¿Cuánto esperpento está dispuesta a asumir la Iglesia Católica cubana con tal de "conseguir" (santa y callejera palabra) algunos minutos de televisión? ¿Lo hemos visto todo, o todavía falta más?
Monseñor De Céspedes es un viejo conocido de las relaciones Iglesia-Estado. Incluso en los períodos más difíciles, ahí estaba el tataranieto del Padre de la Patria para sosegar las tensiones. ¿Por qué?
Miembro de la Academia Cubana de la Lengua y único integrante del clero católico que esporádicamente publica en la prensa oficial, De Céspedes acusa ahora a su propia Iglesia, en el prime time de la televisión oficial. La homologa al Estado en la cruzada de los años 60 y asegura que la responsabilidad por los enfrentamientos es "compartida".
El eterno obispable coloca en el mismo plano a los que perdieron colegios católicos y medios de comunicación y fueron expulsados de la Isla (130 sacerdotes y un obispo), con los que ordenaron todas esas tropelías. Su mea culpa es un sinsentido y solo se explica desde el afán de protagonismo de una mente brillante, pero fuera del juego, relegada a asuntos administrativos menores.
¿Cuántos religiosos creen verdaderamente que el clero tuvo las mismas responsabilidades que el Gobierno en aquella ruptura? Es cierto que la Iglesia es una organización privada muy poco democrática, cuyo modo de funcionamiento no tiene nada de ejemplar, desde el punto de vista del ejercicio del poder. Pero equiparar su actitud de los 60 a la de Fidel Castro resulta insultante para las víctimas.
Estas y otras cuestiones llevan a De Céspedes a asegurar en televisión que la situación actual de la Iglesia en Cuba es "normal", e incluso "más normal" que en muchos países católicos. El académico de la Lengua debería explicar, con todas las consecuencias, su concepto de normalidad. Porque lo habitual no necesariamente es lo normal. Que los cubanos nos hayamos adaptado al statu quo, sobreviviendo de mil maneras, no significa que aprobemos el orden existente. Sobre todo, porque la Iglesia sabe perfectamente que los efectos colaterales de toda subsistencia provocan las mayores crisis morales de la humanidad.
Una historia urbana, probablemente apócrifa, cuenta el supuesto diálogo entre un alto dignatario de la Iglesia cubana y la jefa de Asuntos Religiosos del Partido Comunista. El primero le reprochaba el ninguneo de Granma con las noticias religiosas, y la segunda le contestaba que el diario oficial tampoco publicaba los escándalos de pederastia en la Isla. Un pacto macabro en toda regla. Da igual si la historia es cierta o no. Lo relevante es que retrata una situación anormal, por más que le pese a De Céspedes, que puede visualizarse en muchos otros aspectos.
Esa jerarquía eclesiástica encerrada en sí misma, que encaja mal las críticas y se da el lujo de tener una política comunicacional casi tan restrictiva como la del propio régimen, está menos preparada que un cuentrapropista para enfrentar un futuro de libertad.
La Iglesia que tan buenos favores ha tributado a los cubanos durante estos años y, la otra, que ha mirado hacia otra parte con tal de retomar, a cualquier precio, uno de los tantos caminos de la evangelización, se encontrarán algún día ante la opinión pública, en igualdad de condiciones, y cada cual podrá sacar sus conclusiones.
Por suerte, existen aún personalidades del clero renuentes al oprobioso trueque como única opción para continuar evangelizando. Y por cierto, esa especie de emulación socialista, que establece estímulos y recompensas (autorización de procesiones y alguna prensa) a cambio de mentiras y silencios, también alcanza a otras denominaciones, como se ha visto estos días en la Iglesia Metodista.