Al rescate del espíritu navideño
Iván García | Desde La Habana,Cuba| Todavía no hay iluminación navideña ni suenan villancicos en las calles de Cuba, pero al menos la gente no necesita esconder sus arbolitos. Todavía no hay gordos vestidos de Santa Claus en centros comerciales repartiendo regalos a los niños. Tampoco se encuentran en La Habana parques y plazas públicas con gigantescos árboles navideños ni calles iluminadas y villancicos de fondo.
Y es que hasta 1998 las fiestas de navidad no eran bien vistas por los jerarcas de verde olivo. A partir de 1970, Fidel Castro cortó de tajo la tradición, alegando que el corte de caña y el trabajo eran más importantes que celebrar la Nochebuena y tener un día feriado el 25 de diciembre.
Quizás la esencia del régimen radique en que la vida de cada cual es pertenencia del Estado. Premiar o castigar a los ciudadanos es prerrogativa exclusiva de las autoridades. Por tanto, Dios, Santa Claus o Papá Noel y los tres Reyes Magos no podían ser más importantes que el líder nacido en una lejana finca del oriente de la Isla.
Debíamos celebrar —y aún celebramos— el triunfo de la revolución. Con salsa, timba y reguetón, las mejores agrupaciones de Cuba suelen actuar el 31 de diciembre y el primero de enero en cada municipio del país.
Y a las doce de la noche del 31, mientras la gente se felicita y se desea lo mejor para el año venidero, los canales de televisión se encadenan y transmiten un spot revolucionario, donde al ritmo de canciones patrióticas se nos muestran imágenes de Fidel Castro rodeado de niños.
Fue a raíz de la visita del Papa Juan Pablo II, en enero de 1998, cuando por deferencia, la autocracia criolla volvió a ubicar la fecha del 25 de diciembre como feriado nacional.
Sin embargo, a pesar de vivir en una economía a la deriva, con libreta de racionamiento, marchas combativas y la preparación para una supuesta guerra contra los yanquis, muchas familias mantenían la tradición y el espíritu navideño.
Los árboles de navidad se colocaban alejados de las ventanas, de manera que el parpadeo de sus luces no los delatara ante los talibanes ideológicos del barrio.
De cualquier manera, el olor del puerco asado y el trasiego de cerveza ponían en alerta a los vecinos encargados de escribir informes y delatar al prójimo.
En aquella etapa, los únicos autorizados a celebrar las navidades eran los "sacrificados líderes" a los que Fidel Castro le regalaba cestas con turrones, nueces, avellanas, vinos, sidra..., y un cerdo listo para asar.
(Recuerdo que en los diciembres de fines de los 60 y mediados de los 70, mi abuela materna se iba con mi hermana y conmigo al Nuevo Vedado, al domicilio de Blas Roca, pariente nuestro. Solía aparecer por allí el comandante, con su casaca militar y su gorra, que nunca se quitaba pese a resultar una descortesía. Los adultos debían hacer silencio y escuchar sus monsergas.)
Por suerte, todo ese período gris quedó atrás. En este invierno sin nieve y con una temperatura de 26 grados, ya la gente hace sus planes.
Ahora las diferencias en los bolsillos se hacen evidentes. Quienes los tienen amplios, en sus hogares se ven árboles de navidad repletos de adornos y luces. En la mesa, bandejas con puerco, pavo y camarones, junto al habitual arroz blanco, frijoles negros, ensalada, tostones y yuca con mojo. De postre, dulces, mermeladas y turrones españoles. Usted se sirve a su gusto y la cerveza es por la libre.
Pero la mayoría, ésa que pasa todo el año sacando cuentas para ver cómo llega a fin de mes, a duras penas puede comprar un trozo de cerdo, unas libras de frijoles y viandas en el agromercado. Cerveza solamente hay para las mujeres, a una o dos por cabeza. Los hombres beben ron peleón, a 6o pesos la botella en un comercio estatal. Y si tienen arbolito, es el más barato vendido en la shopping.
Son familias a las que el futuro se les antoja una mala palabra. Los hijos desean marcharse del país. Y no saben de dónde van a sacar dinero para construirle un cuartico al nieto que viene en camino.
Y al día siguiente de la cena navideña, amanecen sin un centavo en la cartera. Eso sí, no pierden la ilusión: quizás para el próximo año algo bueno suceda. La esperanza, dice el refrán, es lo último que se pierde.
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