¡Es navidad, asere!
Catedral de la Habana
Por Tania Díaz Castro
-¿Será posible que la Navidad, prohibida en Cuba casi en los mismos inicios de una revolución hecha para los humildes y caprichosamente atea, quiera germinar de tantos años, como una planta olvidada en un jardín triste y marchito, gracias a esos mismos humildes?
Pues sí, la Navidad, esa vieja historia que todos los cubanos viejos recordamos con nostalgia y los jóvenes conocen solo porque se ve en las películas, en los libros infantiles, y es celebrada por un tercio de la población mundial que es cristiana, parece que quiere renacer en la isla de los hermanos Castro Ruz.
Un raro ambiente percibí desde temprano el sábado 24, Día de Noche Buena, en la barriada de El Roble, en Santa Fe, poblado del oeste habanero. Juan el carpintero pasó por la acera y llevaba para su casa, en la parte trasera de su bicicleta, sobre una bandeja de aluminio, un imponente cerdo, asado en la panadería de la calle 206; y la madre de una joven que vende pizzas en el timbiriche de la esquina, pregonaba buñuelos, otrora postre típico de la Navidad criolla, a tres pesos cubanos cada uno.
-Tienes fiesta en tu casa, le preguntó un vecino a Juan y éste respondió:
-¡Claro asere, es Navidad!
-Claro, porque son muchos los que roban y los que reciben remesas, murmuró en voz baja el vecino.
¿Es que de pronto la gente de mi barrio ha dejado de entablar conversaciones en aceras y portales los 24 de diciembre, aburridos y nostálgicos, como para matar el tiempo, y ahora andan todos atareados en los preparativos de la cena de Navidad?
Los vendedores de cerdos para asar han hecho la zafra por estos días, también el carnaval de pregoneros que van por las calles anunciando a voz en grito la lechuga, el tomate y la yuca fresca, y los policías se ven poco, porque al parecer, el 24 de diciembre se ha vuelto de pronto una fecha especial y sagrada.
Hasta las nietas del coronel que viven frente a mi casa armaron su árbol de Navidad en una esquina de la sala, para que todos lo vieran a través de la ventana. No niego que anoche, cuando vi cómo tintilaban sus lucecitas a colores, sentí tristeza. Recordé que una vez, sobre las rodillas de mi abuela, ví cómo mis tías adornaban un arbolito de Navidad.
Al anochecer llegó a mi puerta un mendigo que desde hace días me pide un trago de café temprano en la mañana.
-¿No va a cenar con la familia?, me preguntó.
-No. Mi familia está lejos, en otros países. ¿Y usted?
-Yo tampoco –respondió con una cierta sonrisa-, perdí la costumbre de comer tan tarde. Pero si algo se me pega esta noche, haré una excepción.
Cuando se marchaba, me quedé mirándolo. Parecía una réplica de Santa Claus, tan anciano y con su copiosa barba blanca, aunque sucia. Al llegar a la acera se puso de espaldas y me pareció que me orinaba mi posturita de Moringa, sembrada hace apenas unos días.
Tal vez aprovechó que un rato antes se había fundido la lámpara del alumbrado público de la cuadra, quizás por obra de algún espiritu diabólico, para que todo quedara en penumbras, justamente en vísperas de la Navidad.