ESTE escrito aparecido hoy en el Nuevo Herald de una forma clara nos cuenta algo que no solo le ocurrió a la escritora, sino a todos los cubanos de esa generación que nos toco vivir y que forma parte de una pesadilla que no todos podemos olvidar...
Por Alejandro Ríos
Mi esposa estuvo entre las alumnas de la Escuela Lenin, una beca cubana bastante elitista para hijos de la clase obrera, de significativo aprovechamiento académico, y para vástagos de “papá”, o sea de dirigentes, que eran aceptados en sus aulas, aunque estuvieran en las antípodas de la inteligencia.
Allí la fueron a buscar sus padres, con total discreción, cierto día del aciago año 1980 porque unos parientes tenían planes de llevarlos a Estados Unidos como parte del éxodo del Mariel.
La idea se malogró, a la tía le llenaron el bote de delincuentes, mi esposa fue denunciada por otra alumna y le montaron su correspondiente acto de repudio, en ausencia, de literas y pertenencias mancilladas.
Años después le resultó complicado estudiar una carrera universitaria pero al final triunfó la perseverancia sobre la desidia.
Traigo a colación su educación para contextualizar al lector, porque en estos días me ha reiterado historias que conocía, parcialmente, de su generación a propósito de las Navidades.
Por ejemplo, cuando tuvieron uso de razón para esos menesteres, el régimen había hecho desaparecer todo lo relacionado con la ancestral tradición so pena, incluso, de castigar a quienes intentaran lo contrario.
No hay rencor aunque si un dejo de dolor, cuando me confiesa que fue a su llegada a los Estados Unidos en 1992 cuando supo del disfrute, sobre todo en familia, de tales festividades.
Ahora que tiene una sobrina de pocos años, a quien llevaron recientemente a Magic Kingdom para una fiesta con las princesas de Disney, recuerda que en su caso la magia de la infancia se disolvió en los avatares ideologizados del sistema.
Su padre usurpó las labores de Santa y temprano debió “marcar” en interminables colas para poder comprar los mejores juguetes normados en la libreta de racionamiento, antes de que se terminaran completamente.
Para el aberrante igualitarismo imperante las opciones eran escasas e irracionales: un juguete básico y dos adicionales. Estos últimos resultaban ser una burla por circunscribirse a objetos totalmente anodinos como un yoyo plástico, entre otros.
La familia participada de la ordalía, incluyendo a los niños, atentos al parte de lo que iba quedando en la tienda. A veces eran unas pocas muñecas, en otras, apenas dos velocípedos para comunidades de cientos de habitantes.
La celebración se había rebautizado como el Día de los Niños, y ocurría en el mes de julio, cuando se conmemoraba el inicio de la revolución de los Castros. La Nochebuena y la Navidad de diciembre, así como los Reyes Magos de enero, habían sido cancelados del calendario con el silencio cómplice de las denominaciones religiosas, incapaces de reclamar sus más elementales derechos.
Valga la pena aclarar que en los meses de diciembre se distribuían entre los miembros de la nomenclatura enormes cestas con golosinas, donde se incluían hasta los desvanecidos turrones españoles, mientras los juguetes de sus hijos no se circunscribían al trío aberrante dispuesto por Comercio Interior.
Aunque hoy la Navidad cubana pertenece a quienes ostenten la moneda de verdadero poder adquisitivo, el CUC, la celebración que fue arrebatada al pueblo sin que chistara, requerirá de mucha educación y esfuerzos para su reinserción en el imaginario popular.
En sus anécdotas, siento que mi esposa está consciente de no poder recuperar esa parte primera de su vida, sin embargo, hay fotos del rostro ensimismado de nuestro hijo, debajo del arbolito de Navidad, hurgando entre sus regalos durante muchas mañanas gloriosas del 25 de diciembre en Miami, que resarcen, con creces, tantos sinsabores.