Son las doce de la noche, hora local. Estoy en la ciudad que se llamó Saigón. La noticia me alcanza en una de las salas de embarque de su aeropuerto. La gente se apiña alrededor de las pantal Phnom Penh las de televisión, que hasta hace unos minutos emitían una película de tiros. Un grupo de malhechores asesinaba en ella a todos los dependientes y clientes de un supermercado. Las imágenes eran truculentas: una ensalada de cadáveres. Pero la realidad, por desgracia, deja chiquita esta vez a la ficción.

Más de 300 personas acaban de morir en Pnom Penh hace un par de horas y otras tantas, con heridas de consideración, están siendo trasladadas por los servicios de urgencia a los hospitales. Las cifras son provisionales. Empeorarán.

El concierto organizado en la diminuta isla de Diamante, en el río Tonle, poderoso afluente del Mekong el espléndido paseo fluvial de su ribera oeste es la Gran Vía de Pnom Penh y aorta o femoral de agua que irriga buena parte del país, se ha transformado en un pandemónium de sirenas, bocinazos, codazos, pisotones, griterío, sangre, muerte y fugas alocadas. Un sálvese quien pueda, no por comprensible menos feroz.

La mortífera avalancha se produjo tres horas después de que yo abandonase la ciudad a bordo de un avión de línea camboyano. Eran entonces las siete de la tarde, y también veía de soslayo la tele, como ahora, mientras aguardaba mi turno frente al mostrador de facturación. Nada hacía sospechar lo que se avecinaba. Al contrario.

Todo, en la pantalla, eran parabienes, alegría, cantos festivos, rostros sonrientes, familias felices, niños revoltosos, adolescentes vivarachos, parejas de novios, vendedores callejeros, chiringuitos humeantes y bullicio popular de la fiesta más importante del año, cuyos pormenores se recogían en directo. Los sanfermines o las fallas de Camboya, por así decir. O, mejor aún, la vendimia en Haro no de uva, sino de arroz y el Rocío (sin Virgen, pero con Buda) en Almonte.

La comparación no es ociosa. Dos millones de personas, procedentes de todos los puntos del país (y yo, con mi mujer, perdido entre ellas), habían llegado en los tres días anteriores a Pnom Penh para celebrar durante otras tantas jornadas, como lo hacen año tras año, el fin de la estación de las lluvias y el comienzo de la cosecha.

Arroz nuevo, vida nueva. Ha sido siempre en estos pagos y siempre será así. A nadie se le ocurriría decir en Camboya lo que dicen en Italia: Piove ¡Governo ladro!

Es el gran Festival del Agua, a la vez profano y religioso. En el panteón del animismo de la zona no hay deidades más altas que la lluvia, el arroz y el río Tonle, cuyo curso superior, ensanchándose en forma de lago que casi es océano, llega hasta muy cerca de Siem Reap, apeadero de las ruinas de Angkor.

Pero también hay demonios en ese imaginario. De repente, hacia las diez de la noche, hora local (las dos de la tarde en España), el cielo se volvió infierno y la fiesta se vistió de luto. El puente de setenta metros que desde el paseo fluvial lleva a la isla, abarrotado a causa del señuelo del concierto, se puso a temblar, y eso fue lo que provocó, al principio, la avalancha.

Al principio, digo, porque ésta, luego, fue a peor. La policía tuvo la malhadada ocurrencia de recurrir a las mangueras para despejar el lugar de autos y los violentos chorros de agua, en vez de disolver a la muchedumbre y calmar el pánico, lo exacerbaron. ¡A quién se le ocurre! Fue como si echaran gasolina para apagar un incendio.

No todas las víctimas lo han sido por colisión, aplastamiento o ahogo de quienes se zafaban del alud tirándose al río. Según los médicos, aunque la policía, de momento, lo niega, son muchas las personas que han muerto electrocutadas, por lo general de paro cardiorrespiratorio, o que han sufrido, a causa de la descarga, brutales quemaduras. La causa del cortocircuito fatal pudo ser el desplome, no confirmado, de una o varias de las farolas y postes de electricidad plantados en el puente. Pero cualquiera sabe, porque había bombillas, linternas, farolillos chinos y guirnaldas de luz, y de tente mientras cobro, por todas partes.

Ignoraba yo, cuando hace muy pocos días envié desde Battambang, a cuento de la explosión de una mina antitanque que había roto la vida de trece personas, una crónica titulada ¡El horror ¡El horror!, que hoy me vería obligado a informar de nuevo, aunque por diferentes razones, acerca de lo mismo en el mismo país.

Casi me pilla. A las cuatro de la tarde andaba yo, con Naoko, muy cerca de ese puente. Veníamos de tomar unas tapas en el Pacharán, único restaurante español de Pnom Penh, y de almorzar en el Titanic, a orillas del río, mientras seguíamos desde su veranda la vistosa regata que es corazón y columna vertebral de la fiesta. Los comensales aplaudían, discutían y reían. Los camareros, también. Sic transit.

Escribo ahora a toda mecha, en un asiento de mala muerte y con el ordenador sobre las rodillas. La megafonía anuncia la salida de mi avión. Terminaré de dar forma a estas líneas en su panza y las enviaré en cuanto llegue al aeropuerto de Kansai (Osaka). Supongo que, para entonces, David Jiménez, corresponsal de ELMUNDO.es en la zona, cuyo puesto, provisionalmente, me he visto obligado a usurpar, ya habrá cogido en Bangkok el vuelo que lo llevará a Pnom Penh.

Corto y paso, David Reza, en mi nombre, un sutra por las víctimas.