-La noche del pasado 13 de marzo fue escogida por Ramoncito y Alfredo para lanzarse al mar en busca de una pesca decente. El oficio de pescador lo vienen ejerciendo desde hace unos años, empujados por la necesidad de dar de comer a su familia. Ellos viven en Cienfuegos, al centro de Cuba, a unos diez metros del mar, por lo que pescar debería ser un ejercicio natural.
Ya habían lanzado la red de cincuenta metros en un tramo no muy distante de la playa, y venían de regreso, cuando escucharon el rugir de un motor que enseguida identificaron: era la Lancha Guardacostas. Conociendo lo que esto significaba, se pusieron a remar apresuradamente, para ver si lograban que su balsa de poliespuma llegara a la red antes que el inoportuno visitante. El esfuerzo fue en balde, el poderoso turbomotor de la lancha les ganó la apuesta.
Auxiliada por un reflector, la guardia marina localizó el instrumento de pesca, y, por medio de cables con ganchos, logró sacarlo del mar e introducirlo en su embarcación. Ramoncito y Alfredo se descorazonaron. Allá iba el sustento del hogar, la comida de sus hijos. Por ello, aun sabiendo a lo que se exponían, decidieron reclamar la devolución de la malla.
De nada sirvió que los afligidos hombres argumentasen que la pesca no era para el comercio sino para alimentar la familia, y que la malla no afectaba la fauna, pues, por sus dimensiones, solo permitía atrapar peces de talla grande. Impávido, el oficial al mando le replicó que la pesca en la bahía estaba prohibida, por lo que les ordenaba subir a la embarcación para ser llevados hasta Capitanía de Puerto, donde serían amonestados.
No era la primera vez que tal situación se presentaba. De hecho, la pesca deportiva o artesanal que ejercen miles de cubanos a lo largo del litoral nacional, se ha convertido desde hace un buen tiempo en batalla campal entre las autoridades y los pescadores furtivos, que ven en ello más que un oficio, un simple acto de supervivencia.
Ramoncito y Alfredo no eran nuevos en ese universo, por lo que sabían que de acatar el mandato, lo más probable es que fueran sancionados con multas que oscilarían, según lo establecido, entre cinco mil y diez mil pesos, lo que equivale a catorce y veinticuatro meses, respectivamente, del salario promedio (350 pesos) que paga el estado a los cubanos por su trabajo de todo un mes.
“Pescar no es un delito”, gritaron. Sin pensarlo dos veces, comenzaron a despegar la balsa del guardacostas. Remando tan fuerte como les permitían sus brazos, enfilaron la proa de la rústica embarcación hacia la orilla. Los guarda-marinos, contrariados, embistieron por tres o cuatro ocasiones al endeble cascaron de corcho blanco, intentando que sus ocupantes cayesen al mar. Igual cantidad de veces los agredidos lograron evadir el peligro.
Testigos que se hallaban en la rivera, aseguran que desde donde estaban escucharon gritar al capitán del navío: “Ahora sí que los vamos a joder”, mientras los aludidos respondían: “Lo que vayan a hacer, háganlo, pero miren cuántas personas hay de testigos”.
Al parecer la presencia de tantos ojos indiscretos mirando al mar, lo hizo cambiar de idea y luego de unos minutos, el oficial al mando dio la orden de retirada, llevandose consigo la red, el único medio de sustento para aquellos hombres.
Lo irónico de la historia es que no son precisamente individuos como Ramoncito o Alfredo quienes causan daño al ecosistema nacional. Son las empresas estatales, llamadas combinados pesqueros, las que con sofisticadas técnicas de pesca masiva, han sobre explotado el entorno marino de la bahía de Cienfuegos, ocasionando con ello un desequilibrio en el ciclo de reproducción y crecimiento de las especies que tienen su hábitat en la región.
“Pescar no es un crimen, y menos aún si se hace para sobrevivir”, dijo uno de los pescadores. Y acotó: “Nos persiguen por atrapar media decena de peces, cuando el Estado pesca miles de toneladas que no le vende al pueblo, sino que exporta hacia Asia o Europa. Es triste que siendo Cuba una isla, pescar sea un delito”.