By JAIME BAYLY
UNO. No quiero irme de Miami. No quiero ir a Lima. Pero debo ir a Lima porque debo llevar regalos a mis hijas, a Silvia, al bebé que nacerá en abril, a mi madre. Debo ir a Lima pero tengo miedo. Tengo miedo a enfermarme en el avión, a que mis hijas no quieran verme, a que me esperen días tristes, infelices.
DOS. En el vuelo me resisto a tomar pastillas para dormir. Bien. Sé fuerte. Resiste. Escribe. Sólo escribiendo conseguirás aguantar esas miserables cinco horas en el avión helado. Se acaba súbitamente la batería de la computadora, pero una amable mujer comprende que necesito seguir escribiendo y encuentra un bendito enchufe y eso me salva. Odio los aviones. Solo puedo seguir volando si tengo una computadora conmigo y puedo descargar en ella todo el rencor empozado en mí. Después de tantos vuelos, he aprendido que hay enchufes al lado del asiento para conectar la computadora. Soy un tonto, está probado.
TRES. Ya es tarde para reparar el daño que has provocado escribiendo palabras descomedidas que lastimaron a quienes más quieres. Ya es tarde para pedir perdón cuando todo es silencio. Onetti decía que sólo hay que escribir palabras mejores que el silencio. Yo no sé escribir nada mejor que el silencio y sin embargo escribo palabras tóxicas, envenenadas, que son un estruendo brutal en los oídos de las personas que más quiero. Es el rasgo de mi carácter que más deploro y que sin embargo no consigo eliminar o siquiera atenuar: siempre termino haciendo llorar a las personas que amo, siempre termino escribiendo cosas rabiosas que humillan a quienes amo de veras. Yo siempre he escrito (y, peor aún, publicado) palabras que dinamitaban el silencio y lo hacían volar en mil pedazos en medio de un fragor vicioso. Yo siempre he empobrecido el silencio, lo he acanallado. Y sabiendo que no puedo mejorar el silencio y que mis palabras harán daño, no puedo dejar de escribir con cierto goce autodestructivo. Y entonces estoy en Lima y las personas que más quiero no tienen ya ganas de verme y me hacen saber que les deje los regalos con el portero. Es el precio que debo pagar por destruir el silencio con palabras insidiosas, crueles, palabras dictadas por esa rabia creciente que habita en mí y que no encuentro manera de amansar.
CUATRO. Algunos suelen decir: cuando te dan limones, haz limonadas. Todos los días en Lima los paso haciendo limonadas que me saben agrias. Trato de aferrarme a las pocas personas que todavía me quieren o que todavía quieren verme o recibir un regalo de mí. Trato de no lastimar a esas pocas personas que aún no han desertado de mí. No sé qué me haría sin ellas, sin ella.
CINCO. No importa quién comenzó las hostilidades, quién tiene la razón, quién hizo tal o cual cosa inapropiada. Lo único que importa (y duele) es que ellas ya no están. Y eso, su ausencia, el vacío que han dejado en mí, es triste y doloroso porque sé que yo tengo la culpa de que ellas ya no estén. Tengo el mal presagio de que no van a querer estar un tiempo largo. Tengo que acostumbrarme a vivir sin ellas. No es fácil. Pero nada es fácil. Vivir no es fácil para nadie. Supongo que para ellas tampoco será fácil tener a un padre como yo. Vivir es un oficio arduo, extenuante. Y sin embargo hay que resistir, persistir, sobrevivir. Hay que aguantar a pie firme el mal tiempo y la borrasca hasta que escampe y salga el sol. Pero como en Lima no sale el sol, o cuando sale es apenas pálido, tengo que irme porque Lima me está matando.
SEIS. Hacía más de un año que no venía a Buenos Aires. No voy a mi departamento, me trae malos recuerdos. Paso por el edificio, pago los cuentas, saludo al entrañable portero uruguayo y me voy a un hotel. En Buenos Aires sí que sale el sol, y los atardeceres tiñen el cielo de unos matices rosados que me deslumbran, y en los noticieros anuncian una lluvia que nunca cae. De pronto, tomando un café más, leo que Calamaro deja una discreta señal de sus penas de amor cuando evoca lo que quedó escrito en un libro que supo perdurar: ``Y en su destino inconstante, solo el gaucho vive errante, donde la suerte lo lleva'. Yo no sé si soy el gaucho errante, sólo tengo la certeza de que el destino es inconstante y que voy adonde la suerte me lleva.