Por Rolando D. H. Morelli / FILADELFIA, PA, Estados Unidos, agosto
No vivo en Miami, aunque no puedo sino querer a una ciudad que han levantado de la nada mis compatriotas más esforzados y generosos y a los que se suman año tras año muchos otros individuos procedentes de todas partes, (Venezuela, Argentina, Perú, Colombia, Honduras, etc.) a todos los cuales une en última instancia el mismo deseo de libertad individual y prosperidad. Miami representa verdaderamente el “melting pot” americano, o como habríamos dicho en Cuba, antes de la invención de la diabólica caldosa castrista con que se intentaba remplazar una olla pletórica de sabores, un “sabroso ajiaco”.
Miami es hoy una ciudad vibrante cultural y económicamente hablando. Cuando llegué de Cuba en el año 1980 ya Miami era ciudad y representaba progreso, pero indudablemente no podía ser todavía sino la pequeña Habana, hoy es la grande. La urbe por antonomasia que fuera la capital cubana. El Mariel como tantas otras oleadas de cubanos representó en su momento una inyección permanente de energía y la posibilidad de crecimiento. Los que llegábamos, y quienes hicieron de la ciudad su lugar de residencia permanente u ocasional, aportamos nuestro perfil entusiasta a la ciudad. Llegábamos para ser y para estar. Nos sumábamos sin tener que rendir nuestra individualidad. Llegábamos con nuestras aspiraciones, nuestros desconciertos, que a veces no sabíamos siquiera que lo eran; nuestra pasión y nuestros apasionamientos, y todo lo demás. Aún sin reconocer hasta qué punto, veníamos marcados por las huellas que en nuestra carne, y en el alma, nos habían dejado las cadenas de toda una vida, pero nos rehicimos según nuestros recursos propios y personalidades diversas que aquí o allá iban germinando. No todo fue éxito, pero tampoco fracaso. Y puestos a medir, sin duda los marielitos hemos cosechado muchos más éxitos de los que podían anticiparse a juzgar por los malos augurios de la prensa al servicio o deseosa de servir al tirano de Cuba, su héroe a ultranza.
Miami es hoy no sólo la capital del exilio cubano, sino la capital por derecho propio del alma cubana en libertad. Con Miami sueña de un modo u otro la mayoría de los cubanos que en Cuba quisieran ser libres.
-¡Ah! Pero ¿usted no vive en Miami con los cubanos? —me preguntó muy intrigada una señora vecina de mis ancianos padres, durante una visita mía a la isla con el fin único de visitar precisamente a mis viejos.
Miami es hoy más Cuba que Cuba misma, y ello resulta fácil de explicar porque en Miami se concentra —en un ambiente de libertad y general tolerancia como no podría existir en nuestra patria— toda Cuba. Como es natural esto significa al mismo tiempo, que en Miami se reúne muchas veces un material humano que procede de la isla —recién llegado o desembarcado a lo largo de los años por el régimen de los Castro con todo propósito— y se sacude a la vista general los estertores que causa en el organismo el proceso de desintoxicación tras el consumo de una droga abrumadora: la propaganda comunista. Son los que acabaditos de llegar quieren que Miami se adapte a sus “preferencias” o “necesidades” y “dé la bienvenida” a los Pablito Milanés de turno, entre otros representantes oficiales u oficiosos de la tiranía castrista.
A Miami llega, y en Miami se instala gente con ideas muy “extrañas”, porque éstas no son consecuentes con la experiencia de opresión de quienes se marchan de Cuba, o acaso lo sean de una manera otra, como ocurre con quienes sufren del llamado “síndrome de Estocolmo”, es decir la identificación de la víctima con su victimario. Parece indiscutible que Miami, si no se parece a Cuba en lo que a la represión política, cultural y económico-social concierne, se parece cada vez más a Cuba que Cuba misma. Sin dudas Miami constituye un ensayo en probeta de lo que Cuba pudiera llegar a ser sin el asedio de sus grilletes.
A algunos de quienes viven en Miami no les gusta Miami. Incluso, llegan a aborrecerlo y a calumniarlo. Naturalmente, como viven en plena libertad, están en su derecho. A una próspera arquitecta le oí quejarse constantemente de haber visto frustrarse su carrera de aspirante a concertista por culpa de la inanidad de los cubanos de aquí, desinteresados de todo lo que sea cultura, según su enconada opinión. En Cuba, por otra parte, a donde fue de visita con sus propios recursos, consiguió ser presentada en algún lugar, como concertista; la sección cultural de la prensa local hizo destacadamente la mención de su nombre —de lo que dan cuenta unos cuantos recortes exhibidos por ella—, si bien es cierto que su foto sonriente no alcanzó a las columnas del Granma, y tal éxito no hizo sino venir a confirmar lo que había venido diciendo hasta entonces con palabras más pulcras o cuidadas: “Miami es una verdadera mierda”. Más que el concierto de marras en la isla resulta desconcertante cuando menos que a Miami haya vuelto añorando desde entonces la menor oportunidad que se presente de volver allá —según ella misma admite de buena gana— a presentarse nuevamente en algún escenario apropiado. Un amigo leal y generoso —suyo y mío— dice de ella que es “una buena pianista. No el material de concierto que la pobrecita supone, pero no es mala”. Tampoco creo yo que sea una mala persona. No se trata de nada de eso, y acaso ahí mismo radique lo peorcito del asunto: es decir, de qué manera el ego hipertrofiado de un individuo puede prestarse a complicidad con los peores crímenes, sin mala conciencia alguna, a cambio de un viajecito, de un diploma o de un recorte de periódico.
“El sueño de la razón produce monstruos”, según ya sabemos, o debiéramos de saber, y pocas cosas hay tan monstruosas como un ego desbordado por el resentimiento y la convicción de que el mundo le debe algo a su poseedor. Ni el éxito tiene una medida única por el que ser calibrado ni la preterición justifica la infamia. Las argucias y las justificaciones tampoco son creíbles. ¿Quiénes tienen la culpa de que esta arquitecta que alcanzó a triunfar en este campo no haya conseguido hacerlo en el que más le hubiera importado o gustado? ¿Son responsables Miami y sus cubanos de “su fracaso”? ¿No lo serían igualmente por lo tanto de su éxito como arquitecto?
—En Cuba yo no tuve que ocuparme de nada. Ni pagar por la sala o el piano. La gente está sedienta de arte. —Declaraba la pianista miamense, convencida de su argumento en la sala del amigo de ambos.
Arriesgué decir que seguramente al llegar a Miami se les quitaba enseguida la sed a los cubanos, acordándome de un ‘cuento’ de Pepito que seguramente todos los lectores han oído referir, y a no dudarlo también debía haber oído mi quejosa compatriota.
—Mire, lo que pasa es que usted no vive en Miami, como yo —me respondió.
Tenía razón en esto. Yo no vivo en Miami. En Philadelphia, donde resido casi desde el principio de mi ya larga vida de exiliado del comunismo castrista —salvo por un breve paréntesis nuevoorleanés cuando me desplacé a esta ciudad para enseñar en Tulane University— el idioma predominante es el inglés. La vida cultural de la ciudad transcurre casi por excelencia en este idioma. Ello no me ha impedido participar de diferentes modos de los acontecimientos principales que en ella tienen lugar. Dos o tres años después de instalarme en Philadelphia organicé una pequeña aventura teatral llamada “Cuatro gatos que hacen cinco” con la que conseguimos llevar a escena un par de obras de teatro, entre ellas alguna de Virgilio Piñera, ante un público variopinto. No contábamos con dinero sino con nuestro esfuerzo y dedicación: tres cubanos, una puertorriqueña y una ecuatoriana entusiastas hicimos nuestros pininos. Hace unos años fundé y dirigí una organización de propósitos eminentemente culturales llamada Embajada Cultural Cubana / Cuban Cultural Embassy que acogió y trajo a Philadelphia conciertos y presentaciones diversos, entre ellos a conocidos escritores cubanos procedentes de diferentes partes del exilio.
El quehacer cultural, en cualquier sitio del planeta de que se trate, es generalmente labor cuesta arriba que debemos hacer —si nos seduce tal tarea— sin aspirar al éxito mediático el cual no podría depender de nosotros mismos. Estas circunstancias pesan doblemente sobre uno, si se es un transterrado, y aún más si el desterrado es un escritor cubano que no transige con la tiranía castrista, aunque uno se encuentre en el exterior. Los escritores cubanos en el exilio debemos escribir no sólo para un público cuya primera lengua no es el inglés, o el francés o el que fuere, sino sobre todo en una cualquiera de esas lenguas como si se tratara de ciencia ficción política, género éste —el de la ciencia ficción— que como la historia sólo interesa a unos cuantos. Pero se engañan los que pretenden que “su público natural” —para el que hay que escribir— se halla en Cuba, a menos que escriban con disposición de esclavos, o en claves evangélicas de rara lectura con el fin de llevar aliento a los pocos lectores que se topen con sus textos, siempre dosificados por el poder castrista.
Pablo Milanés o Reina María Rodríguez, para mencionar apenas dos nombres de una lista que podría ser muy larga, cuentan a su favor con la maquinaria propagandística de la tiranía castrista, y sus colaboradores o cómplices de aquí. Es decir, que la tienen fácil. Se limitan a producir una obra que responde a los intereses del régimen de Cuba y cosechan sus lauros y prebendas sin tener que ocuparse de la logística miamense. De ello hay muchos otros que se encarguen. Podría decirse que Milanés y la Rodríguez son personas de éxito. Han alcanzado un reconocimiento incuestionable, nada menos que en Miami, y por extensión en otras partes donde la mención de Miami en su currículo resultará, contradictoriamente, algo beneficioso. ¿Sería dado concluir entonces, que la mejor (tal vez la única manera) de acceder al éxito literario o artístico en Miami —o fuera de Cuba— es por la vía de la rendición de nuestra alma a la tiranía o en su defecto a las fuerzas oscuras a su disposición y servicio? ¿Triunfar en Cuba a cualquier precio —ya se sabe cual— para alcanzar el reconocimiento en Miami?
En un artículo que escribí para Cubanet en 2010, “Los tiranos mueren. ¿Sobrevive la vileza?”, recordaba lo dicho por una intelectual cubana, a quien Miami se le hizo muy difícil a su llegada procedente de España donde había vivido exiliada a la salida de su patria: Lydia Cabrera. Se quejaba ella entre otras cosas de la falta de portales que dieran sombra a las cabezas calenturientas de los cubanos, frescura ésta que fácilmente podía hallarse en La Habana, por ejemplo. Era la queja sentimental e ingenua más que racional de una señora mayor, habanera por antonomasia, criollísima, es decir, cubana hasta los tuétanos que no se reconciliaba a la idea de no poder regresar a Cuba, a su Cuba. No obstante, la claridad de otras prioridades no la abandonaba. Cito del artículo antes mencionado algunas reflexiones que vuelven a ser oportunas aquí y ahora:
La eximia y nunca olvidada Lydia Cabrera me dijo una vez en Miami, en ese tono conversable que era el suyo de toda ocasión, que “antes que ser escritor o artista o lo que [fuera], uno [era] persona con dignidad, y cubano entero”. Es decir, que no se trata de una cuestión de conveniencia o de “tener opiniones distintas” —como a veces se afirma— sino de ser consecuentes con unos principios fundamentales, que son también fundacionales: de nuestra persona, de nuestra integridad, de nuestra nacionalidad. Lydia Cabrera vivió ignorada en España a su salida de Cuba, como asimismo ocurrió con el gran poeta Gastón Baquero y tantos otros —ella que en su patria era conocidísima, por ser ella misma y por ser hija del patricio don Raimundo Cabrera y cuñada de don Fernando Ortiz— y modestamente en Miami, donde murió a los noventa y tantos, hace unos años, consumida por la edad, mas no vencida. Invicta en su pobreza no indigna, siguió trabajando y escribiendo sobre Cuba y costeándose ella misma o con la ayuda de algunos amigos sus libros, que el régimen prohibía leer en Cuba, y a la muerte de Lydia comenzó a editar para consumo externo de turistas despistados o viajeros alertas que paguen en dólares contantes y sonantes por una edición pirata de El monte, que sólo puede encontrarse en el aeropuerto José Martí.
Sin embargo, ni Lydia ni Gastón rogaron al final de sus vidas ser acogidos al redil del tirano. ¡Ésa ha sido y es la regla de nuestros intelectuales exiliados! Ser ellos. Primero personas con dignidad y respeto por sí mismos. Primero cubanos que tener un país cautivo por público que los lea, y un gobierno despótico que pague la infamia de sus servicios con las ediciones de sus obras. Sin embargo, las excepciones no sólo confirman la regla sino que sirven de caja de ecos al tirano, allá, acá y acullá. Se las dan de mártires, hablan de reconciliación con lo irreconciliable, siembran a su alrededor la confusión en que viven y prosperan, para ocultarse en las marañas. Al final, puede que hasta lleguen a creerse lo que dicen. No son ‘comunistas’ en sentido lato, ni en sentido estrecho. No son sino arrepentidos por auto-persuasión o disuasión y conveniencias oportunas de su persuasión primera: apóstatas de su apostasía. No son iconoclastas con causa. Ni siquiera son todos ancianos vencidos por la nostalgia o las aflicciones de la preterición. ¡No son! ¿Han dejado de ser? Tal vez nunca fueran nada. La tiranía es una absurda maquinaria sin alma cuyo combustible más preciado son los desechos que consigue por la fuerza, o que fomenta con su capacidad de seducción sobre algunas materias maleables y ciertas naturalezas predispuestas.
Miami es hoy la ciudad donde se debate apasionadamente acerca del anunciado concierto de Pablo Milanés, como ayer se discutió en algunos círculos la presencia y el boato tributado a la poetisa Reina María Rodríguez. Es decir, Miami ha llegado a ser hoy toda la isla de Cuba; su depósito y su sedimento, pero no es la Cuba castrista con sus Brigadas de Respuesta Rápida o sus contingentes Blas Roca agrediendo a mujeres indefensas en plena vía pública por el atrevimiento de reclamar pacíficamente la libertad de sus esposos, hijos y hermanos, encarcelados sin haber cometido otro delito que expresarse libremente. Los medios castristas en Miami, y los acólitos miamenses de esta secta, más que defender el supuesto derecho que asiste al cantante radicado en la isla de presentarse en escenarios de la capital del exilio cubano, lo que hacen es acusar a ese mismo exilio de intolerancia porque se manifieste en contra de tal presentación que no puede ser sino una bofetada en el rostro de quienes han pagado un alto precio (en vidas y sufrimientos indecibles, sobre todo) por la posibilidad efectiva de rehacer sus vidas en estas tierras.
El pasado treinta y uno de diciembre, mientras me hallaba de visita en la casa de una hermana que vive en Hialeah, me sentí de repente asaltado por una especie de pánico a causa de lo que oía producirse en una de las casas que daba al fondo de la otra. En medio de una fiesta que excedía en ruido y petardos a las restantes que tenían lugar en cada lugar, y se extendió hasta las cinco de la madrugada cuando ya todas las demás se habían apagado, se escuchaban de continuo vivas a Raúl y al comandante en jefe, entre anuncios de un próximo concierto que tendría lugar como parte de un intercambio cultural que ya se adelantaba entre Cuba y los Estados Unidos, es decir, entre el régimen de los Castro y los mismos procedentes de este lado. Es decir, una caricatura de encuentro y entendimiento, que sólo al régimen cubano beneficia. Aunque perturbadora a varios niveles, la revelación o lo que fuera, hecha a toda megafonía en una fiesta por el fin de año o en celebración de otro aniversario del triunfo fidelista nada menos que en Hialeah, y lo que ella significa para el exilio cubano, no cobró a mis ojos cuerpo de evidencia hasta ahora, es decir, al momento de anunciarse con reiteración exasperante la presentación de Milanés en Miami. Una más, sin dudas, de las muchas que seguirán teniendo lugar. ¿Habría que preguntarse tal vez ingenuamente por qué precisamente en Miami?
Tal vez la frustrada concertista miamense mencionada al principio de este artículo, dé por buena como contrapartida, su propia presentación en una salita de alguna parte del territorio de Cuba. Al fin y al cabo, algunos terminan por conformarse con muy poco. De todo ello, la única en beneficiarse sin arrobo es la sangrienta tiranía de los hermanos Castro y el enorme ego de algunas de sus víctimas y cómplices.
Rolando D. H. Morelli, Ph. D., escritor, académico e intelectual cubano residente en Philadelphia, es asimismo el fundador y director de las Ediciones La gota de agua.