Las prácticas homosexuales son tan antiguas como la humanidad, sin embargo,
el término homosexualidad recién fue creado en 1869, cuando se empezaba a crear el concepto de orientación sexual.
Hasta entonces, se creía que cualquier persona podía realizar actos homosexuales, es decir, que estos actos no fueron considerados exclusivos de un grupo de personas, por lo que no era necesario designar ninguna categoría que los incluyera: nadie tenía una identidad homosexual.
No quiere decir que no hubiera habido personas que mantuvieran exclusivamente relaciones sexuales con personas de su mismo sexo, sino que no se los designaba con un nombre específico.
En la antigua Grecia por ejemplo, se tenía por válido que cualquier ciudadano prefiriera el amor de los muchachos al de las mujeres, y eso era totalmente compatible con casarse y trasmitir su propiedad a su descendencia. De hecho lo esperable era que un hombre tuviera a la vez una esposa y mantuviera una relación con un muchacho. La diferencia entre los dos amores era que se idealizaba el dirigido hacia un joven, al que se le reconocían cualidades que lo diferenciaban del amor por las mujeres.
Tanto los griegos como los romanos mantuvieron la vida sexual de sus ciudadanos fuera del alcance de las instituciones estatales, en Grecia no se castigaba ninguna conducta y en Roma, tan sólo se prohibió a los adultos cortejar en la vía pública a los futuros ciudadanos romanos, y penetrar a un esclavo por deudas si antes había sido ciudadano romano.
En ninguna de las dos culturas se vio la necesidad de designar con una palabra específica a quien prefiriera mantener relaciones homo o heterosexuales, antes bien, ponían el ojo en el rol sexual que se jugaba en esas relaciones.
La difusión del cristianismo impulsó la idea de que el placer sexual era algo casi pecaminoso, y sobre todo, se adoptó la idea de que lo “natural” era que el fin de la sexualidad era la procreación. En consecuencia, se designó de modo diferente las prácticas que la evitaban, y que eran muchas más que las relaciones homosexuales.
El término acuñado fue sodomía, que en el medioevo englobaba la masturbación, el coitus interruptus heterosexual, cualquier forma de sexo oral, el coito intercrural (entre los muslos) y cualquier posición que no fuera el hombre encima y la mujer debajo, porque por entonces se creía que otra posición disminuía las posibilidades de procreación, y por supuesto, el coito anal.
Esto no ha impedido que llegaran hasta hoy una serie de cartas y poemas de amor mutuo entre monjes de los siglos X y XI, provenientes del seno de los monasterios, donde vivían casi todos los que sabían leer y escribir.
La sodomía fue condenada y perseguida con más fuerza después, incluso con la muerte en la hoguera. Tengamos presente que hasta el siglo XI la Iglesia no había impuesto el celibato eclesiástico.
Pero la palabra “sodomita” -que designaba a quien practicaba las conductas antedichas- no era en absoluto sinónimo del término actual “homosexual”. Y pese a que el Renacimiento fue acompañado de una mayor tolerancia hacia las prácticas homosexuales, tampoco le puso un nombre específico a quienes las practicaban con exclusividad.
Otro cambio de la época fue que la sodomía pasó a ser considerada un delito, es decir que la represión pasó de la órbita eclesiástica a los estados. Sin embargo, de todas las manifestaciones que tenía, la más perseguida fue la de prácticas sexuales entre hombres. Al avanzar la Edad Moderna, su castigo fue aligerado y muchas veces se limitó al encierro. En ese encierro convivieron con los sodomitas, locos, epilépticos, contrahechos, blasfemos, sifilíticos –antes de los antibióticos, la sífilis producía parálisis y locura- y libertinos.
La medicina de la época fue tomando el control de todos ellos, percibiéndolos como enfermos. Esto no implicó que los sodomitas dejaran de ser pecadores, pero sí que se fue conformando una identidad en torno suyo porque, por un lado, se fueron excluyendo de la sodomía a todo lo que no fuera el coito anal, y por otro porque la medicina fue estableciendo categorías y pretendió dar descripciones “objetivas” sobre estos hombres para mejor “tratarlos” desde mediados del siglo XIX.
Para defenderse del ataque médico y del ataque jurídico, los homosexuales de entonces tomaron la palabra intentando ser tomados como personas normales. Fue en ese contexto que el húngaro Benkert creó el término “homosexual” en 1869, a partir del cual surgieron el de heterosexual y bisexual. Es decir que es en la seguda mitad del siglo XIX cuando cristaliza en Occidente la noción de orientación sexual, tal como la conocemos ahora.
Sin embargo, sobre la orientación sexual hay división de opiniones. El relato que hemos hecho corresponde a los llamados constructivistas, para quienes la conducta sexual viene determinada por la cultura en que vive una persona. Es decir, que no hay un guión predeterminado de la sexualidad humana. Por ello, si en una cultura se dan prácticas homosexuales, pero esas prácticas no se acompañan de una identidad específica homosexual, no se puede hablar de homosexualidad.
Para otros, llamados esencialistas, en cada persona existe una cualidad innata e inmutable que dirige su vida erótica hacia personas del mismo o del otro sexo, o más raramente, hacia los dos. Y esto, en cualquier cultura y en todos los tiempos. Para ellos, los factores culturales moldean la forma de expresión de esta esencia, pero no la construyen. Es decir que para ellos los homosexuales existen desde siempre: un griego de la antigüedad que prefiriera los muchachos a las mujeres, era un homosexual, aunque ni siquiera existiese una palabra que lo designase.
Si para los esencialistas hay un ser interior que existe antes que lo social y constituye la experiencia humana, para los construccionistas, la biología condiciona y limita lo que es posible, pero no es la causa de los modelos de vida sexual.
Tras una intensa controversia en la década de los 90 sobre la concepción de la homosexualidad, en el siglo XXI el debate está agotado. Los sociólogos e historiadores se inclinan por las tesis construccionistas, mientras que los que buscan en la genética la explicación de la conducta humana siguen apegados al esencialismo.
El proceso de aceptarse homosexual Dado que vivimos en una sociedad heteronormativa, es decir, que presupone la heterosexualidad de todos sus miembros en tanto no digan lo contrario, asumirse como heterosexual suele pasar inadvertido en las personas concernidas. Sin embargo, asumir la homosexualidad es más dificultoso. Que en el entorno, todos –o la mayoría de las personas- suelen ser heterosexuales, es quizás el menor de ellos.
Más importancia es que ya desde la infancia, antes de comprender lo que significa la orientación sexual, hemos escuchado llamar a alguien “marica” o “marimacho”. Vamos aprendiendo que esas palabras describen a las conductas que no se consideran propias del género correspondiente. Y aunque no encontremos la explicación, hemos notado como el agresor se situaba por encima del agredido, al que le hizo saber su desprecio. En esta etapa se van asumiendo los valores homófobos que tiene la sociedad, es decir, se internaliza la homofobia.
Es bastante común en entrevistas a homosexuales adultos, que cuenten que desde pequeños ya se sentían diferentes de los demás. Sin embargo, no siempre quienes se han sentido diferentes de niños, han sido homosexuales de adultos, pues aunque en menor proporción, muchos han crecido como heterosexuales. También ocurre que peques sin esa sensación se identifican homosexuales en la edad adulta.
Llega un momento en que los jóvenes empiezan a tomar conciencia de las señales sexuales que emite el mundo que los rodea. Al escuchar las charlas de sus compañeros, algunos pueden asociar lo que sienten con lo que han escuchado acerca de la homosexualidad y pueden quedarse por un tiempo confundidos. También es posible que se sientan excitados por personas de cualquier sexo.
Es posible que se niegue la propia homosexualidad y que evite situaciones en las que quedaría más patente la divergencia de su conducta con la de sus colegas en la misma situación. O que elija actividades vinculadas especialmente al género al que pertenece, un deporte rudo los chicos, o la danza las chicas, por ejemplo.
Mientras las personas se dan tiempo para aceptar su homosexualidad, pueden recurrir al mecanismo de disociar lo afectivo de lo sexual. Al no centrarlo en una única relación, ganan tiempo para posponer la aceptación. Y pueden decirse a sí mismos que “si quisiera, podría ser heterosexual”.
Hay quien queda décadas en esta etapa, manteniendo separados la identidad del comportamiento. En las campañas de prevención del VIH, se reclama su atención llamándolos HSH: hombres que tienen sexo con hombres.
Entre las mujeres suelen darse más casos de preferencia cruzada, es decir, ellas aceptan más fácilmente una conducta bisexual -se definan o no como tales- alternando el sexo de sus partenaires a lo largo del tiempo, aprovechando la famosa “invisibilidad de las lesbianas” y la mayor permisividad a las muestras de cariño entre mujeres.
La aceptación de una identidad homosexual, requiere diversos cambios. Algunos tienen que ver con visualizarse a uno mismo como homosexual (da igual si es lesbiana o gay) llevando una vida satisfactoria, sintiéndose bien siendo homosexual. Otros pasan por superar el temor a la soledad y al rechazo, y otros involucran a la propia conducta. Como resultado de todo esto, cada persona puede pasar por dos fases sucesivas.
La primera es la definirse homosexual. Esta es la tarea más difícil del proceso. Cuando el modo de pensar precedente –la negación, el autoengaño- ya no resulta válido, se termina aceptando que la homosexualidad está y se quedará, por lo que debe ser integrada en el concepto de sí que cada uno tiene. Lo que hasta entonces se ponía de negativo en la homosexualidad, en lo sucesivo se coloca en las implicaciones sociales que tiene. Como en general ser homosexual está peor visto que no serlo, el asumirse no es tan fácil como asumir otras formas de ser, por lo que suele existir un cierto malestar personal y puede requerirse ayuda profesional.
Toca entonces integrar la homosexualidad a la persona que uno pensaba que iba a ser. Es que en general, cada uno de nosotros no se imagina que será homosexual antes de reconocer el propio deseo sexual. Solemos ser educados por gente que pensó que seríamos heterosexuales, hayan sido nuestros padres o no. Y en muchos casos uno debe revisar las creencias religiosas porque pueden ser poco compatibles con la nueva identidad. También es posible que elijamos seguir con una doble vida, porque consideramos que nos da las ventajas de ser homosexual sin tener que padecer los inconvenientes que conlleva.
En la última fase, la tarea de integración de la homosexualidad continúa. Si primero suele venir una etapa en la que se da un valor enorme a la homosexualidad, después esta es puesta en un sitio más secundario, limitada a los aspectos sexuales, pero no como el eje de lo que somos. A veces sobreviene una crítica a la sociedad por lo que tiene de homófoba, y a la vez, una demanda de aceptación que se materializa en la salida del armario.
La sociedad nos propone un modelo de mundo homosexual, que cada homosexual debe conocer para luego decidir si se integra en él o se mantiene fuera. Este mundo nos da un espacio donde encontrarnos con otros homosexuales, pero a su vez, nos impone unos ciertos valores y modelos de conducta que pueden no convenir a todos, y que nos condicionan. Pueden llegar cambios en las actitudes hacia la sociedad, que se ve más positivamente, y también hacia el entorno homosexual, con quien uno se permite ser más crítico. Aunque uno tenga que seguir saliendo del armario toda la vida, porque heteronormatividad se mantiene, el proceso de aceptación termina allí.