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General: Nació en cuna de oro socialista,hijo de pincho y adicto a las drogas
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Respuesta  Mensaje 1 de 1 en el tema 
De: cubanet201  (Mensaje original) Enviado: 13/09/2012 14:41
 
Hijo de "pincho"
 
Por Iván García
Sentía que necesitaba un 'toque'. Un impulso incontrolable. La hora de la coca. Y allá se fue. Donde siempre. A la casona oscura y agrietada, detrás del barrio chino de La Habana. Sudaba y casi corría, las piernas le temblaban ligeramente y le faltaba el aire, cuando con 35 cuc (pesos convertibles) en mano, compró el gramo de cocaína que su cuerpo le pedía.
 

Lo inhaló de un golpe. Como un asmático, que necesita un soplo de oxígeno. En ese momento fue feliz. Tres horas. Luego volvería el vicio a dominarlo.
 

Si usted, no conoce los efectos de las drogas en una persona, entonces les presento a Rolando. Nació en cuna de oro. Para la vida repleta de estrecheces de la Cuba socialista de Fidel Castro, personas como él, pertenecen a una élite privilegiada.
 

Sus padres fueron diplomáticos en países occidentales. No conoció la libreta de racionamiento. Y en los años duros del “período especial”, en su mansión de Miramar no faltaban la carne de res ni los mariscos. Tampoco la luz eléctrica. Tenían una planta emergente, tres autos y una moto en el garaje.
 

La vida para su familia era bella. En los 90, cuando la ciudad estaba oscura hasta 16 horas diarias, en la sala iluminada el padre charlaba con sus amigos sobre Londres, Madrid, París... Conversaciones mojadas con Jack Daniels o un buen whisky escocés. Con canapés de jamón o salmón. Así creció Rolando. Entre "pinchos", la gente le dice a los dirigentes que viajan por el mundo, tienen criados en sus casas y perros rottweiler en el jardín.
 

Hijo único, lo mejor que hizo Rolando fue holgazanear. Dejó la carrera de relaciones internacionales. Entonces su padre le consiguió un curso de gerente, en una cafetería por divisas en Varadero, playa a 132 kilómetros al este de la capital.
 

Allí se volvió adicto a la cocaína. Ya había fumado algún que otro porro y en las orgías con lesbianas, probó pastillas de diseño. “Pero la coca fue la que me enganchó, era para mí lo bello y lo prohibido, nunca me faltó dinero para comprarla”. Era fácil. Un día malo le dejaba 400 cuc de ganancia en la cafetería. Si no, lo cogía de la caja registradora. Halaba más polvo que una aspiradora.
 

Hasta que llegó el día fatal. Una mañana, sin previo aviso, una inspección a la cafetería detectó un faltante de 9,400 cuc. No aceptaron sobornos ni regalos. “Venían en serio, fui despedido y me levantaron una causa. Gracias a la influencia de mis padres no fui a la cárcel”, confiesa. Pero la coca seguió prendida a él. Sus padres lo han intentado todo.
 

Han recorrido los mejores centros de rehabilitación del país. Nada, siempre vuelve. “Ahora, los viejos hacen gestiones para llevarme a una clínica en Europa, siento que no me puedo dominar, es como un reloj biológico, cada determinadas horas, tengo que halar”, dice casi en un susurro.
 

Está avejentado y ha perdido mucho peso. Le obligan a comer. Su casa se ha convertido en su prisión. Sus carceleros son sus padres. Pero al menor descuido, huye tras un gramo de coca. Y ha tenido suerte: forma parte de una familia influyente y comprometida con la revolución de los Castro. Su historia hubiese sido otra de ser un ciudadano común y corriente.
 

En las madrugadas, cuando logra saltar la cerca de la residencia familiar y corre como un demente en pos de la cocaína, se siente poseído por una fuerza maligna y poderosa. Después, cuando sudando frío inhala el polvo blanco junto a unos latones de basura, rodeado de cucarachas, ratas y olor a mierda, vuelve a ser el niño feliz que una vez fue. Sólo por unas horas.
 


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