante el sufrimiento de un animal. Os dejo con un articulo muy interesante que nos recuerda un poco la historia del tema, y lo poco que han cambiado las cosas:
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En un país asolado por los incendios forestales, la contaminación de las aguas, la desprotección de los ecosistemas, la caza abusiva y la urbanización desmadrada, no parece que la abolición de las corridas de toros sea la más urgente de las tareas que se nos plantean a cuantos amamos la naturaleza. Sin embargo, hay problemas que conviene atajar no sólo por su gravedad sustantiva, sino por su valor emblemático. Si el enfermo acude a la consulta con un trozo de mierda en su mejilla, conviene que el médico le recomiende que empiece por lavarse la cara.
Desde la Baja Edad Media hasta principios del siglo XVIII toda Europa era sucia, chabacana, supersticiosa y cruel. Las calles estaban llenas de excrementos; las pestes y epidemias diezmaban la población, y las matanzas, torturas y mutilaciones estaban a la orden del día. Las ejecuciones públicas y las quemas de herejes o sediciosos eran los espectáculos más populares. Aunque menos multitudinaria, también la tortura de osos, toros, perros, gallos y otros animales tenían su público soez y apasionado. Esa Europa negra dejó de serlo gracias al esfuerzo de racionalización de las ideas y suavización de las costumbres que fue la Ilustración. La España negra posterior es el resultado de haber carecido de Ilustración en nuestra historia.
El adjetivo castellano cruel viene del latín crudelis, que a su vez procede de cruor (sangre derramada). Crudelis es el sanguinario, el que hiere hasta verter sangre, o el que se complace viendo cómo la sangre brota de las heridas. En este sentido literal de la palabra, eran crueles los espectadores del circo romano, que se complacían viendo derramarse la sangre de animales y gladiadores. Su crueldad contrastaba con la sensibilidad más refinada y suave de los griegos clásicos, aficionados al atletismo y al teatro de ideas. En la España del siglo XVII los nobles aburridos entretenían sus ocios alanceando los toros a caballo. El pueblo llano los torturaba a pie. En el Alcázar de Madrid se laceraba y acribillaba a los toros hasta que éstos, desesperados, se lanzaban por un portillo abierto al precipicio posterior, en el que caían y se estrellaban, destrozándose y saltando sus miembros y vísceras por el aire, con gran regocijo de una corte grosera que miraba y aplaudía. De todos modos -y en contra de lo que ciertos antropólogos de vía estrecha quisieran hacemos creer- la crueldad no era ni es una originalidad étnica o racial de los españoles, sino una característica común a la Europa preilustrada.
En Inglaterra, por ejemplo, las fiestas de toros no eran menos crueles que en España. Como Vicky Moore ha documentado recientemente, desde el siglo XII hasta el XVIII eran frecuentes los espectáculos de bull-baiting, en los que el toro era hostigado, acribillado, atado y mordido por perros especialmente amaestrados. Esta fiesta se celebraba en un bull-ring o plaza de toros circular, con los espectadores situados en gradas alrededor. También había bull-runnings, comparables a los encierros de San Fermín y a las torturas callejeras de toros al estilo de Coria. En Stamford (en Lincolnshire) se celebraron hasta bien entrado el siglo XIX. También eran populares las corridas de osos (bear-baitings), aunque mucho menos frecuentes que las de toros, pues los osos eran más raros, caros y difíciles de conseguir. La actual sensibilidad de los ingleses por los animales no es ninguna virtud racial, sino el resultado de un largo proceso de aprendizaje intelectual y moral. No en vano fue Inglaterra la cuna del pensamiento ilustrado, que desde el siglo XVIII inició una reacción contra todo tipo de tortura. Como ya señalaba el gran filósofo Jeremy Bentham en su obra clásica Los principios de la moral y la legislación, los intereses de los animales son también objeto de preocupación ética y jurídica, pues la pregunta esencial no es si son capaces de hablar, sino si son capaces de sufrir. Las ideas ilustradas se fueron imponiendo poco a poco. Los espectáculos basados en la crueldad fueron prohibidos en toda Inglaterra en el siglo XIX. A partir del siglo XVII se inició lo que Ortega y Gasset llamó la tibetización de España, es decir, el aislamiento de nuestro país de los vientos ilustrados que soplan en el resto de Europa.
No sólo seguíamos haciendo filosofía escolástica ramplona, y no participábamos en la gran aventura de la ciencia moderna, sino que tampoco la nueva sensibilidad moral hacía mella entre nosotros. En esa España sumida en el oscurantismo y la chabacanería fue extendiéndose y estilizándose la variedad plebeya (a pie) de la tortura pública de los toros, hasta dar lugar a la actual corrida, con su insultante cursilería, sus gestos amanerados y, sobre todo, su abyecta y anacrónica crueldad. Ya antes de salir del toril, el toro es sometido a todo tipo de mortificaciones en sus cuernos, ojos, piernas y testículos. A continuación, y ya en el ruedo, los picadores lo atacan con la pica hasta cortarles los músculos del cuello y destrozarlo por dentro. El inocente animal, chorreando sangre, y reventado de dolor, debe todavía someterse al lento suplicio de las banderillas. La espada del matador acaba de inundar de sangre sus pulmones. La puntilla es el único momento de piedad en todo ese esperpento sádico, atroz para el toro que lo sufre, y degradante para la embotada sensibilidad del aficionado que lo contempla. Afortunadamente, y aunque sea con retraso, España se está incorporando ahora al carro europeo y haciendo suyos los valores de la Ilustración. Sin embargo, la España negra todavía colea, y todavía encuentra intelectuales casticistas dispuestos a jalear todo lo más cutre y cruel de la tradición carpetovetónica en nombre de un nacionalismo trasnochado y hortera, defendido con chulería numantina frente a las críticas del resto del mundo, rechazadas como presuntos atentados a nuestro sacrosanto patrimonio étnico-cultural, aunque ya vimos que la crueldad con los toros no tiene nada de específicamente hispano, y sí mucho de simplemente rancio, atrasado y anacrónico.
Ya no hay quien pare la decadencia de la España negra, aunque el cerrar filas de los castizos en su defensa pueda frenar el proceso. El debate está servido, y sólo tiene una salida racional: la abolición de esas bolsas de crueldad -en expresión de Ferrater Mora- que son las corridas de toros, y la transformación de las dehesas ganaderas en parques naturales. El municipio de Tossa de Mar ya prohibió las corridas. La Comunidad de Canarias también las ha prohibido. En el Parlamento Europeo el tema está planteado. Esperemos que sean los parlamentarios españoles los que propugnen la abolición de este emblema de la España negra. En definitiva, somos españoles los que cargamos con la vergüenza colectiva de llevar ese trozo de mierda en la cara, y somos nosotros los que más interés deberíamos tener en limpiárnoslo.
Artículo publicado en El País en septiembre de 1991 por el catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Barcelona, Jesús Mosterín.
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