Fidel Castro una vez más haciendo el ridi-culo durante un encuentro amistoso entre cubanos y venezolanos, estos últimos encabezados por Hugo Chávez, realizado en Venezuela 2000.
Por Félix Luis Viera, México DF
Cuando Fidel Castro, en 1961, estableció el deporte como un derecho del pueblo; es decir, cuando proscribió el profesionalismo y declaró que en lo adelante el deporte cubano sería aficionado (amateurismo, aunque esta palabra también quedaba proscrita), los más dañados fueron los beisbolistas cubanos de entonces, que quedaron “fuera de juego”, al menos en su patria. En la fecha referida, Cuba —que siempre fuera una potencia en cuanto a nutrir a ligas superiores— tenía 62 peloteros en Grandes Ligas, quienes nunca pudieron volver a la patria definitivamente. Los otros perjudicados fueron los fanáticos (llamados “aficionados” a partir de entonces), quienes jamás pudieron ver un béisbol en realidad de alto calibre y, por otra parte, nunca tuvieron acceso por vía alguna para disfrutar los encuentros de la Major League.
Aunque el “béisbol revolucionario” tuvo un innegable desarrollo desde finales de la década de 1960 y hasta aproximadamente las postrimerías de la de 1970, cuando, más que en fechas venideras, no pocas estrellas brillaron tanto por sus condiciones innatas como por las facilidades que ofrecía la dictadura para el desarrollo del deporte.
Nadie podría calcular cuánto se ha gastado desde los primeros años del castrismo en la construcción de escuelas e institutos deportivos en todo el país; cuánto se habrá invertido en el mantenimiento de estos monstruos, en las nóminas para la docencia y otros gastos colaterales como los de transporte, indumentaria, equipos, burocracia, etc. Es decir, aquel precepto iniciático de “derecho del pueblo” resultó solo palabras: la finalidad en verdad fue siempre el “medallismo”, el olimpismo. Las delegaciones deportivas cubanas, en un evento mundial y luego en otro tras otro, alcanzaron muchas veces más medallas que países como Canadá, Australia, Francia y otras naciones desarrolladas, amén de que lograran más triunfos que países no desarrollados pero con una población mucho mayor que la de la Isla. En una ocasión, allá en la tierra, el que suscribe se decidió a opinar que algo andaba mal en un país pequeño, subdesarrollado, con un mercado interno notablemente pobre y dependiente económico de otro (la URSS) cuando alcanzaba más medallas olímpicas que los antes referidos. Era algo elemental, no había que ser un genio para diagnosticar que el incesante despilfarro de recursos en pos de un título deportivo internacional, afectaba sin duda el desarrollo de otras áreas mucho más importantes, y urgentes, para el bienestar común. ¿Cuánto le costaba al pueblo de Cuba una medalla olímpica si, desde niños, en cientos de escuelas de deportes y otras de perfil deportivo se entrenaban miles y miles de alumnos —con el consiguiente gasto que esto implicaba— a ver cuál de ellos “llegaba”, si es que llegaba, a clasificar al menos como un atleta de “alto rendimiento”? ¿Cuántos atletas de “alto rendimiento” coronaban el objetivo de conformar la selección nacional que fuese? ¿Cuántos de éstos subían al podio de los vencedores? Acaso uno, dos, tres, diez. De nuevo la pregunta: ¿cuánto habrían costado esa una, dos, tres o diez medallas? Y algo más pragmático: ¿en cuanto se había enriquecido la mesa —la mesa de comer digo— y el nivel de vida en general de los ciudadanos porque el representante de la Isla hubiese saltado más alto o llegase primero en la prueba de los 100 metros planos o lanzara el martillo más lejos?
En medio de la penuria —unas veces más aguda que otras— los deportistas “medallistas” resultaron favorecidos por la dictadura tanto en el orden moral como en el material: tratamiento de héroes en el primer caso; viajes al extranjero, automóviles, viviendas, en el segundo. Con esto bastaba para que, entonces, esos hombres se sintieran por encima del resto de la población de a pie. Y si así sentían no sería por vanidad, sino porque en verdad éste era su estatus. En medio de la carencia total, tener acceso a una grabadora de música, por ejemplo, era un privilegio. Pero el tiempo, junto con las conciencias, da la vuelta. Luego, muchos comprenderían que solo estaban recibiendo un parte ínfima de lo que merecerían por hacer lo mismo en otras latitudes. Y que eso de ser “un guerrero de la patria” en el terreno de juego, ya sonaba a la peor retórica. Y da el tiempo otra vuelta y muchas de aquellas estrellas deportivas afrontaron y afrontan la época de decadencia en la peor miseria; es decir, el olvido de los mismos que antes los auparon, los utilizaron, los ha sumado al saco de la penuria ambiente.
En su afán de guerra —para la dictadura, el deporte siempre fue una “guerra”, sobre todo contra el enemigo capitalista—, Fidel Castro olvidó el origen del eslogan “El deporte, un derecho del pueblo” y despilfarró una inmensa riqueza, que hoy nadie podría calcular, en busca de una medalla de oro en las lides internacionales. Asimismo, nunca se le dijo al cubano que en cualquier ciudad, no precisamente del primer mundo, existen gimnasios y campos deportivos gratis —sin jactanciosas campañas gubernamentales— y otros cuyos precios son accesibles para cualquier trabajador promedio.
En el caso del deporte nacional de Cuba, el béisbol, los torneos se fueron haciendo aburridos; resulta monótono jugar siempre contra adversarios de sobra conocidos. Y, por otra lado, es desilusionante saberse un gran jugador, solo que, así es la suerte, hay otro aún más grande que habrá de ocupar tu plaza en el equipo nacional, de manera que hasta ahí llegaste. Debe agregarse que, cada cual en lo suyo, es de humanos que quien posee el don desee medirse con los de más alta calidad en su disciplina, posibilidad cancelada por el “aficionadismo”.
Mas, ya hoy debemos estar tranquilos: todo lo anterior será modificado o al menos atenuado. El “deporte revolucionario” se circunscribirá a su concepción original, según ha declarado Raúl Castro.
Pero la pregunta es: ¿alguien tiene el derecho de errar —de errar de manera tan costosa para toda una población— durante medio siglo y quedar impune?