Heredia, el viajero 175 aniversario de la muerte del cantor del Niágara
José María Heredia y Heredia, poeta cubano
Roberto Jesús Quiñones Haces | GUANTÁNAMO, Cuba | Cubanet
Hoy 7 de mayo se cumplen 175 años de la muerte de José María Heredia y Heredia, poeta cubano nacido en Santiago de Cuba el 31 de diciembre de 1803 y fallecido en 1839, en Ciudad México, a los 36 años de edad.
Considerado uno de los grandes poetas de América, Heredia vivió pocos años en Cuba debido a que su padre era magistrado y tenía que trasladarse de país en país para ocupar plazas judiciales vacantes. Esto provocó que con tres años de edad su familia se trasladara a Pensacola (Florida), cuando aún esta zona era propiedad de España. En 1810 la familia regresó a La Habana y unos meses después fueron a Santo Domingo, donde José María Heredia hizo algunos estudios.
En 1812, la familia se trasladó a la ciudad de Caracas, Venezuela. Estos constantes viajes provocaron que el padre de José María decidiera tomar la educación de su hijo en sus manos siendo reconocido por los principales biógrafos del poeta como su principal influencia cultural.
La inclinación de Heredia por las letras se hizo patente desde su niñez. A los ocho años de edad tradujo al poeta Horacio y con trece años comenzó a estudiar Gramática Latina en la Universidad de Caracas, lapso en el que han sido ubicados sus primeros poemas manuscritos. En 1817, la familia regresó a La Habana y Heredia comenzó a estudiar leyes, estudios que compartió con su entusiasmo por la literatura y, específicamente, por el teatro, al extremo de que en ese período escribió obras como Eduardo IV, Moctezuma y el sainete El campesino espantado, habiéndose probado que actuó en algunas de estas obras durante su estancia en la provincia de Matanzas.
En 1819 embarcó hacia México junto con su padre. En dicha ciudad continuó sus estudios de leyes. Fue allí donde reunió sus composiciones poéticas y su colaboración con varios medios de prensa comenzó a ser asidua. Nuevamente su estancia en el extranjero se vio interrumpida, esta vez por la muerte de su padre, razón por la que en 1821 regresó a La Habana, donde obtuvo el grado de bachiller en leyes y fundó la revista Biblioteca para Damas, con vida efímera. En 1823, Heredia recibió el título de abogado en Puerto Príncipe y de regreso a la ciudad de Matanzas conoció que se había emitido una orden de captura en su contra por participar en la conspiración de la orden de los Soles y Rayos de Bolívar, lo que provocó su salida clandestina del país hacia Boston, E.U.A. De su visita a las cataratas del Niágara surgió su famosa Oda al Niágara, donde la impresión causada por el accidente geográfico quedó unida al recuerdo de la patria.
Poco tiempo después, Heredia regresó a México invitado por el presidente de ese país, Guadalupe Victoria. A partir de ese momento, su vida literaria y su prestigio como poeta y hombre de la judicatura mexicana no hicieron más que crecer.
Muchos han criticado a Heredia la carta que escribió al Capitán General Miguel Tacón el 1 de abril de 1836, en la cual se retractó de sus ideas y pedía la autorización del gobernador para regresar a Cuba y visitar a su madre enferma, permiso que le fue concedido pero provocó cierto rechazo en el círculo intelectual liderado por Domingo del Monte, algo que incidió en su decisión de regresar a México meses después de haber llegado a Cuba, pero al regresar nunca más gozó del apoyo que antes había recibido y su vida se vio rodeada de numerosas dificultades.
Figura excelsa del romanticismo en Cuba y América, José María Heredia es el clásico ejemplo del intelectual acosado por el autoritarismo y la dureza del exilio. Aun así, ni la majestuosidad de las Cataratas del Niágara o de las construcciones aborígenes mexicanas que también inmortalizó en su obra poética, ni el cosmopolitismo de las ciudades donde vivió, ni las incomprensiones de sus compatriotas, provocaron que se olvidara de Cuba. El recuerdo de la isla gravitaba dolorosamente en su lecho de enfermo, cuando con solo 36 años la muerte lo tomó en sus brazos para plantarlo definitivamente en la eternidad.
Templad mi lira, dádmela, que siento En mi alma estremecida y agitada Arder la inspiración. ¡Oh! ¡cuánto tiempo En tinieblas pasó, sin que mi frente Brillase con su luz...! Niágara undoso, Tu sublime terror sólo podría Tornarme el don divino, que ensañada Me robó del dolor la mano impía.
Torrente prodigioso, calma, calla Tu trueno aterrador: disipa un tanto Las tinieblas que en torno te circundan; Déjame contemplar tu faz serena, Y de entusiasmo ardiente mi alma llena. Yo digno soy de contemplarte: siempre Lo común y mezquino desdeñando, Ansié por lo terrífico y sublime.
Al despeñarse el huracán furioso, Al retumbar sobre mi frente el rayo, Palpitando gocé: vi al Oceano, Azotado por austro proceloso, Combatir mi bajel, y ante mis plantas Vórtice hirviente abrir, y amé el peligro.
Mas del mar la fiereza En mi alma no produjo La profunda impresión que tu grandeza.
Sereno corres, majestuoso; y luego En ásperos peñascos quebrantado, Te abalanzas violento, arrebatado, Como el destino irresistible y ciego. ¿Qué voz humana describir podría De la sirte rugiente La aterradora faz? El alma mía En vago pensamiento se confunde Al mirar esa férvida corriente, Que en vano quiere la turbada vista En su vuelo seguir al borde oscuro Del precipicio altísimo: mil olas, Cual pensamiento rápidas pasando, Chocan, y se enfurecen, Y otras mil y otras mil ya las alcanzan, Y entre espuma y fragor desaparecen.
¡Ved! ¡llegan, saltan! El abismo horrendo Devora los torrentes despeñados: Crúzanse en él mil iris, y asordados Vuelven los bosques el fragor tremendo. En las rígidas peñas Rómpese el agua: vaporosa nube Con elástica fuerza Llena el abismo en torbellino, sube, Gira en torno, y al éter Luminosa pirámide levanta, Y por sobre los montes que le cercan Al solitario cazador espanta.
Mas ¿qué en ti busca mi anhelante vista Con inútil afán? ¿Por qué no miro Alrededor de tu caverna inmensa Las palmas ¡ay! las palmas deliciosas, Que en las llanuras de mi ardiente patria Nacen del sol a la sonrisa, y crecen, Y al soplo de las brisas del Océano, Bajo un cielo purísimo se mecen?
Este recuerdo a mi pesar me viene... Nada ¡oh Niágara! falta a tu destino, Ni otra corona que el agreste pino A tu terrible majestad conviene. La palma, y mirto, y delicada rosa, Muelle placer inspiren y ocio blando En frívolo jardín: a ti la suerte Guardó más digno objeto, más sublime. El alma libre, generosa, fuerte, Viene, te ve, se asombra, El mezquino deleite menosprecia, Y aun se siente elevar cuando te nombra.
¡Omnipotente Dios! En otros climas Vi monstruos execrables, Blasfemando tu nombre sacrosanto, Sembrar error y fanatismo impío, Los campos inundar en sangre y llanto, De hermanos atizar la infanda guerra, Y desolar frenéticos la tierra.
Vilos, y el pecho se inflamó a su vista En grave indignación. Por otra parte Vi mentidos filósofos, que osaban Escrutar tus misterios, ultrajarte, Y de impiedad al lamentable abismo A los míseros hombres arrastraban. Por eso te buscó mi débil mente En la sublime soledad: ahora Entera se abre a ti; tu mano siente En esta inmensidad que me circunda, Y tu profunda voz hiere mi seno De este raudal en el eterno trueno.
¡Asombroso torrente! ¡Cómo tu vista el ánimo enajena, Y de terror y admiración me llena! ¿Dó tu origen está? ¿Quién fertiliza Por tantos siglos tu inexhausta fuente? ¿Qué poderosa mano Hace que al recibirte No rebose en la tierra el Oceano?
Abrió el Señor su mano omnipotente; Cubrió tu faz de nubes agitadas, Dio su voz a tus aguas despeñadas, Y ornó con su arco tu terrible frente. ¡Ciego, profundo, infatigable corres, Como el torrente oscuro de los siglos En insondable eternidad...! ¡Al hombre Huyen así las ilusiones gratas, Los florecientes días, Y despierta al dolor...! ¡Ay! agostada Yace mi juventud; mi faz, marchita; Y la profunda pena que me agita Ruga mi frente, de dolor nublada.
Nunca tanto sentí como este día Mi soledad y mísero abandono y lamentable desamor... ¿Podría En edad borrascosa Sin amor ser feliz? ¡Oh! ¡si una hermosa Mi cariño fijase, Y de este abismo al borde turbulento Mi vago pensamiento Y ardiente admiración acompañase! ¡Cómo gozara, viéndola cubrirse De leve palidez, y ser más bella En su dulce terror, y sonreírse Al sostenerla mis amantes brazos...! ¡Delirios de virtud...! ¡Ay! ¡Desterrado, Sin patria, sin amores, Sólo miro ante mí llanto y dolores!
¡Niágara poderoso! ¡Adiós! ¡adiós! Dentro de pocos años Ya devorado habrá la tumba fría A tu débil cantor. ¡Duren mis versos Cual tu gloria inmortal! ¡Pueda piadoso Viéndote algún viajero, Dar un suspiro a la memoria mía! Y al abismarse Febo en occidente, Feliz yo vuele do el Señor me llama, Y al escuchar los ecos de mi fama, Alce en las nubes la radiosa frente.