En 1965, una madre cubana gritó, con dolor e impotencia: “¿Habrá alguien, que no sea Dios, con poder suficiente para arrancarle a una madre su hijo, sin decirle siquiera para dónde lo lleva?”. Entonces esa madre ignoraba que Fidel Castro y su pandilla tenían el poder para hacerlo.
Hace algunos años, la sexóloga Mariela Castro Espín dijo, para la revista Alma Mater, que “había pedido que la protección de la Constitución de la República de Cuba incluyera explícitamente a los homosexuales”, para evitar la discriminación de que eran víctimas. Y más adelante, el ex presidente Fidel Castro admitió públicamente su “responsabilidad” por las conocidas UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción). Entonces, los ilusos creyeron que la revolución cubana comenzaba a cambiar, después de larga represión e injusticia, y que se proponía tomar el camino correcto.
Pero se trataba solo de otra jugada para limpiar los nombres de los ancianos comunistas, y pretender que saldaban su deuda con los centenares de inocentes que habían sido víctimas de su intolerancia, su odio y su maldad.
No hay dudas de que uno de los grupos sociales que más sufrió (y sigue sufriendo) la represión del régimen cubano ha sido la comunidad LGBT (Lesbianas, gays, bisexuales y transgéneros). A partir de 1959, fueron muchos los horrores perpetrados contra esta comunidad, contra la cual la dictadura se ensañó de modo muy especial. Por ejemplo, las redadas policiales, en 1962, contra proxenetas, prostitutas y “pájaros” (homosexuales), conocidas como “La noche de las tres P”, o el Primer Congreso de Educación y Cultura, en 1971, que decretó el despido masivo y la condena al ostracismo de artistas e intelectuales “de vida amoral y extravagante”; o la aprobación, en 1974, de la ley 1267, que condenaba el “homosexualismo ostensible”, etc.
En las UMAP, creadas en noviembre de 1965, fueron confinados unos 25mil hombres, sobre todo en edad militar, dentro de los que se encontraban religiosos, homosexuales y disidentes, que fueron catalogados como parásitos, vagos y antisociales, mediante uno de los peores engendros “legales” de los Castro.
En los últimos años, este régimen (que es el mismo de siempre y continúa en manos de la misma familia) ha simulado que intenta resarcir aquel horror, sacando a la luz obras de artistas homosexuales que antes había condenado al ostracismo, al exilio y al suicidio; o rindiendo homenajes póstumos que, ante los ojos de quienes no hemos podido perdonar tanto odio y abuso, por los cuales no se ha pedido ni siquiera una disculpa, no aparecen sino como otra de sus comedias de pésimo gusto.
Muchos, sean o no homosexuales, se preguntan si algún día lograremos que los impunes dictadores admitan sus crímenes y se dispongan a pagar por ellos, sean, entre otros, las 72 muertes por torturas y ejecuciones, los 180 suicidios, o los 507 enviados a hospitales psiquiátricos, que, según el escritor Norberto Fuentes, han reflejado las fuentes oficiosas.
¿Tendrán el valor de mencionar, uno por uno, los nombres de sus víctimas y los hechos que, como decía Manuel Zayas, en un artículo del pasado 6 de mayo, “no sólo los hermanos Castro, tampoco Mariela se atreve a mencionar”?
Me pregunto si antes de partir de este mundo, los dos ancianos Castro tendrán el coraje y la decencia de colaborar con la “exhaustiva investigación” que supuestamente lleva a cabo el CENESEX (Centro Nacional de Educación Sexual), para relatar la verdadera historia de sus víctimas, y no sólo de las más conocidas como Arenas, Lezama, Piñera, Cabrera Infante, Padilla, sino también la de cientos de confinados en las UMAP, como René Ariza, José Mario, Héctor Aldao, el pintor Aníbal, Jorge Ronet, Félix Luis Viera, Emilio Izquierdo (hoy dirige la Asociación de ex confinados UMAP), Bernardo Aloma Ortiz (cuya madre, Clara Ortiz, me ha contado sobre los horrores que padeció su hijo en aquellos campamentos), el dramaturgo Héctor Santiago, Luis Becerra (estudiante de 16 años de Santa Clara), Jorge Blondín Iparraguirre (protestante de 26 años y trabajador agrícola del central Washington), Julio Rivero (oficinista de Santa Clara), Rigoberto González (homosexual de 40 años, dueño de un taller automotor), Pedro Bernia (campesino evangelista de 20 años de edad), Manuel Valle (de la Logia de Orfelos, de 20 años de edad), Eurípides Ferrer (estudiante de Cabaiguán, de 23 años), Víctor Soriano (obrero fabril de Cienfuegos), Guillermo Jiménez (de Ranchuelo, 30 años), más un larguísimo etcétera.
Es cierto que aquellos campos de trabajo forzado causaron dolor no sólo a los homosexuales y sus familiares, sino también a “artistas, bailarines, testigos de Jehová, aristócratas, católicos, desertores del Servicio Militar Obligatorio, vagos, proxenetas y poetas”, como ya lo narró Félix Luis Viera. Pero, como homosexuales de hoy, nos corresponde sacar a la luz todo aquel horror que a muchos les hizo recordar el libro Los hombres del triángulo rosa, de Heinz Heguer, que narra la manera en que los nazis alemanes cargaron con los homosexuales en Berlín y los llevaron al campo de concentración de Sachsenhausen.
Los judios de la dictadura cubana
Ya lo dijo una vez Jean Paul Sartre: “A los homosexuales cubanos les tocó ser los judíos de este proceso”. Y estos son los nombres que los Castro no quieren mencionar, los nombres de inocentes, víctimas, personas que no habían cometido delito alguno, o si eran responsables de alguno, sería el de profesar una religión, o de tener orientaciones sexuales calificadas de prejudiciales por las autoridades de gobierno, o de expresar modas y maneras que no se avenían con el proyecto de alcanzar, en un futuro lejano, ese sueño del Hombre Nuevo, que, como tantos otros venidos del mismo lugar y momento de la historia, nunca llegó a realizarse.
Las UMAP fueron un engendro fascista que el CENESEX no tendrá manera de justificar. Como bien dijo el autor de Un ciervo herido, “no fue un acto defensivo, no fue una medida para enfrentar esta u otra posibilidad de agresión presente o futura, fue, simplemente, un acto atentador contra personas inocentes, una acción discriminatoria que tiene su origen en la enjundia excluyente del sistema político que concibió esta afrenta”.
Cuando ex confinados de la UMAP se dieron cita, el pasado 3 de marzo, en Estados Unidos, y expresaban que de alguna manera hubo pecado también en el hecho de que muchos cubanos se quedaron sin hacer nada cuando ellos comenzaron a gritar con todos sus pulmones que “los revolucionarios estaban violando sus derechos”, con la esperanza de que otros vinieran en su ayuda, tenían absoluta razón.
Coincido con ellos en que el miedo a la ira de los Castro, el miedo a la muerte, fue lo que impidió a muchos enfrentarse a la tiranía en aquel momento. Hoy, en nombre de la generación de homosexuales y luchadores que anhelamos la libertad, me pregunto, como algunos sobrevivientes de la UMAP, ¿qué podemos hacer para que esa historia no se repita?
Creo que la respuesta es simple: Aunque es cierto que el exilio cubano (así lo expresó Héctor Santiago), por un problema tal vez de prejuicios moralistas, no ha sabido hacer hincapié en el tema de la discriminación y la represión que han sufrido los homosexuales en Cuba, pienso que los que aún estamos en la Isla y los hermanos de la diáspora debemos emplazar, juntos, al régimen para que admita sus crímenes y pague por tanto dolor.
Se sabe que el régimen hizo desaparecer muchos documentos y pruebas, para borrar las huellas del sufrimiento que infligió sistemáticamente a tantas personas inocentes. Pero se equivocan los Castro si creen que lo lograrán. Los cubanos no olvidaremos ese capítulo de nuestra historia y continuaremos insistiendo en que, al menos, quede claro quienes fueron los responsables de tanto horror, aunque mueran sin pedir disculpas. Las víctimas y sus familiares no pueden, ni deben, olvidar.