El sexo, lastrado por la cultura y la religión
Por Ignacio Monzón
La Edad Oscura, como se le ha calificado tantas y tantas veces no se ha librado de los consabidos clichés y prejuicios que acompañan a otros momentos históricos. Es el tiempo de los castillos, de las justas, de poderosos y tiránicos señores feudales y míseros campesinos luchando por sobrevivir. Pero para cualquiera que se haya acercado de forma seria a este periodo, tanto desde el punto de vista de un aficionado como desde el académico, no son más que exageraciones y elementos sacados de contexto.
Existieron estas y muchas otras cosas peores, pero también gobernantes justos –para los estándares e ideales de la época–, una importante recopilación del saber de la antigüedad y un desarrollo en más aspectos de los que algunos lectores imaginan. Sin embargo el tema de la sexualidad, como se vio en la entrega anterior, sí que experimentó un lastre cultural y religioso importantísimo, aunque no por ello dejó de tratarse como asunto académico, artístico y lúdico.
La todopoderosa Iglesia regulaba la vida moral de la población, alcanzando los asuntos de cama en aras de su salud espiritual. Pero eso no significa que se concibiera el sexo como algo imposible. En el peor de los casos era un mal necesario, un recordatorio de la parte animal del hombre, que le impulsaba a actos “incivilizados” para poder tener descendencia.
Así se explica la costumbre de bautizar a los recién nacidos, algo que no era tan usual en los primeros días del Cristianismo, para “lavar” el pecado con el que venían al mundo, el estigma de haber sido creados por el sexo. Hasta se llegó a decir –y todavía se mantiene– que las almas de los niños muertos sin bautizar acababan en un punto intermedio entre el Cielo y el Infierno llamado Limbo. Pero también existía una mentalidad donde la unión física del hombre y la mujer, siempre dentro del matrimonio y con la intención de generar descendencia, no era algo pecaminoso en sí mismo.
Resulta curioso que precisamente la última sanción de un casamiento tuviera que darse en el tálamo, a veces con testigos que pudieran afirmar que ambos cónyuges se habían unido. La consumación del acto sexual en la tan esperada noche de bodas era un último paso sin el cual se podían ganar puntos en caso de buscar la anulación de la unión. Estas ideas convivían con la costumbre de desnudar a los novios en la última parte del banquete y conducirlos a su habitación, como una forma de asegurarse que se cumplían las “obligaciones” contraídas.
Ni que decir tiene que en el caso de las alianzas entre grandes casas esto era una necesidad imperiosa, pues la continuidad de la pareja indicaba la permanencia o no de los acuerdos. Todos los que lean estas líneas conocen la gran política matrimonial de los reyes y nobles, que buscaban pactos y apoyos casando a sus vástagos. De esta forma las herencias dispersas se volvían a reunir y los dominios se agrupaban bajo una misma persona, como en el caso de Carlos I, uniendo territorios de la Península Ibérica con algunos de la zona central de Europa, o Felipe II, que sumó el reino de Portugal a su larga lista de gobiernos.
Desde la curiosidad científica también se observó el fenómeno de la sexualidad, que intentaba explicar los fenómenos fisiológicos que producía. Un ejemplo casi desconocido por el gran público es el de Constantino el Africano, médico del siglo XI, que llegó a escribir sobre el coito en sus tratados. Otros autores ahondaban en efectos como la erección masculina –un asunto de interés desde Aristóteles– o la naturaleza del esperma. Ahora mismo, con nuestros conocimientos médicos del siglo XXI resulta a veces de una refrescante inocencia leer las opiniones más sesudas de los grandes cerebros de la época, que concebían estas cosas como auténticos misterios.
Dado que el deseo sexual era parejo al enamoramiento, en ocasiones se veían los cambios orgánicos como muestras de una enfermedad. Algo que nublaba los sentidos y transformaba a las personas en animales tenía, por fuerza, que ser peligroso y hasta temido. El problema se hizo más grave a partir de los siglos XII y XIII, con la popularización de los baños. Los musulmanes poseían estas instalaciones siguiendo la tradición romana pero en la Cristiandad habían desaparecido casi en su totalidad.
Sin embargo la gran expansión demográfica que supuso la recuperación europea del siglo XII hizo necesaria esta forma de higiene. Un punto negativo es que la práctica de acudir a los baños era un síntoma de preocupación por el propio cuerpo, un asunto espinoso ya que podía degenerar en orgullo y placer por el propio físico. Lógicamente la contemplación de otras personas desnudas también se observaba como una auténtica tentación, sobre todo para los más jóvenes. Si eran de sexos diferentes el asunto podía degenerar en el pecado de la fornicación –o simplemente de pensamientos impuros– pero si eran del mismo sexo la homosexualidad tenía un tinte más negativo, incluso.
Ciertos temas colaterales no dejaban de ser atendidos, como el aborto, una auténtica preocupación en cientos de sociedades desde toda la historia humana. Los métodos anticonceptivos y la interrupción del embarazo formaban parte de los mecanismos de control de la natalidad tan necesarios para la supervivencia del grupo. Pero dada la mentalidad cristiana sobre la sexualidad y la reproducción, prácticamente todas estas fórmulas fueron perseguidas. La propia mujer según el Nuevo Testamento, no tenía derecho a controlar su cuerpo, siendo la autoridad del marido la que regía sus destinos. Grandes médicos como Rhazes y Avicena recogen las tradiciones antiguas –como las que a su vez anotaba Plinio el Viejo en sus trabajos– donde se mezclaban las creencias populares con métodos que podían suponer daños graves para la salud de la mujer.
Un dato curioso es que en sus textos médicos Bernardo de Gordonio, galeno del siglo XIII, no consideraba la abstinencia como un método sano. Al fin y al cabo se acumulaban “humores” –fluidos– que podían causar problemas en el organismo, dando pie a la famosa expresión “estar de mal humor” –aunque no sólo se hace referencia a los provocados por la ausencia de desahogo sexual–.
La homosexualidad, claro está, no gozó de las simpatías de la Iglesia ni de, al menos oficialmente, las mentes más privilegiadas. El deseo carnal entre hombre y mujer, aunque censurable, era algo intrínseco en la naturaleza humana, algo que simplemente se debía controlar. Sin embargo demostrar apetitos por una persona del mismo sexo se cargó de unos estigmas que en gran parte duran hasta nuestros días. El sexo entre dos hombres o dos mujeres no podía generar descendencia y por tanto buscaba solamente el placer.
Con el término de “sodomitas” se recordaba a los habitantes de Sodoma, que junto con los de Gomorra, habían sido castigados por la Ira Divina. El pasaje bíblico inspiró ciertas prácticas que se tradujeron en larguísimas penitencias, torturas o incluso quema de las personas declaradas culpables de ese delito. No obstante la sodomía también incluía el sexo anal heterosexual –practicado durante milenios–, por lo que las confusiones eran corrientes.