Con la Fornés, a pocos meses de cumplir los diez por nueve
Yo prefiero recordarla joven y bella,
por eso no pongo la foto que acompaña esta entrevista..
Por: Alfonso Menéndez Balsa
(2012/09/24)
Entre febrero y diciembre de 1942, estrena en Cuba la zarzuela Luisa Fernanda, interpreta los roles protagónicos de las operetas: La duquesa del Bal Tabarin, La viuda alegre, La casta Susana, La corte de Faraón, El conde de Luxemburgo y La princesa de las czardas, y de las zarzuelas: El puñao de rosas, Los gavilanes, La verbena de la Paloma y Molinos de viento. Paralelamente, se mantiene durante ocho meses en la temporada de teatro dramático que la compañía de Mario Martínez Casado presentó en el Campoamor, en la cual protagoniza: Don Juan Tenorio, La señorita Julia, Morena Clara, La dama de las camelias… Ello da prueba no solo del talento y la excepcional capacidad de trabajo de Rosita Fornés, sino de su privilegiada memoria.
¿Cuál es el recuerdo más antiguo que usted conserva?
¿Como artista o como persona…?
Como persona.
Cuando era niña —tendría dos o tres años—, recuerdo perfectamente estar en el Central Park de New York, en un día nevado, muy abrigada, paseando en trineo por la nieve... Sí, porque nací en New York, aunque siempre he vivido en Cuba.
Y como artista, ¿cuál es su primer recuerdo?
Bueno, pues el día en que me presenté en La corte suprema del arte delante del público cantando la milonga La hija de Juan Simón, y gané el primer premio. Eso fue en 1938.
Durante toda su carrera usted ha incursionado en géneros muy disímiles: la zarzuela, la opereta, el drama, la comedia, la alta comedia, y por si fuera poco, también en la revista. ¿En cuál ha sentido más cómoda, cuál fue su bandera de batalla?
Desde que tuve uso de razón quise ser artista, por eso creo que he disfrutado todos los géneros. Todos los hice con un gusto extraordinario. También fue la época en que me tocó desarrollarme. Se trabajaba mucho, y tuve que hacer de todo. No te puedo decir en cuál me sentía mejor. Cuando uno sale al escenario, lo hace para entregarse... Y como el público siempre me ha recibido con mucho cariño y mucha admiración, pues me he sentido feliz en cualquier género.
¿Y en qué arista fue superior?
Yo fui muy atrevida, y aceptaba proyectos, obras, sin haberlas hecho nunca, y a veces me decía: “¿Me saldrá?”, y resultaba que sí, que tenía éxito, y fíjate, nunca he pensado que me la comía, que todo me quedaba bien. Al contrario, he sido muy crítica conmigo, veces de verme en actuaciones, y pensar: “Caramba, aquí no estuve bien, debí hacerlo de otra forma”. Pero ¿sabes lo que sucede?, que he tenido carisma, le gusto a la gente, tuve esa suerte; me perdonan las equivocaciones, y hasta las aplauden. Ese ha sido un peligro contra el que he tenido que luchar para no perder calidad.
Su gran amiga Ángela Grau me contó que en 1942 Antonio Palacios le propuso protagonizar la zarzuela Doña Francisquita, y que cuando usted vio la partitura se alarmó por la tesitura en que están escritas las partes que debía cantar; inclusive, la obra tiene una romanza con un do sobreagudo. Cuénteme de aquel momento.
Efectivamente, cuando vi esa nota, me acerqué a Palacios y le dije: “Maestro, esta obra tiene un do, y además es para una soprano lírico-ligera, ¿usted cree que yo pueda hacerlo?”. Y él me respondió: “No te preocupes; cuando vayas a cantar el do lo apoyas en la muelita que tengas cariada y verás como te sale”. Y la hice en más de una oportunidad, no te niego que con un poco de miedo. Pero todas las veces que la interpreté di el do, no lo sostuve mucho, claro, pero lo di.
¿Alguna vez se propuso hacer ópera, o ese género quedó fuera de su currículo porque no tuvo la oportunidad? ¿Existe en usted alguna frustración con esto?
Cuando inauguramos la primera temporada del Teatro Lírico Nacional, en la década del 60, hicimos más de cien funciones de Luisa Fernanda, otro tanto de La viuda alegre…, y luego de dirigirme La revoltosa, el maestro Félix Guerrero me propuso aprenderme la Carmen de Bizet. ¡Imagínate! Yo conocía la obra, la había oído mucho desde pequeña, porque en mi casa se escuchaba mucha ópera, y le dije: “Maestro, la Carmen es un peligro muy grande para mí”. Además, no podía competir con las magníficas voces que teníamos en aquel momento. Yo soy cantante de operetas y zarzuelas, no de ópera. Él trató de convencerme alegando que el personaje no solo se debe cantar, sino actuar. Insistió mucho, pero no, no la hice; hasta ese punto no podía llegar, yo no estaba a la altura de aquellas cantantes... La ópera es un género que respeto mucho.
Pero usted tiene grabado “Un bell di vedremo” de Madama Butterfly.
Bueno, eso fue una pincelada, una gracia, para mi programa semanal de televisión Su noche favorita.
Usted debutó con apenas quince años, edad en la que prácticamente se está formando la personalidad del individuo. ¿Nunca hubo contradicción entre su yo y la artista, entre Rosalía Palet, que es su verdadero nombre, y Rosita Fornés?
Chico, yo creo que las dos marcharon parejas. Ambas queríamos ser artistas, y cuando se realizó este sueño, fuimos la misma persona.
¿La Rosita que por las noches hace café con leche es la que sale a escena?
Arreglada y maquillada, pero es la misma la que hace café con leche y cocina —me queda muy bien el mole de guajolote. He disfrutado la vida privada al igual que la profesional. Quise ser artista, pero también madre, esposa, hija, abuela, bisabuela… y todo lo he logrado. He tenido suerte. Para mí el hogar es parte de mi vida, como lo es el arte. Ambos son importantes; amo a mi familia y amo mi carrera, aunque ya a estas alturas… hago ahora lo que puedo, siempre vigilándome de no caer en el ridículo.
¿Cómo afronta la vejez una mujer que ha sido símbolo de belleza?
¿Símbolo yo? No creo que lo sea, nunca me he creído bella. Atractiva sí, y como soy muy presumida —a estas alturas de mi vida aún lo soy—, pues he lucido bien. Salgo arregladita y la gente me dice: “¡Ay, qué bien se ve!”. Claro, ¡para los años que saben que tengo!… Ha habido mujeres muy bellas, verdaderamente bellas, porque tienen los ojos, el corte de cara, el perfil, la nariz perfecta, pero ese no es mi caso. He sido, te repito, muy atractiva, el conjunto me ha hecho lucir bien, pero bella, no.
¿Alguna frustración artística?
¿Frustración?... No… no recuerdo. Puede que algunas veces no haya estado bien en una obra, en una actuación, y no haya logrado el resultado que esperaba. Una obra se compone de muchos compañeros, y a veces no todos tenemos el mismo lucimiento, y tú dices: “Ay, qué lástima, no estuve bien”.
Mi vida entera la he dedicado a mi carrera. Qué te voy a decir… No me puedo quejar, he sido una afortunada.
¿Alguna anécdota simpática?
¡No me habrán sucedido cosas simpáticas durante 74 años de carrera…! Ahora me viene una a la mente. Después de haber hecho en Cuba muchas veces la zarzuela Luisa Fernanda, fui a México para debutar como vedette, y estaba centralizando una revista en el teatro Arbeu del D.F., cuando al llegar a mi camerino, terminada la actuación, encuentro a dos señores muy respetables —yo iba vestida de bataclán. Estos señores, que resultaron ser el maestro Federico Moreno Torroba y el libretista Guillermo Fernández Shaw, autores de Luisa Fernanda, me dicen: “Rosita, hemos venido a conocer a nuestra mejor Duquesa Carolina”. Figúrate, qué emocionante que el autor de una obra te diga eso. Cuado me di cuenta de la indumentaria que llevaba, solo atiné a asegurarles que cuando hacía la Carolina no usaba trusa. Todos nos reímos muchísimo.
Rosa, ¿qué significa para usted ser artista?*
¡Ser artistas! A eso aspiramos siempre, aunque tiene sus desventajas, sus riesgos... Es cierto que no estamos obligados a marcar tarjeta, ni a permanecer ocho horas detrás de un buró. Nos paramos detrás de nosotros mismos, para toda la vida, todo el tiempo que dure el arte, delante de centenares de ojos. Y como ellos no son culpables de tus depresiones y tus agotamientos, debes, desde la primera salida a escena, sobreponerte, y olvidarte hasta de esos dolores que, como a cualquiera, se te presentan inoportunamente. En la medida en que seas capaz de echarlos a un lado, te vas haciendo un profesional: es, un poco, dejar de ser humano para convertirte en artista, y, a la vez, dejar de ser artista para entregarte con toda la plenitud de un ser humano.
Si logras subir por primera vez a un escenario, quedas contagiada para siempre; la “terrible” enfermedad se te introduce hasta la médula, e inmediatamente aparecen los primeros síntomas: sueños fantasiosos. Te imaginas que la primera figura de la compañía se enferma, que tú, siendo del coro aún, eres escogida para sustituirla, y ¡zas!, de la noche a la mañana, te vuelves una estrella… Más tarde una descubre que eso solo sucede en las películas, y que lo efectivo es trabajar, no importa en qué categoría.
Lo que sí puede suceder es que un día alguien, con mal o buen ojo, se fije en ti y deposite su confianza en tus posibilidades, y así, a los dieciséis años, me vi vestida de treinta, estrenando y protagonizando en Cuba Luisa Fernanda, dando sol y si bemoles por allá arriba... Yo era la primera sorprendida.
También puede ocurrir que llegue un señor de otras tierras y se encapriche en que con tu figura y unos adornos en la cabeza, eres capaz de hacerle la competencia a Josephine Baker...Y otra vez, sin apenas explicármelo, me vi en un escenario extranjero, pero esta vez con los muslos al aire. Sí, al principio me daba pena; después no, ¡a todo se acostumbra una! A lo que nunca logras acostumbrarte es a sentir entre bastidores que tu nombre se recibe con un aplauso cerrado; resulta algo mágico que te hace olvidar las cosas feas de la vida, y hasta echa para atrás el almanaque.
Y bueno, con los si bemoles, unos muslos que quizás no fueron feos y un poco de talento (no seamos hipócritas), te vas haciendo popular. Tu nombre comienza a encabezar los elencos... ¿A quién no le gusta?
Pero llegó el momento de regresar a Cuba para inaugurar la televisión. Enseguida las cámaras se adueñaron de mí y llegaron los close-ups. Al principio no me preocupaban, había juventud. Después sí, porque con el paso del tiempo suelen aparecer esas rayitas alrededor de los ojos… ¡La vanidad de mujer que nunca te abandona! Sobre todo, si te han dado fama de bonita, de una belleza de la que nunca estuviste convencida, pero ¿qué mujer no lo disfruta?
Y así, rodeada de una gran imaginación popular, de gente limpia y… “de la otra”, han pasado setenta y cuatro años. En los escenarios he perdido y encontrado un sinfín de cosas. Quizás aquellos si bemoles se me escaparon por alguna de sus hendijas, pero encontré un compañero para las buenas y las malas ―que también lo perdí. Y es a estas alturas cuando se comprende que lo externo queda al paso del camino y lo interno cobra mucho más valor, que no importa lo que hayas perdido, porque:
Un hombre es un hombre en cualquier lugar del universo, si todavía respira.
No importa que le hayan quitado las piernas para que no camine,
no importa que le hayan arrancado el corazón para que no cante.
Porque un hombre es un hombre en cualquier lugar del universo, si todavía respira,
y si todavía respira, debe, a pesar de todo, inventarse unas piernas y un corazón
para luchar por la vida.
*Monologo escrito por el autor de esta entrevista en el año 1989, para el espectáculo unipersonal que Rosita centralizara, primero en la Sala Avellaneda del Teatro Nacional de Cuba, y posteriormente en Teatro de la Ciudad de México D.F