POR AYANTA
Detesto las religiones y sus dogmas. Me parecen un cúmulo de reglas absurdas y consejos trasnochados. Su principal actividad es la de censurar y, en ocasiones, matar, en nombre de un Dios diabólico, muy poco generoso, repleto de intereses económicos y políticos. Sin embargo admiro a todas aquellas personas que gozan de un sentimiento místico, alejado de la parafernalia institucional. Siento una gran admiración por todo aquel, con o sin sotana, que consigue alcanzar un crecimiento espiritual, una sabiduría, una visión diferente y más elevada de la realidad que nos envuelve. También es verdad que hay religiones mejores y otras peores, aunque, en general, resultan más dañinas aquéllas que pretenden hacer proselitismo, porque lo hacen por las buenas y si no, por las malas, lo cual resulta aterrador.
La mía, la que me pertenece por el lugar en el que he nacido, es obviamente la católica. Gracias a ella he aprendido a apreciar el arte, la literatura, incluso el teatro y la música. La misa, las procesiones de Semana Santa, las Navidades, la lectura de la Biblia, la Historia Sagrada, repleta de personajes increíbles, la vida milagrosa de Jesús... Todo me sirvió en su día para descubrir un mundo fantástico y mágico que tenía la capacidad de alimentar las artes y convertirse en fuente de inspiración permanente. Por eso me parece un error imperdonable eliminar del sistema educativo las clases de religión, o más bien de historia de la religión, puesto que es un aspecto que forma parte ineludible de nuestra cultura.
A tenor de lo que cuentan en los periódicos, quizás habría que prescindir de los curas en la educación y no de la enseñanza de esta asignatura. Yo jamás permitiría que un hijo mío tuviera un contacto cotidiano con tales personas porque me parece que han abrazado un modo de vida que choca con los dictados naturales de los hombres. Entiendo que si con el celibato se pretende eliminar una parte fundamental de nuestro ser, como es el amor y el sexo, difícil será que esto no genere algún tipo de patología. Y ya sé que es una generalización, ya sé que la mayoría no son así, pero el miedo impone la duda y, por lo tanto, la cautela.
Mejor prevenir que curar. El cura que acosa y viola a un niño no es un pederasta, es un hombre que no puede desfogar sus impulsos sexuales y lo hace, por lo tanto, con quien no tiene capacidad de réplica.
Los niños representan la perfección del universo, la suprema creación. Son seres andróginos y mudos, ingenuos y generosos, confiados por definición. Son los ángeles de este mundo, y del otro. Ellos sí son el cordón umbilical entre lo humano y lo divino y no los que se consideran elegidos para enseñarnos dónde esta la frontera entre el bien y el mal.
Ellos son los verdaderos mensajeros de la paz y no los representantes de una iglesia que ni siquiera se atreven a hacer un análisis de conciencia y denunciar lo inadmisible.
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