Historia de la represión de los hermanos Castro
Por Ariel Hidalgo La política represiva del gobierno cubano ha ido variando en el último cuarto de siglo hasta el momento actual en que se anuncia la liberación de casi tres mil reos, entre ellos algunos de los últimos prisioneros políticos, pero en los primeros cinco lustros no tenían reparos en perpetrar las más flagrantes violaciones sin recato alguno, entre ellas las de encarcelamientos arbitrarios en medio de una total ausencia de garantías procesales. Y aún a fines de los 60 era rara la noche en que no se fusilara a alguien en los fosos de La Cabaña. La filosofía de gran parte de la población podría resumirse por entonces en una extraña inversión de la tesis fundamental cartesiana: No pienso, luego sobrevivo.
Los presos políticos en las cárceles se contaban por decenas de miles y las detenciones podían producirse por las causas más inverosímiles. Fue famoso el caso de Sueñito, apodado así por soñar que había matado al máximo líder. Su ingenua esposa lo comentó jocosamente en una carnicería e inmediatamente fue denunciado y arrestado. “Si lo soñó es porque lo lleva en el inconsciente”, concluyó el oficial de Seguridad del Estado, y fue a engrosar la larga lista de presos políticos. Menos conocido fue el caso de Periódico, un niño de doce años apodado así porque en un juego quemó un periódico Granma. Nadie resultó dañado, pero en una de sus páginas había una foto del Ché Guevara. Alguien del Comité de Defensa de la Revolución interpretó aquello como un acto simbólico de magnicidio y fue enviado al centro penal de menores de Aguacate en La Habana. Cualquier persona, por manifestar alguna crítica en una carta o durante una comunicación telefónica, podía ser arrestada. Parecía como si la policía política debía cumplir metas asignadas, completar una cuota mensual de arrestos para demostrar que su existencia estaba justificada.
Fue a mediados de los 80 cuando el régimen comenzó a moderar el número de detenciones y ejecuciones. Justamente un famoso largometraje de Néstor Almendros y Jorge Ulla estrenado en 1988, indicaba en el mismo título conjugado en pasado, el punto de giro y la razón del cambio: Nadie Escuchaba. Un grupo de presos decididos a enfrentar cara a cara al régimen, había comenzado a denunciar las violaciones cometidas en las cárceles, reportes que integraron el cuerpo principal de un contundente informe presentado en Ginebra, catalizador de la primera condena de ese gobierno en Naciones Unidas. Desde entonces esa dirigencia sabía que ninguna de sus tropelías podía quedar impune y que un posible viraje en la opinión pública internacional podía incluso arrastrar a parte de la izquierda, como luego se demostraría tras la redada de la primavera negra en el 2003. En otras palabras, el régimen corría el riesgo de quedar totalmente aislado. Desde entonces comenzaron a evitarse los arrestos innecesarios. Y las ejecuciones empezaron a ser cada vez más infrecuentes. Muchos exiliados veían con suspicacia el que los disidentes pudieran hablar hacia el exterior sin ser detenidos, ni siquiera interrumpidos. No era cierto. Se producían interrupciones, cortes de la comunicación y a veces, incluso, detenciones, pero ya el régimen se cuidaba mucho más de poner en evidencia su naturaleza brutal. De ahí que poco a poco comenzaron a sustituir los encarcelamientos por el hostigamiento y las detenciones temporales. El número de presos políticos fue reduciéndose y se estableció una moratoria para las ejecuciones. La ciudadanía, habiendo ganado espacio, cuestionaba ya abiertamente en todas partes. Finalmente procedieron a tolerar las reuniones bajo techo de disidentes mientras establecía muy claramente el límite de lo prohibitivo, la última barrera: el acto de presencia en las calles. “¡Las calles son de los revolucionarios!”, gritaban las turbas. Y en ese punto estamos hoy.
De ahí que la frase de Raúl Castro al anunciar la liberación de 2, 900 presos –la inmensa mayoría de ellos encarcelados injustamente bajo un sistema dentro del cual casi todo era prohibitivo–, “como una muestra más de la generosidad y fortaleza de la Revolución”, es, en realidad, una muestra de su mayor debilidad.
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