Llegó Jesús con ellos a un huerto llamado Getsemaní y dijo a sus discípulos: “Sentaos aquí, mientras yo voy más allá a orar”. Y llevándose a Pedro y a los dos hijos del Zebedeo, comenzó a sentir tristeza y angustia. (Mt. 26, 36-37)
En la piedra del miedo se habían afilado las traiciones y la noche de Jerusalén ya no escondía la densidad del abandono. El Maestro lo supo, y no un presentimiento, una certeza comenzó a golpearle contra la soledad. Ahora la soledad no era aquella extensión dulce donde encontrar al Padre, ni era el campo de batalla donde el Hijo de Dios fuera tentado como Hijo de Dios.
La soledad era una fuerza incontenible: vaciaba de luz todas las casas del espíritu, dolía como el frío cuando hiela la sangre.
La soledad mordiendo el corazón del hombre, la soledad poniendo al descubierto al hombre, solo al hombre.
(La soledad es una calle larga que lleva a la tristeza).
Quiso salir de la ciudad. Bajo la luna la espalda de los que se volvían era un incendio que le abrasaba la memoria.
Acaso fueran piadosos los olivos con su óleo de intimidad donde resuena la palabra del Padre.
¡Oh paradoja del ascenso donde los pies se hunden en el lodo del hombre! ¡Oh paradoja del conocimiento donde todo es maraña de raíces! Getsemaní no es una zarza ardiendo, es la espesura sin piedad donde el hombre está solo, desnudamente solo, sin asilo, despojado del hombre, despojado de Dios.
Getsemaní no es óleo, es agonía, es otra vez un campo de batalla donde el Hijo del Hombre ha de enfrentarse con todos los demonios del hombre: el tedio, la amargura, la angustia, los peldaños que van a dar al morir.
Getsemaní no es óleo. Es agonía: y en el centro del huerto queda solo un verdadero hombre verdadero abrazado al silencio de Dios, pero obediente.
Fiat, Señor, digo hoy contigo, fiat, Señor, aunque me duela.
II
NO ERA EL SUEÑO, SEÑOR…
Bajo la luna llena encanecían los olivos. La quietud era sólida y destilaba un plomo ardiente que invadía los cuerpos.
El silencio se había vuelto mineral y en la sangre aún rompían las palabras anunciadoras y terribles que se habían mezclado con el vino.
Regresó y volvió a encontrarlos dormidos, pues sus ojos estaban cargados (Mt. 26, 43)
No era el sueño, Señor, era el espanto lo que subía río arriba del alma hasta los ojos: era el espanto de ver luchar a Dios y no hacer nada.
III
EL BESO
Entonces todos los discípulos lo abandonaron y huyeron. (Mt. 26, 56)
En la piedra del miedo se habían afilado las traiciones y ahora iban subiendo entre las luces, ensayando el más turbio, el más falso de los besos.
¿Quién dijo que el amor era un abrazo? Este beso no es beso, es un cuchillo que asesina de lejos y empozoña el corazón de muchos y lo cubre de la callosidad del abandono. En el puente del beso se ha cumplido lo que dijeron los profetas, pero Señor te pido ahora que me quites esa suerte de puente y que me dejes del lado del amor, en tus orillas.
IV
ORACIÓN PARA NO DORMIR
Pedro lo siguió de lejos (Mt., 26, 58)
Oh, Señor, en esta hora en que también se confunde la distancia con el miedo, si Tú me ves que me aparto de tu agonía y que duermo para no ver al que sufre ni ver mi interior desierto, mírame, que yo te sigo, aun como Pedro de lejos.
Mírame y en tu mirada sostenme para que el fuego de tanto amor me despierte siempre que me venza el sueño.