¿Jungla o manicomio?
LA HABANA, Cuba
Los esfuerzos por contrarrestar la vulgaridad y la violencia verbal son un propósito baldío. En Cuba, cada nueva generación es más vulgar y violenta que la anterior. El proceso es inversamente proporcional a lo que nos dicen los medios de comunicación.
El orden, la mesura y los buenos modales son asignaturas pendientes; cualidades perdidas dentro de un mar de comportamientos irracionales. Las malas costumbres que predominan en barrios y ciudades de todo el país se explican, en buena medida, a partir de la desarticulación de la familia como eslabón principal de la sociedad.
Bajo las banderas de la revolución socialista, el Estado impuso nuevas reglas que dispusieron la supeditación a un partido. En esta ecuación, se sustituyó el papel de la madre y el padre en la formación de sus hijos. También habría que agregar la influencia del discurso gubernamental que, para desterrar los llamados rezagos burgueses, impuso la proliferación de la vulgaridad y la chabacanería.
Para cualquier cubano ser aporreado por un torrente de groserías, en el agro mercado, el ómnibus o en la calle, es algo tan común como tomarse un vaso de agua. Lo llamativo es que la causa para desencadenar el tropel de insultos y vulgaridades suele ser de una trivialidad tal que cualquier persona no familiarizada con estos escenarios, pensaría que somos un país de locos.
La perversión del lenguaje llega a niveles tan altos que parece imposible de erradicar. Ni profesionales, ni estudiantes universitarios escapan al hábito de hablar a gritos, con un lenguaje plagado de obscenidades. El que no asuma estas costumbres se expone al escarnio de la mayoría. La decencia es una actitud preterida; un pecado por el que podemos recibir burlas e improperios de los demás.
Ahora el Ministerio de Educación está inmerso en una campaña para cultivar el idioma como medio de interacción cultural, perfeccionar los conocimientos lingüísticos de la población y promover en la comunidad el debate sobre la necesidad de revertir la violencia verbal y la vulgaridad.
El paraíso comunista que íbamos a construir resultó ser una jungla donde el instinto aventaja a la razón. El “hombre nuevo” que puebla esa jungla, no tiene colmillos, ni garras, pero sí un arsenal de palabras soeces y gestos ordinarios que le permiten prevalecer.