Los primeros rebeldes libios que descubrieron y desarmaron a Gadafi posan con armas del dictador y sus guardianes.
Por Osvaldo Hernández
Parece que la ambición de poder nubla los sentidos de muchos gobernantes y los convierte en tiranos implacables de sus pueblos, impidiéndoles ver cuál ha sido el final de las dictaduras.
Pienso que si dedicaran unos minutos a repasar la historia verían que para nada han servido los ejércitos, las fuerzas de seguridad, los asesinatos, los tiros en la nuca, los gulags, las plazas llenas de seguidores delirantes que más tarde serán sus ejecutores, los bunkers, los túneles, pasadizos secretos, las promesas de morir con las botas puestas, la bala en el directo, la ilusión de que todo está atado y bien atado, la sucesión designada, etc., todo desaparece y es barrido al basurero de la historia. No es más que fiebre de grandeza y poder que no les permite ver los horrores, sufrimientos y sangre sobre el que cimentan su despotismo.
Qué sorpresa se llevarían si su orgullo les permitiera revisar la historia. Se proclamaron invencibles y todopoderosos para terminar como basura, desde Calígula asesinado, Nerón que se suicida, Hitler quemado en su bunker, Mussolini colgado en una carnicería, Pol Pot incinerado en una hoguera de coches viejos, Nicolas Ceausescu fusilado, Saddam Hussein ahorcado, Ben Ali huyendo, Kadafi en una sucia alcantarilla. Y aquellos que murieron antes de ser llamados a responder por sus crímenes, como José Stalin entre otros, hoy son repudiados por el mundo y en sus propios pueblos hay movimientos de las víctimas para que sean removidos de sus tumbas.
Que los dictadores que aún están a tiempo se miren en este espejo.