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General: COSAS QUE VIVIO EN LA HABANA
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Respuesta  Mensaje 1 de 1 en el tema 
De: administrador2  (Mensaje original) Enviado: 12/03/2014 18:03
Cosas que viví en La Habana:  La vendetta de Coco Solo
93.jpg (550×444)
Martín Guevara  |  
Café Fuerte
Cuando vivía en Cuba, generalmente las mujeres de tez blanca eran las afortunadas para ascender en la escala social que instauró la “Involución”, a costa de casarse o ser amantes de “pinchos” o dirigentes.

La belleza necesaria para pasear por Coppelia, Miramar o Siboney, para acceder a los clubes náuticos de Santa María, Jibacoa o Barlovento, a los bares de moda de los hoteles, a las piscinas de lujo, a las casas de visitas de los dirigentes, a los yates o a las habitaciones de los buenos hoteles, era de sello hispana o de cualquier otra caucásica. Yo no había conocido nadie más racista que los hijos de los “padres barbudos de la Patria”.

Para que las muchachas negras pudiesen ser consideradas lindas -incluso entre ellas mismas- debían estirarse el pelo con un peine caliente hasta que parecían Nat King Cole o James Brown con un espantoso e impersonal casco protector. Muchas veces ellas mismas con ayuda de las blanquitas, solían llamarles cabeza de puntilla a las chicas que se dejaban el pelo rabiosamente enrulado y tenían peores epítetos para las que se dejaban el pelo “afro” a lo Angela Davis.

Patrón de belleza

Las muchachas que tenían la tez muy negra no solían pasear por los barrios “bien” ni ir a las playas que estaban pensadas de común acuerdo y sin carteles para blancas. A ellas se las relegaba a las playas de diente de perro o a Bacuranao, o a la parte de atrás de Guanabo. Los blancos revolucionarios decían que a los negros no les gustaba nadar, la playa sólo les gustaba para emborracharse y para rascabuchar mujeres blancas. Y además, en adición había un cierto pudor, una autocensura promovida por esa lapidaria elección del patrón de belleza predominante, no muy distinto del que decían haber desterrado.

De repente empezaron a llegar turistas canadienses, italianos, españoles, franceses, que además de atender a los reclamos de la isla revolucionaria, ya que estaban no desperdiciaban la inclusión de un romance en sus hojas de ruta. Obviamente iban al Caribe en la procura de brown sugar. Con la salvedad de alguna belleza excepcional o de los turistas mejicanos, los europeos y los canadienses rara vez perseguían a las semiblancas.

Sus cabezas sólo pensaban en Revolución & Mulatas, aderezado con sol, mar y ron. La mulata, que de una manera vil se llegó a admitir como el mejor invento que dejaron los españoles en la isla. Incluso los españoles se vanaglorian de ser menos racistas que los ingleses, ya que se mezclaron propiciando el mestizaje, lo que olvidan insulares y peninsulares es que las maneras de aparearse distaban mucho de ser a través de cortejos, de bodas, de familias, sino que se propiciaban mediante violaciones consumadas noche tras noche en las barracas, por capataces, hacendados e hijos.

Esculturas paseantes

De la noche a la mañana apareció en la escena de la Calle 23, del Coppelia, del Habana Libre, del Nacional, de Varadero, una invitada inesperada: la negra despampanantemente bella.

Y empezaron a pasear de brazos de los turistas por la Rampa especímenes que no se sabía a ciencia cierta de donde salían. Yo las recordaba de la escuela o de mis amistades por sus cuerpos esculturales como la pechugona Milagros del edificio, pero no con ese refinamiento, ese saber estar, la vestimenta, el perfume, la belleza descomunal, el desparpajo, no más el pelo planchado, sino afro suelto, trenzas afro o rasta, o peinado al peine caliente pero para darle formas con que las blancas jamás podrían ni siquiera soñar.

De repente todo pareció mínimo al lado de ellas. Las blancas, los blancos, los pinchos con sus enormes barrigas de patas de cerdo, cerveza y chicharrones, los Ladas, las casas de visitas, las cabañitas en Santa María, un cóctel Bellomonte en una piscina, un bistec de palomilla y tres cervezas en el restaurante El Conejito o en La Torre. Todo se les quedó pequeño. Soñaban a lo grande. Robert de Niro poco antes en una visita a La Habana, se había enamorado de la modelo de La Maison, Alma, y no había podido salir con ella porque eran otros tiempos e impedimentos de la espiamanía, pero un par de años más tarde habría encontrado el lobby de su hotel repleto de perlas, de esmeraldas, de hígados hinchados y labios carnosos, la bemba de las columnas de ébano.

La venganza silenciosa

Una rebelión en toda regla, una vendetta silenciosa contra las blanquitas de bajichupa y los pinchos sebosos de guayabera y tres plumas en el bolsillo que ni manejaban divisas ni viajarían fuera de la isla como reinas, mientras ellas con sus sonrisas de marfil sus estaturas de alfil y sus curvas de guitarra iban y volvían de las mejores ciudades del mundo. Había permanecido latente un tesoro escondido en Pogolotti, Palo Cagado, Coco Solo, La Jata o Jesús María y nadie, ni ellos mismos lo sabían.

Hasta el Estado cubano se sumó a la fiesta del nuevo mercado de colores, ni lerdo ni perezoso en el arte parásito, y comenzó a facturar el alquiler de sus preciadas mulatas y negras. De paso, a ellas esto les garantizó que los galanes pretendientes al menos no eran esos pícaros, secos y palmados que aparecían por la isla recreando historias de las mil y una ensoñaciones.

Si lo hubiese visto Portocarrero y Carpentier se habría roto el pavimento y las columnas de la ciudad calzarían cómodos zapatos de quitipón, rodillas para bailar.

* Vivió como refugiado en Cuba por 15 años y permaneció en La Habana hasta 1988. Actualmente reside en España y escribe un libro testimonial sobre su experiencia cubana y el peso del mito que rodea a su célebre tío guerrillero, Ernesto Che Guevara.
 


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