A ESE SEÑOR DIFICILMENTE LE PODREMOS DAR EL ADIOS final, pues siempre lo
tendremos que tener en mente,todos los que de una forma o otra hemos visto pasar
nuestra adolencencia,juventud y vejez sufriendo la falta de libertad o la perdida de la patria que nos vió nacer.
POR NORBERTO FUENTES
No importa si lo aman o lo odian, pontifica The New York Times, pero la mayoría de los cubanos no conciben la vida sin Fidel. Con una mezcla —que a él le ha funcionado muy bien— de guerrero victorioso y de irresponsable, Fidel Castro dotó al país de lo que éste —es evidente— necesitaba desesperadamente: del espíritu de grandeza. Pareció ser de muy poca importancia que Cuba mostrara un sostenido y aceptable desarrollo socio económico —muy por encima de las vecinas repúblicas bananeras.
Él no ha eludido el detalle en los cientos de horas de discursos y proclamas, al comparar la aventura de la Revolución Cubana con la marcha del Quijote. Aunque fue su imagen, sin duda, la que obró el milagro de cautivar no sólo a los cubanos, sino a una buena parte de la humanidad.
Aquel escenario internacional que se asfixiaba bajo los designios de dos vejetes malhumorados (y calvitos ambos) —Eisenhower y Jruschov— conoce de pronto los arrestos de un joven, hijo de gallego, estatura de atleta, la voz grave, barbudo, armado hasta los dientes y con un ajado uniforme de guerrilla, que trae el insólito plan, luego de descabezar la dictadura de Fulgencio Batista— de acabar con los abusos de los yanquis al sur del continente (proyecto que pronto extenderá hasta África). Pero —y esto fue esencial en el embrujo—: no habría leyes para él, y por supuesto, para ninguno de los millones de seguidores que obtuvo de inmediato, apenas entró con su columna de tanques en La Habana de 1959. Era la primera condición del contrato con una nación que José Martí había descrito (junto al resto de América Latina) como «hija del perro de presa».
Para su suerte, por añadidura, no tenía nada que imponerse así mismo: era su naturaleza. Al galope de su caballito Careto, montado a pelo, en los montes de Birán. Así iba a gobernar durante casi medio siglo a una población de leales proscritos y donde periódicamente se promulgaban leyes que derogaban leyes recientes sobre los mismos asuntos. El reino del desacato. Desacato que él tuvo la habilidad de proyectar siempre hacia fuera y de eludir sus efectos en el ámbito interno. Se requería, sin embargo, de un basamento, al menos uno ideológico, ya que no había un aceptable sustento jurídico.
Jean Paul Sartre lo definió desde muy temprano como el contragolpe, y hasta lo teorizó en sus escritos. En efecto, fue en las maniobras a la defensiva donde encontró la verdadera ideología del proceso. Aunque este no hubiese servido de nada si los americanos no lo hubiesen provisto permanentemente de los argumentos, y no han hecho otra cosa desde que triunfó la Revolución.
Ernesto Che Guevara tenía una definición de Fidel Castro que redondea el andamiaje de su estructura personal y política, y no es algo que el argentino soltara nunca en público. Él decía que Fidel era un genio en saber avanzar con el enemigo. Es decir, el guerrillero impetuoso y en apariencia irresponsable y el paradigma universal de rebeldía, es un político minuciosamente calculador y, sobre todo, que supo en todo momento hasta dónde podía atreverse con los americanos. Un solo fallo estratégico en ese modelo de precisión: no haber previsto el colapso soviético, infatigables aliados que proporcionaron sin regatear cuantiosos recursos económicos —entre los 65 000 y los 100 000 millones de dólares desde 1961 hasta 1991— que él no solo cortejó con gracia y vehemente sentido de hermandad sino que supo retribuir con un aire de renovación para su gastado liderazgo comunista.
Un día, al principio de los 80, en defensa de los gastos que ocasionaba su empeño en ofrecer servicios gratuitos cada vez más sofisticados de medicina y educación (hasta nivel universitario) a toda la población, Fidel dijo: «Señores, yo no sé hacer la Revolución de otra manera.» La desaparición de la Unión Soviética y con ello el corte abrupto de su logística, convirtió los sueños paradisíacos en un fracaso económico y en la carga —que arrastrará sobre los hombros hasta el fin de sus días— que implica dejar un país en ruinas.