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De: cubanet201 (Mensaje original) |
Enviado: 22/04/2012 14:30 |
Planeada venganza por la muerte del Che Guevara Esta es la primera de una serie de tres entregas que presentará El Nuevo Herald con fragmentos del libro "Castro’s Secrets: The CIA and Cuba's Intelligence Machine" (Los secrestos de Castro: la CIA y la máquina de inteligencia de Cuba).
Por Brian Latell Los atentados siempre han sido la especialidad personal de Fidel. Ninguno ha sido llevado a cabo sin que él lo haya autorizado y ayudado a planear. Los medios para realizarlos, la más siniestra de la capacidades secretas cubanas, fueron siempre descentralizados y rígidamente compartimentados. No eran escrúpulos los que preocupaban a Fidel sino la necesidad de poderlos negar con hermética efectividad.
Para ejecutarlos, los cubanos usaban extranjeros ilegales controlados por su Departamento General de Inteligencia (DGI), sustitutos de otras nacionalidades. Estos llevaron a cabo algunas de las más sensitivas misiones en el extranjero, especialmente contra objetivos de alta visibilidad y bien protegidos. Podían contar con escuadrones de la muerte procedentes de grupos terroristas y revolucionarios endeudados con Cuba, aumentando por grados de separación la capacidad de negar la participación cubana. Investigados cuidadosamente, los asesinos extranjeros eran entrenados en bases secretas cubanas, aprendiendo a matar en el estilo pandillero, en operaciones elaboradamente orquestadas, ataques comandos y envenenamientos subrepticios.
En las operaciones más sensitivas, cuando se deseaba una capacidad de negación aún mayor, Fidel sí dependía de cubanos cuidadosamente investigados. En los años setenta y ochenta, según Florentino Aspillaga, un escuadrón supersecreto formado por cuatro asesinos reportaba directamente a Castro. En nuestras reuniones, Aspillaga describió a dos de los asesinos secretos de Fidel. A uno que conoció en los años ochenta lo llamaban El Chiquitico. A otro lo conocía sólo como El Chamaco. En una de nuestras entrevistas grabadas, Aspillaga dijo de Fidel: “Cuando él escoge a alguien, asume su personalidad y te domina . . . te controla mentalmente. Eso fue lo que hizo con esos cuatro asesinos”. Aspillaga creía que les habían lavado el cerebro y que habían sido moldeados y convertidos en ciegamente fieles máquinas de matar.
Le pedí ejemplos de su maestría.
Fidel, dijo, “mandó matar a generales en Bolivia que participaron en la muerte del Che”. Analistas de la CIA habían llegado a esa conclusión años antes de que Aspillaga desertara. Cuatro bolivianos — dos generales, un capitán del ejército y un campesino — que habían contribuido materialmente a la muerte del teniente de Castro, Che Guevara, fueron asesinados, según toda apariencia, por escuadrones de la muerte. Otro general, René Barrientos, el popular presidente de Bolivia cuando el Che fue capturado, murió un año y medio después en un accidente de helicóptero que nunca fue explicado.
Al final de los años sesenta, nosotros, los analistas de mesa de la CIA, nada sabíamos acerca del equipo personal de asesinos de Castro y, francamente, muy poco acerca de esa compulsión suya hacia la venganza mortal. Sin embargo, el número y patrón de las muertes de los bolivianos, la obvia motivación de Fidel, y el profesionalismo de las ejecuciones sugerían una participación oficial cubana. No era este el tipo de muertes misteriosas que podían haber sido explicadas como infartos cardíacos, suicidios o accidentes. No nos cabía duda de que los bolivianos habían sido asesinados con la siniestra intención de vengar al Che.
El primero en morir después de Barrientos fue Honorato Rojas, que comía de lo que producía su finca en el campo boliviano donde la insurgencia del Che había luchado por establecer un punto de apoyo. Al principio Rojas ayudó a una banda de guerrilleros comandados por uno de los tenientes del Che, y aceptó guiarlos a través del enmarañado terreno. Pero un oficial del ejército boliviano lo persuadió de que traicionara a los extraños y desastrados intrusos, en su mayoría cubanos. El 31 de agosto de 1967, Rojas dirigió a los guerrilleros directamente hacia una mortal emboscada en la confluencia de dos rápidos arroyos. Media docena del ya reducido número de hombres del Che fueron muertos instantáneamente y otros capturados. Fue una de las decisivas escaramuzas en el desigual conflicto boliviano y fue seguida cinco semanas más tarde por la captura y la ejecución del Che.
La traición de Rojas resultó crucial en el fracaso de todo el empeño revolucionario; la emboscada que él organizó eliminó una tercera parte de las fuerzas del Che. En julio de 1969, Rojas pagó el máximo precio por su traición. El desafortunado campesino fue muerto a tiros por desconocidos asaltantes que dijeron ser miembros de un frente revolucionario boliviano.
El próximo objetivo fue Roberto Quintanilla, un oficial de inteligencia militar boliviano que desempeñó un papel en el fracaso del Che. Fue asesinado en Alemania en 1971. La víctima más conocida fue el General Joaquín Zenteno, comandante de la división del ejército que persiguió al Che. Zenteno fue muerto a tiros en París en mayo de 1976 mientras representaba a su país como embajador. El Comando Che Guevara, del cual nada se había oído anteriormente, reclamó responsabilidad por el hecho; nunca más se supo de este grupo. Dos semanas más tarde otro general, Juan José Torres, un oficial boliviano de alto rango que había ratificado la orden de ejecución del Che, fue asesinado por un escuadrón de la muerte argentino. Todos estos casos fueron rápidamente archivados.
El General Zenteno era un doble anatema para Fidel. En su persecución del Che le habían ayudado dos exiliados cubanos contratados como operativos de la CIA, ambos veteranos de las anteriores guerras clandestinas a través del Estrecho de la Florida. Eran bien conocidos de la inteligencia cubana. En sus memorias, Félix Rodríguez admitió haber participado en un complot para asesinar a Fidel en 1961, y él cree que Castro lo había marcado para darle muerte después de la ejecución del Che. Gustavo Villoldo, el segundo exiliado cubano, consejero del General Zenteno, también publicó sus memorias y me dijo que había estado en la lista para ser asesinado en tres ocasiones diferentes por operativos cubanos, el más reciente intento durante una visita a Bolivia.
Hacer arreglos para la ejecución de desertores, traidores, importantes enemigos, incluso un ocasional general extranjero, era algo común en los casi 50 años de la carrera de Fidel en el poder. Sin embargo, apuntar a ex jefes de estado o en funciones constituía un proyecto más atrevido aún.
No obstante, a lo largo de sus años en el poder Fidel jugó bajo sus propias reglas de venganza. Al menos cuatro presidentes de países latinoamericanos, en funciones o retirados, estuvieron en la mirilla de “oscuras” operaciones cubanas meticulosamente planeadas. Probablemente hubo otras operaciones similares que no dejaron huellas.
Informadas fuentes del exilio me han dicho que durante años Fidel había tenido a su predecesor, Fulgencio Batista, marcado para ser ejecutado. El viejo dictador, que vivía exiliado en Portugal y España, fue objeto en 1973 de un complot cubano elaboradamente ensayado.
El plan de Fidel no era asesinarlo, sino capturarlo o secuestrarlo vivo. Hubiera sido una versión cubana de la justicia que le fue impuesta al asesino en masa nazi Adolf Eichmann, quien fue secuestrado por la inteligencia israelí en Argentina y convicto en un espectacular juicio en Jerusalén en 1961. Comandos cubanos y operativos de la DGI estaban listos para capturar a Batista en un complejo rodeado de un muro cerca de Lisboa donde vivía o en algún momento en que se aventurara a salir. La idea era drogarlo, llevarlo de contrabando a La Habana — probablemente en un barco mercante cubano — y exhibirlo y humillarlo ante un tribunal revolucionario para luego fusilarlo.
Supe de esta conspiración, de la cual nada se había sabido antes, por un desertor de alto rango de la DGI que ahora vive en Estados Unidos bajo una identidad falsa. Él supo del complot de Lisboa por otro oficial principal de la DGI que estaba al tanto de lo que se estaba planeando.
“El plan estaba listo para ejecutarse”, me dijo. “Teníamos un escuadrón de ilegales preparados en una casa segura listos para capturar a Batista y llevarlo a Cuba . . . o asesinarlo, si el complot no se llegaba a completar. Fue algo planeado elaboradamente”.
Irónicamente, Batista murió de causas naturales durante unas vacaciones en un pueblo turístico español en agosto de 1973, poco antes de la fecha en que se planeaba realizar la operación.
El salvaje dictador dominicano Rafael Trujillo fue otro ejemplo. Era un tirano genuino desde casi cualquier perspectiva. Trujillo autorizaba la tortura y el despiadado asesinato de sus opositores. El rencor que Fidel le guardaba, sin embargo, se debía al apoyo que Trujillo había dado a un torpe intento de golpe contra él en agosto de 1959. Aun entonces — su primer verano en el poder — ya Castro andaba manejando agentes dobles, uno de los cuales lo mantuvo informado de la conspiración de Trujillo. Y Castro, según me dijo un desertor de la DGI, conspiró infructuosamente para responder y asesinarlo.
Para Castro, sin embargo, no había objetivos más merecedores de su ira que dos de los más despreciados dictadores de la moderna América Latina, ambos también generales. Anastasio Somoza, el dictador nicaragüense de tantos años, y Augusto Pinochet, presidente chileno desde 1973 hasta 1989, encabezaron durante años la lista de Fidel de sus más deseados.
Somoza, comandante de la Guardia Nacional de Nicaragua antes de heredar la presidencia en 1967, había hecho mucho para ganarse el odio de Fidel. Trabajando para la CIA, había ofrecido instalaciones de entrenamiento y una base aérea a la Brigada de Bahía de Cochinos en 1961. Dos años más tarde permitió a un grupo exiliado entrenar y lanzar ataques de sabotaje hacia la isla desde una base en la costa nicaragüense en el Caribe. Castro no podía perdonar el tipo de beligerancia mercenaria de Somoza.
La DGI montó su primer atentado serio contra el dictador en 1964. Pero no fue hasta dieciséis años después que una operación de comando perfectamente ejecutada asesinó exitosamente al ex presidente nicaragüense. El automóvil blindado en el que era transportado por las calles de Asunción, Paraguay, fue incinerado por un ataque de bazuca fríamente calibrado el 17 de septiembre de 1980.
Jorge Masetti ha escrito sobre el tema. Masetti era el hijo del un caído líder guerrillero argentino del mismo nombre muy cercano al Che. Siguiendo los pasos de su padre, el joven Masetti fue durante años un errante guerrero y operativo de la DGI. Después de desertar en 1990, describió el asesinato de Somoza. Fue un ataque de precisión, concebido, planeado y ensayado a la perfección en una base secreta en Cuba.
El verdugo “se arrodilló en medio de la calle”, según Masetti. “Su disparo dio en el centro del blanco, pero el proyectil no estalló. Entonces, en medio del consiguiente fuego cruzado . . . con toda su calma volvió a cargar la bazuca e hizo un segundo disparo que mató a Somoza. Los guerrilleros hicieron una retirada inmediata tal como estaba planeado”. Masetti los conocía; era un grupo de terroristas argentinos, ilegales de la DGI.
Con Somoza fuera, Pinochet ascendió a la cima de la demonología de Fidel. Líder del golpe de septiembre de 1973 que derrocó al ferviente aliado de Cuba, Salvador Allende, el presidente chileno resultaría menos vulnerable que el exiliado Somoza. Puede haber habido otros atentados fallidos, pero el que más se acercó al éxito ocurrió en septiembre de 1986.
Fue una operación paramilitar similar a la de Somoza, realizada en la curva de una carretera en las afueras de Santiago con un arsenal de armas pesadas. Dos desertores cubanos — los ex operativos principales de la DGI José Maragón y Lázaro Betancourt, uno comando y el otro francotirador — conocen los detalles del ataque planeado meticulosamente. Me contaron que la dirección de la mano cubana era de conocimiento común en sus círculos de inteligencia.
Betancourt estaba familiarizado con el fracasado atentado porque fue utilizado como caso de estudio en su entrenamiento de comando. Su instructor había preparado a los terroristas chilenos que condujeron el asalto. Eran miembros del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, uno de los grupos terroristas suramericanos que la DGI utilizaba para operaciones especiales que no dejaban rastros que pudieran implicar a Cuba.
Ningún cubano participó, pero la planeación y el entrenamiento habían sido realizados en la base cubana. Las Tropas Especiales Cubanas transportaron — a bordo de un barco de la flota pesquera cubana — hacia un punto aislado en la costa del Pacífico en el norte de Chile las armas de la época de Vietnam que se utilizarían.
El periódico de Londres The Guardian describió el asalto como “dramáticamente cinematográfico en su ejecución”. El vehículo fuertemente blindado de Pinochet cayó bajo una lluvia de fuego de ametralladoras y fue sacudido por al menos le explosión de una granada. Se reportó que también se utilizaron bazucas y lanzacohetes. El dictador, acompañado de su joven nieto, resultó levemente herido pero sobrevivió para servir otros tres años como presidente. Cinco de sus guardaespaldas murieron en el ataque y otros once resultaron heridos. Todos los agresores lograron escapar sanos y salvos de regreso a Cuba.
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El asesino cubano que se burló de la CIA Esta es la segunda de una serie de tres entregas que presentará El Nuevo Herald con fragmentos del libro "Castro’s Secrets: The CIA and Cuba's Intelligence Machine"
(Los secrestos de Castro: la CIA y la máquina de inteligencia de Cuba).
Rolando Cubela y Fidel Castro en una imagen de 1959
Brian Latell
A la CIA le pareció que Rolando Cubela era la persona ideal para asesinar a Fidel Castro. Joven y en buena forma física, conspirador probado en combate, había matado a sangre fría antes. A diferencia de la mayoría de los funcionarios cubanos que operaban bajo el ojo sospechoso de los servicios de seguridad, a Cubela se le permitía viajar libremente al extranjero, donde resultaba fácil coordinar reuniones ilícitas con sus manejadores en la Agencia. Él utilizaba una casa en la playa al lado de la casa reservada para Fidel en Varadero, un complejo turístico situado a un par de horas al este de La Habana. Allí se podía ejecutar un ataque simple, en la arena o en el agua, donde el líder cubano y su escolta menos lo esperaban.
Médico de profesión y héroe revolucionario herido en combate, Cubela circulaba entre civiles y militares de alta jerarquía. Cuando lo conocí en Miami en el verano del 2009 para hablar de sus logros, me mostró orgulloso la larga cicatriz curva que le corría desde el hombro derecho hasta el final de los bíceps. La adquirió cuando fue herido en una de las batallas decisivas en los últimos meses de la guerra de guerrillas. Me dijo que había perdido la fe en Fidel en esos días. Documentos de la CIA cuya cualidad de secreto oficial ha sido levantada y a los que se les ha otorgado acceso público muestran que ya en marzo de 1959 — tres meses después de la victoria — Cubela estaba confiándole a amigos su deseo de matar a Castro.
Cubela fue uno de los dos más altos líderes del Directorio Revolucionario 13 de Marzo, una organización que originalmente fue rival del Movimiento 26 de Julio de Castro. Las dos fuerzas se integraron después de la caída de Batista y algunos de los líderes del Directorio ocuparon importantes posiciones en el nuevo régimen, a pesar de que las tensiones entre ambos grupos siempre abrigaron resentimiento. Cubela fue el primer presidente de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU) después del triunfo de la revolución, pero nunca le ofrecieron una posición de mayor responsabilidad y confianza, ni comandando tropas ni administrando una agencia del gobierno.
Conocía muy bien a los Castro, especialmente a Raúl. Los hermanos respetaban sus antecedentes heroicos, pero sentían cierto recelo de sus encantos, su gallardía y su naturaleza caballerosa. Cuando mostraba su caprichosa sonrisa, se convertía en todos sentidos en un imprevisible pícaro y seductor. Cubela era “un hombre extraño”, según el primer oficial de la CIA que lo tuvo a su cargo, era temperamental y a menudo exasperante. Néstor Sánchez, el último que lo manejó y la persona que mejor lo conocía, lo recuerda como un hombre “inconstante, sensitivo, voluble”.
Un perfil biográfico y psicológico de la Agencia describía de manera rara su “boca casi petulante”. Un análisis de su letra lo caracterizaba como “astuto, inteligente, protagonista, egocéntrico y vano”. También decía que era capaz de “poner en práctica varios mecanismos engañosos de la manera más hábil” y que “no ha encontrado aún su camino adecuado”. Algunos oficiales que manejaban casos en la Agencia en los años sesenta y setenta pensaron que la grafología podía ayudarlos en sus evaluaciones. Ese informe logró acercarse a la realidad.
Carlos Tepedino, un joyero cubano emigrado que conspiró con Cubela para la CIA, me dijo en Miami que su amigo de toda la vida nunca confío en Fidel, pero que el líder cubano “le tenía mucha simpatía”. Tepedino dijo que tal vez era porque “Rolando siempre hablaba con franqueza y a Fidel le gustaba eso”. Eso puede haber sido así, pero la historia cubana moderna está llena de funcionarios en desgracia más inteligentes que Cubela que hablaban demasiado cándidamente para el comandante en jefe. Siete años más joven que Castro, Cubela era su favorito en el Directorio Estudiantil, aunque eso pudo haber sido porque era el más maleable, el más vulnerable ante los encantos y el poder de persuasión de Fidel. Es cierto que ellos tenían muchas afinidades que eran insondables, y la menor de ellas no era la semejanza de sus patologías violentas.
En octubre de 1956, en la madrugada de un domingo tranquilo, Cubela llevó a cabo uno de los atentados más notorios en la historia de Cuba. Un grupo de oficiales de la policía y el ejército, algunos acompañados de sus esposas, habían estado bebiendo y jugando en el Montmartre, un elegante night-club cubano. Al salir del club, fueron despiadadamente acribillados a balazos. Un coronel, el jefe de inteligencia militar de Batista, murió instantáneamente. Un segundo coronel, su esposa y otra mujer fueron gravemente heridos. En medio del caos, Cubela y su principal cómplice huyeron a través del casino.
En 1963, Cubela era fácilmente el mejor candidato que la Agencia tenía para completar otra misión asesina, una que había fracasado muchas veces. El informe del inspector general comisionado por el director de la CIA Richard Helms en 1967, y al que ahora se ha otorgado completo acceso público, catalogaba la sórdida historia de los atentados planeados por la CIA contra Castro.
Tomó muchos años, pero la verdad acerca de las verdaderas lealtades de Rolando Cubela emergieron gradualmente. Prueba de esta duplicidad había estado acumulándose desde mediados de los sesenta, y ahora, con la información que he recibido de un desertor cubano bien informado y un documento de la CIA ignorado por mucho tiempo, puede afirmarse inequívocamente que Cubela conspiró con Fidel.
El primer indicio vino del propio Castro. El 2 de mayo de 1966 Fidel se reunió con el corresponsal de The New York Times Herbert Matthews, cuyas notas archivadas de la conversación que tuvieron no se hicieron públicas hasta varios años después. Matthews citó a Fidel diciendo lo siguiente: “Cubela era un tipo débil y neurótico que ellos cuidaron, pero que no estaba recibiendo las ofertas de trabajo que él creía que merecía y andaba en mala compañía”.
Matthews habló con el ministro del Interior Ramiro Valdés al día siguiente. Cubela, dijo Valdés, “había sido reducido a supervisor de educación médica en un hospital grande en La Habana, y sus amigos se percataron de su disgusto y de su naturaleza neurótica, de manera que en cierto sentido estaba siendo vigilado”.
Valdés habló definitivamente acerca de Cubela diecinueve años después, el 5 de junio de 1985, en una reunión con otro periodista que estaba de visita. “Teníamos información acerca de su viaje al extranjero, que tenía contactos con la CIA, que tenía la misión de asesinar a Fidel. Esto lo sabíamos”. Esa admisión, archivada en la Colección de la Herencia Cubana de la Universidad de Miami, parece haber pasado inadvertida por previos investigadores.
Pero ¿cómo se enteró Valdés del plan de asesinato y cuándo fracasó? ¿Es que había un informante cerca de Cubela? ¿Pudo el hábil joyero Tepedino haber sido un doble agente? ¿Había estado el propio Cubela reportando a la inteligencia cubana, tal vez desde la primera reunión con un agente de la CIA en la Ciudad de México? En mayo de 1997, Ricardo Alarcón, quien ha sido por muchos años el presidente de la Asamblea Nacional, el cuerpo legislativo cubano encargado de poner un cuño de aprobación a todo, fue la primera fuente de autoridad en sugerir la respuesta. Alarcón estuvo cerca de Cubela en 1960 cuando ambos funcionaron juntos en la dos posiciones de mayor jerarquía en la Federación Estudiantil Universitaria. El autor Richard Mahoney le preguntó sobre Cubela durante una entrevista en La Habana. Alarcón dijo lo siguiente: “Cubela puede haber sido plantado por Fidel”.
Fue en la primavera del 2011 cuando por fin me convencí de que Alarcón tenía razón. Fue entonces que conocí a Miguel Mir, otro desertor de la DGI que vive en Estados Unidos. Él se había incorporado a la DGI en 1973 a la edad de dieciséis años, y más tarde trabajó en diferentes épocas en las escuadras de seguridad personal de Fidel, Raúl y Valdés. Había ascendido hasta llegar a esas posiciones de absoluta confianza, que le colocaron en diaria proximidad a los más altos líderes. Desde 1986 hasta1992, Mir fue uno de los principales escoltas y oficiales de seguridad de Fidel.
Fue durante el primer año en esa posición como teniente de la DGI que Mir también fungió como jefe curador de sensitivos archivos militares y de seguridad. Su título era Historiador Militar de la Seguridad Personal de Fidel Castro. Mir me dijo que en esa posición él custodiaba los registros de objetos de interés histórico relacionados exclusivamente con el comandante en jefe. Se guardaban en una bóveda secreta en una instalación militar cerca de La Habana.
Me dijo: “Allí leí documentos acerca de Rolando Cubela, declarándolo un agente doble”. Databan del período de 1961 a 1963. Había miles de fotos y registros acerca de Fidel. El archivo, creado por la ayudante y en una ocasión amante de Castro Celia Sánchez, preservaban su memoria. “Era un registro de todos los atentados contra su vida”, me dijo Mir. “Por eso se guardaron y no se destruyeron”.
No tengo razón alguna para dudar lo que Mir compartió conmigo acerca de este y otros asuntos sensitivos sobre inteligencia. Lo que él vio en esos archivos indica que Cubela fue expuesto en marzo de 1961 en la Ciudad de México y que a partir de ese momento reportó a Fidel y a la DGI todo lo que ocurrió en esas reuniones con oficiales de la CIA.
Más recientemente descubrí evidencia más convincente aún del doble juego de Cubela. Carlos Tepedino admitió durante un agresivo examen poligráfico de la CIA en agosto de 1965 que Cubela “tenía fuertes lazos con la inteligencia cubana y probablemente estaba colaborando con ellos en diversas formas”. “Tenía contacto diario con ellos . . . trabajaba estrechamente con ellos . . . sabía lo que estaba pasando en los círculos de inteligencia”. Peor aún, Tepedino dijo que Cubela le había contado a “todos” acerca de sus relaciones con la CIA, “todos sabían”. Y Cubela nunca había tratado de organizar “una conspiración para derrocar a Castro y no tenía planes o seguidores que habrían trabajado con él para lograr ese objetivo”. Tepedino dijo que “un grupo como tal no existía”. Cubela había estado jugando con sus manejadores de la CIA todo el tiempo.
Los resultados del interrogatorio fueron compartidos con la Comisión Church —la comisión del Senado de Estados Unidos que celebró audiencias sobre la CIA en 1971—y alguna parte de su contenido fue citada en el informe final de la comisión en abril de 1976. Pero las sorprendentes admisiones de Tepedino no atrajeron más atención. Hasta ahora no han sido citadas como prueba irrefutable de la duplicidad de Cubela y su colaboración con la inteligencia cubana y, por tanto, con el propio Fidel. El informe poligráfico de nueve páginas no recibió acceso público hasta 1998, y luego se archivó en los Archivos Nacionales en medio de aproximadamente cinco millones de páginas relacionadas con el asesinato de Kennedy. Fue efectivamente extraviado hasta que vino a mi atención en octubre de 2011.
Pero ¿por qué los oficiales de la CIA familiarizados con el caso insistieron hasta que murieron en que Cubela había sido un agente secreto confiable, incluso después de que los resultados del examen poligráfico de Tepedino se redactaron en septiembre de 1965? Se sabe que una copia de ese informe fue compartido con la sede principal de los funcionarios a cargo de las operaciones sobre Cuba. Sin embargo, Helms y por lo menos otros dos oficiales de alto rango en la CIA lo ignoraron, o nunca fueron informados. No les hicieron preguntas sobre él durante los testimonios ante la Comisión Church, ni tampoco le preguntaron a otros oficiales de la CIA que testificaron. Los resultados del examen poligráfico no se mencionaron en el informe del inspector general de 1967 sobre los complots de asesinatos.
¿Un encubrimiento intencional? Es bastante posible que la información resultaba demasiado comprometedora, demasiado embarazosa para los involucrados. Si se hubiera sabido de manera concluyente fuera de la CIA que Cubela había trabajado todo ese tiempo con la DGI, habrían surgido inevitablemente graves preocupaciones sobre una posible participación del gobierno cubano en la muerte de Kennedy. De cualquier modo, tal parece que las renuentes confesiones de Tepedino fueron archivadas en 1965 con la esperanza de que nunca tuvieran que ser explicadas.
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La muerte de “Barbarroja” Manuel Piñeiro A continuación la última entrega de Castro’s Secrets: The CIA and Cuba’s Intelligence Machine (Los secretos de Castro: la CIA y la máquina de inteligencia de Cuba), de Brian Latell.
LOS SICARIOS DE FIDEL CASTRO
POR Brian Latell
Manuel Piñeiro —Barbarroja — dirigió la Dirección General de Inteligencia (DGI) de Cuba desde su creación. Durante años acumuló un enorme poder e incontables secretos sobre operaciones encubiertas en todo el mundo. Algunos creen que fue asesinado por orden de Fidel o Raúl Castro. Sabía demasiado.
La deserción de Florentino Aspillaga del Directorio General de Inteligencia de Cuba — el DGI, la fuerza elitista de espías de Fidel Castro — fue un doble golpe para La Habana. No solamente era él un oficial de inteligencia altamente condecorado, sino que era un veterano, miembro de una de las primeras clases que se graduó en la escuela de inteligencia del DGI. Se matriculó en noviembre de 1962, pocas semanas después de la resolución de la crisis cubana de los cohetes y varios meses antes de cumplir 16 años. “Era mi destino trabajar en inteligencia”, me dijo Aspillaga cuando nos vimos por primera vez, 20 años después de su deserción en 1987.
Todos sus 50 compañeros de clase eran también precoces, la mayoría también adolescentes, de 16 a 19 años de edad. El mayor de ellos tenía 23 años, y había otro chico que era más joven que él. Eran maleables y aprendían rápido, entusiastas acólitos en un servicio de inteligencia en ciernes dirigido por revolucionarios incondicionales, la mayoría apenas unos años mayores.
Ramiro Valdés, el ministro del Interior en la cima de la cadena de mando, tenía 30 años. Manuel Piñeiro — Barbarroja, educado en Estados Unidos —, quien dirigió el DGI desde su creación, tenía 28. Fidel tenía 36; Raúl, 31, Che Guevara, 34. La mayoría de las demás figuras en el círculo de más alto nivel también andaban en sus 20 o 30 años, al igual que los operativos más importantes del DGI en el extranjero. Armando López Orta — el suave “Arquímedes’’ — era un caso típico. Amigo de Piñeiro, tenía 30 años cuando se le asignó la dirección del enorme Centro del DGI en París. Todos estaban a la vanguardia de una agitación generacional que convulsionó la sociedad cubana.
No era, pues, sorprendente que esos jóvenes duros de Piñeiro llamaran bastante la atención. El ex ministro de Relaciones Exteriores mexicano y autor Jorge Castañeda, que conocía bien a Barbarroja, escribió acerca de la manera en que al principio eran fáciles de identificar. Los muchachos del jefe del DGI “eran generalmente jóvenes, de clase media baja o bastante pobres, toscos pero brillantes”. Castañeda también citó a un colombiano que conocía a algunos de ellos: “Piñeiro enseñó a estos muchachos a vestirse y a usar tenedores y cuchillos en la mesa”.
No había en sus antecedentes céspedes cuidados donde jugar, ni ropa blanca para jugar tenis, ni noches de etiqueta para galas estudiantiles. La mayoría, incluyendo a Aspillaga, apenas habían ido a la escuela.
Fácilmente descartables, como lo hicieron algunos en la CIA, estos adolescentes cubanos eran inquebrantables creyentes en Fidel y su revolución. Meticulosamente entrenados y listos para casi cualquier cosa, no debieron haber sido subestimados.
Ladinos y con una inteligencia que se adquiere en la calle, habían sido endurecidos durante sus años de combatientes guerrilleros o conspiradores en la clandestinidad urbana de la revolución. Algunos sobrevivieron a la brutal adversidad de la prisión política de Batista. Muchos fueron acólitos que adoraban a Fidel o a Raúl, o a Piñeiro o a otro teniente que los trataban como hijos adoptivos. Castañeda escribió que los muchachos de Piñeiro “lo adoraban y tenían total devoción hacia él”.
Un oficial de la CIA en Santiago de Cuba, en el extremo oriental de la isla, también admiraba a Barbarroja en varias reuniones que tuvieron en 1958. Me dijo que tenía una alta opinión de Piñeiro. “Yo pensaba que era realmente una buena persona. No era comunista cuando yo lo conocí”.
Este experimentado agente de la CIA también había sido decepcionado. Piñeiro había estudiado en los años 50 en la Universidad de Columbia en Nueva York, donde cortejó a una bailarina de ballet nacida en Tennessee y se casó con ella. Hablaba un inglés coloquial y se hizo un experto en proyectarse ante los estadounidenses como un hombre encantador. Pero después, cuando echó su suerte con los hermanos Castro, se convirtió en un revolucionario duro. Compartió la antipatía que ellos sentían hacia Estados Unidos y su deseo de sembrar la revolución en toda Latinoamérica. Fidel y Raúl no tuvieron duda de que él era la selección perfecta para lanzar y dirigir su naciente servicio de inteligencia.
Bajo el fuerte liderazgo de Barbarroja, no le tomó mucho tiempo al DGI lograr algo cercano a una excelencia de clase mundial. Cinco instructores de la KGB desempeñaron un papel crucial en ese logro. El futuro director de la CIA Richard Helms recordó que habían hecho “un trabajo realmente asombroso”.
Los soviéticos les enseñaron la gama completa de tareas ilícitas. El jefe de los tutores, un ruso bajito de pelo canoso a quien los cubanos apodaron “el francés”, hablaba buen español. Con su guardaespaldas o ayudante soviético, se le veía a menudo junto a Piñeiro. Los instructores cubanos de la escuela de inteligencia aprendieron rápido de estos veteranos de la KGB, y Barbarroja innovó e improvisó. Los mejores estudiantes que completaban un curso en alguna especialidad operacional con frecuencia saltaban al frente de la clase, donde enseñaban a principiantes la materia que acababan de dominar. Ese patrón continuó clase tras clase.
Pero los profesionales de inteligencia de Cuba nunca podían estar seguros de que permanecerían siempre en buenas con el régimen. Durante sus décadas en el poder, Fidel autorizó la ejecución de una larga lista de infractores, incluyendo a dos jefes de inteligencia que murieron en circunstancias misteriosas, probablemente bajo órdenes suyas.
Barbarroja Piñeiro fue uno de ellos. Un ex funcionario del gobierno cubano bien conectado que trabajó estrechamente con él durante muchos años asegura que Piñeiro fue asesinado en 1998 bajo órdenes de Fidel o Raúl Castro.
Como muchos otros miembros del séquito de los hermanos Castro a lo largo de décadas, Piñeiro se había desviado de las rígidas ortodoxias y había sido echado a un lado. Pero “era imposible retirarlo”, me dijo mi fuente. Sabía demasiado; estaba escribiendo un libro, y cometió el error de comentarlo con otros. Toda su carrera — más de 40 años — había habitado entre la inteligencia y la intriga. Todo lo que había logrado lo había hecho en representación de Fidel o Raúl en operaciones encubiertas en docenas de países en varios continentes. ¿Sobre qué otro tema iba a estar escribiendo?
El día después de su muerte, agentes de la seguridad registraron su casa en La Habana “como si fuera un disidente” o un conspirador. Había “guardado todo tipo de papeles”, según el ex funcionario cubano que ahora vive en Florida. También me contó que la casa de Piñeiro “seguramente tenía micrófonos ocultos” y él había estado hablando con demasiada libertad.
El guardaespaldas de Barbarroja, que fungía también como su chofer, también estaba seguro de que a su jefe lo habían asesinado. Se dijo que Piñeiro se había desmayado en el timón de su automóvil, lo cual resultó en un accidente de un solo vehículo en las calles de La Habana. Sobrevivió a heridas leves y fue llevado a un hospital de ejecutivos del gobierno para mantenerlo bajo observación, sólo para morir en su cama del hospital de un infarto cardíaco, según dijo el régimen. Un día antes del accidente, el ministerio de Transporte había ordenado a su chofer que se tomara algunos días de vacaciones: Piñeiro conduciría su propio automóvil. Mi fuente me contó que el consternado chofer lamentó abiertamente: “Ellos sabían. Ellos sabían”.
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