Por no disponer de una vivienda común, Ernesto y Saúl, pareja homosexual con 15 años de relación, siempre debían improvisar para estar juntos.
"Aquellos tiempos, cuando lo hacíamos en parques o terrenos deportivos abandonados, han quedado atrás. Ahora somos adultos, profesionales y maduros. Gracias a parientes en el extranjero que nos giran dólares, podemos darnos el lujo de alquilar una habitación en alguna casa de citas de las muchas que abundan en La Habana", cuenta Saúl.
Desde 1994, en la capital han surgido domicilios donde parejas, tanto gays como heterosexuales, pueden intimar; aunque no todos posean divisas suficientes para pagar un par de horas de sexo.
No obstante, es una buena opción. Antes que el "período especial" trastocara el estilo de vida del cubano, agudizando aún más las carencias, existía una amplia red de posadas administradas por el Estado, en las cuales, por una tarifa módica, se permitía mantener relaciones sexuales.
Las posadas presentaban un estado lamentable, con paredes repletas de grafitis y pequeños huecos a través de los cuales los rascabuchadores [mirones] del barrio miraban y se masturbaban. Las habiataciones tenían sábanas sucias e higiene precaria, pero eran de los únicos sitios con techo y cama donde las personas sin intimidad podían hacer el amor. Claro, no se aceptaba a homosexuales.
Claro que había posadas más decentes, con aire acondicionado y neveras. Quedaban lejos de la ciudad y resultaban caras al bolsillo promedio. Fuera de estas ofertas, las otras opciones para quererse eran conocidas por todos. Escaleras de edificios, solares yermos, parques públicos donde con antelación los muchachos del barrio se hubieran dedicado a romper las bombillas.
Luego, con la llegada del "período especial", las jóvenes parejas e incluso muchos matrimonios se las vieron moradas. Los motivos son varios. Uno de ellos, en la Isla son muy pocos los jóvenes que pueden permitirse un hogar propio. Por lo general, conviven bajo un mismo techo hasta tres generaciones.
A quienes sufren esta situación, la mayoría, no le queda otro remedio que acostarse con su pareja en cualquier rincón. Incluso en los arrecifes del malecón o en el asiento trasero de un ómnibus, de madrugada. "Por las mañanas, camino al trabajo, estoy siempre atento a sitios abandonados y discretos, para por la noche ir con mi novia", dice Gerardo, ingeniero de 26 años.
Pero si difícil es para la gente joven encontrar un sitio tranquilo y agradable en el que hacer el amor, para un matrimonio con hijos, con los que comparten habitación, resulta más complicado aún. Es el caso de Rosendo, 39 años, padre de tres hijos.
"Me paso meses sin tener sexo. Ya me he adaptado. Antes subíamos a la azotea del edificio. Pero desde que nos enteramos que los vecinos nos espiaban, las ocasiones para 'templar' son mínimas. Imagínate, dos de mis hijos duermen en una cama al lado de la nuestra. En nuestra casa, además de mis padres, viven mi abuela y mi bisabuela. Nunca tenemos chance", confiesa Rosendo.
La situación es diferente para los cubanos que reciben remesas del extranjero, tienen negocios ilegales o son dueños, por ejemplo, de una paladar. Suelen ir a casas que alquilan habitaciones por hora. El confort está garantizado. Cuartos climatizados. Agua fría y caliente. Neveras cargadas de cerveza y también 'saladitos', chorizo y queso gouda. Una gaveta con condones. Y en el techo y las paredes, espejos para despertar el erotismo.
El problema son los precios. Tres horas de sexo cuestan 10 dólares. Sin tomar cerveza ni comer nada. "Por norma, una pareja gasta de 20 a 30 dólares. Los clientes habituales son gays maduros, jineteras con sus extranjeros y una élite de gerentes con sus queridas jóvenes", señala Regino, dueño de una casa de citas en el populoso municipio 10 de Octubre.
Aunque existen parejas de homosexuales acomodados, como Saúl y Ernesto, que pueden gastarse 20 dólares cada vez que desean tener sexo, la mayoría de los gays se encuentran en parques y pasillos oscuros. "En los cines y en todas partes existen rascabuchadores. Cuando los descubren, la emprenden a golpes o les tiran cubos de agua fría", dice Rolando, de 42 años, peluquero.