Rebelde en el Imperio Romano, mártir del cristianismo, modelo de belleza masculina y musa pecaminosa para monjas, icono sadomasoquista y afiche gay.
San Sebastián
No era un dios, pero era lo segundo mejor: un santo. San Sebastián, un baby-face de torso desnudo y piel blanquísima que, atado a una antigua columna, se retuerce como un alambre mientras las flechas se hunden en su carne.
Desde el Renacimiento hasta el siglo XX –cuando se irguió como santo patrono de la comunidad gay–, la imagen fue explorada por los artistas como excusa para una investigación sobre la anatomía humana (su iconografía construyó e inmortalizó una nueva belleza masculina) y, a la vez, como símbolo de la agonía y el éxtasis.
Símbolo que podía ser cargado una y otra vez, como renovándose a cada paso y jamás agotarse. Tan es así que aún hoy sigue circulando. Acá van algunos apuntes sobre el santo y la flecha.En su última muestra en Sonoridad Amarilla, la dupla de Leo Chiachio y Daniel Giannone volvió sobre el tema: Los Sebastianos es un bordado enorme hecho con agujas-pluma sobre jean que, una vez más, resucita la imagen. Pero esta vez el San Sebastián se desdobla: los artistas se retratan a sí mismos atados al caño del patio escolar (quizás al colegio de monjas al que asistió Giannone y donde dice que tenía que esconder sus bordados, por miedo a que lo tildaran de maricón).
Flanqueados, ya no por las ruinas de la antigüedad y las nubes algodonosas del santo de Andrea Mantegna sino por unas flores esplendorosas, multicolores, que rodean a las figuras como terapéuticas flores de Bach que tranquilizan y curan. Y acá, presenciando la escena, no estamos más que nosotros. El dolor de Los Sebastianos es más privado y a la vez, al ser dos, la angustia se atenúa. Con los ojos cerrados y los músculos laxos, las figuras parecen haberse quedado dormidas en medio de su martirio, como acostumbrados a todo eso, o como si las flechas como agujas de anestesia los sumergieran en un sueño reparador.
Los cuerpos ya no son aquel cuerpo escultórico de colores terrosos del Renacimiento sino líneas sensuales mezcla de flower power y arco iris gay. Y es inevitable pasar los dedos sobre esos hilos y sentir que descansan como sobre una almohada mientras el tamaño de la tela (2,14 x 1,60 cm), al recordar el de una frazada, invita a meterse debajo.De una popularidad camp llamativa, San Sebastián, el oficial de la guardia pretoriana que en el siglo III fue condenado por el emperador romano Diocleciano por defender el cristianismo, se ha convertido en el mejor afiche publicitario sobre el deseo homosexual y, a la vez, en un retrato prototípico de lo histérico.
El guiño erótico a las flechas que lo penetran, su cabeza echada hacia atrás, su boca entreabierta –mezcla de gemido de dolor y placer–, su mirada hacia el cielo, tentadora, como invitando a probar el hilito de sangre que desde la ingle recorre su pierna. Todo traduce la imagen de un hombre embriagado en el placer de su martirio. Y lo más curioso es que este icono homosexual emerge desde el corazón mismo del cristianismo, el antagonista histórico y más feroz del deseo entre personas del mismo sexo. Como una imagen que en el camino pierde su religión.
Junto a la Santa Teresa de Bernini, la imagen de San Sebastián es quizás el mayor orgasmo místico (o encubierto) de la historia del arte. Por lo general los símbolos se crían, se desarrollan y mueren. Como una especie. Rudolph Wittkower, mientras trabajaba en el Warburg Institute en Londres por los años ‘30, publicó un estudio donde tomaba la idea de migración como metáfora para entender el movimiento de los símbolos, para intentar una teoría sobre la difusión de las imágenes, de los diseños y de los estilos a través del tiempo y las culturas.
La imagen de San Sebastián hamigrado desde lejos. Y el punto es que la fascinación gay con este santo no sólo no decae sino que crece.“Convengamos –escribió Federico García Lorca– que una de las posturas más bellas del hombre es aquélla de San Sebastián.” Se refería a la imagen que pintó Mantegna en 1480, y que hasta el día de hoy sigue siendo la más famosa. Y la mejor: la que muestra al hombre que aún no ha dejado este mundo, que aún se debate por dentro (hay otra, inferior, de Botticcelli de 1473, donde el santo aparece más frío y distante, y el efecto es infinitamente menos conmovedor). Un icono sadomasoquista, un dandy andrógino que ama la muerte como un Mishima cuya belleza florece en el momento de mayor dolor. En el libro San Sebastian: or a Splendid Readiness for Death, Louise Bourgeois, Derek Jarman, Wolfgang Tillmans, Francesco Clemente, Bavo Defurne, Pier Paolo Pasolini, Paul Schrader y Kishin Shinoyama exploran su iconografía. Pero en todos los casos son imágenes del deseo físico una vez que el amor ha sido destilado.
Después, el santo tiene sus cameos: en la película Carrie, Sissy Spacek guardaba en su armario una estatua de San Sebastián. Esa madre, fundamentalista feroz, terminaría atravesada por los cuchillos.Hace un mes, el Boston Globe sugirió que, en rigor de verdad, San Sebastián no había muerto atravesado por las flechas de los soldados romanos.
Resulta que en el Museo de Bellas Artes de Boston se había encontrado una pintura de Bernardo Strozzi que mostraba a Santa Irene removiendo delicadamente las flechas del magullado cuerpo del oficial, suavemente, como quien retira agujas de acupuntura.
Se dijo entonces que San Sebastián no sólo había sobrevivido al flechazo sino que, una vez liberado, se había dirigido nuevamente a desafiar al emperador quien, esta vez, lo había mandado moler a palos y luego lo había tirado en una alcantarilla. Pero se ve que la imagen del santo atado al árbol daba mejor en cámara que la menos glamorosa de un cuerpo deformado por los golpes. Tan buena fue la elección de la Iglesia que por su sola potencia la imagen elegida se les volvió en contra: llegó a cargarse de tal voluptuosidad que los líderes de la Contrarreforma, a comienzos del siglo XVI, decretaron que las pinturas de San Sebastián debían suavizarse para no agitar los deseos pecaminosos de las monjas.
La de Chiachio y Giannone es una imagen sobre flechas que atraviesan la carne, construida a partir de agujas que atraviesan el lienzo. Francesco Vezzoli, un artista italiano que recrea telenovelas con actrices a las que se les ha pasado el cuarto de hora, suele incluirse en sus películas y siempre que aparece, aparece bordando. Esa puntada proustiana, esos hilos uno al lado del otro, como los palitos que traza un preso sobre la pared para contar los días que pasan, son tanto para Vezzoli como para la dupla argentina una forma de conjurar el tiempo.El bordado, también, como una escritura silenciosa de los sentimientos. Y ambos –sentimientos y técnica– históricamente asociados al espacio femenino (en sus interminables esperas, las castellanas del Medioevo copiaban en punto de cruz los motivos de las alfombras que sus hombres, entre Cruzada y Cruzada, traían de Oriente) y que ahora, apropiados por los artistas, se vuelven una forma de diálogo interior que lleva una doble misión: reúne a los hombres bajo una comunidad y a la vez los libera de su condición social.
Lo que termina siendo, como dice el texto de Viviana Usubiaga que acompaña la muestra, “una historia de amor”. Una obra en donde la dupla se vuelve en sí misma el hilo narrativo. Una historia que tiñe de romanticismo lo erótico: el sexo con amor, tanto mejor. Mientrasen sus manos amorosas el bordado adquiere un toque voodoo: como una forma de meterse dentro de las personas mediante una fina aguja.