La hora del desquite en Varadero
Todo incluido y algo más en la "playa más bella del mundo"
Mi familia llevaba ahorrando un año y la semana pasada invertimos todo en un
paquete turístico a Varadero. Partimos, felices y nerviosos, hacia uno de
esos hoteles que estaban reservados a los extranjeros y se abrieron a los
nacionales hace seis años. Yo prefería quedarme mirando el mundial de
fútbol, pero ¿quién le dice que "no" a mi mamá?
El ómnibus salió temprano, al filo de las cuatro de la madrugada. Ya en la
guagua la gente sacaba su botella de ron, cantaba las canciones de moda y
hasta el chofer se dio un traguito. Cada minuto debía aprovecharse, porque
el costo de toda la excursión era alto, desproporcionado en relación con los
salarios. Habíamos pagado unos cien pesos convertibles por persona, para
estar dos noches en la "playa más bella del mundo".
El viaje resultó ser una mezcla de gestión estatal y particular. Al decir de
un amigo, se trató de un paquete "estaticular". La parte privada de la
organización la puso Mirielis, una cuarentona de La Habana Vieja que se
dedica desde hace años a producir giras y estancias por toda Cuba. "Empecé
ofertando noches en bases de campismo y mira donde estoy", me dijo con
orgullo mientras enseñaba un catálogo que incluía Jardines del Rey,
Trinidad, una visita guiada al Cobre y todo tipo de combinaciones en la zona
de Soroa y Viñales.
Mirielis organiza el transporte de ida y vuelta, gestiona una merienda para
el camino y tiene prioridad a la hora de reservar habitaciones en los
hoteles porque lo hace "al por mayor". "Tengo contacto con varios
turoperadores y me va muy bien". Se refiere a empresas como Cubatur que cada
vez apuestan más por el turismo nacional. Muchas de las entidades hoteleras
que un día impidieron la entrada de nuestros compatriotas, hoy no podrían
mantenerse funcionando sin ellos.
Nada más llegar al hotel en Varadero, Mirielis guió a quienes veníamos en su
ómnibus hasta la carpeta. Bastó que le dijera a la joven que organizaba el
check-in "a estos los traigo yo", para que las llaves aparecieran a toda
velocidad y termináramos rápidamente en una habitación con aire
acondicionado, televisor pantalla plana y agua caliente. Para la gran
mayoría de los que veníamos en el grupo, esas tres comodidades nos bastaban
para sentirnos disfrutando de algo extraordinario.
Mi habitación era pequeña y olía a humedad, así que salí y me fui a buscar
al resto del grupo. Algunas señoras mayores, de tan aliviadas por la
temperatura, no quisieron moverse de la habitación climatizada. Los niños
saltaban sobre los colchones y a muchos les dio, a esa hora, por meterse en
la bañadera llena de gel y sales. Así se pasarían buena parte del tiempo que
nos permitió la manilla de "todo incluido" en nuestras muñecas.
El resto de la gente que vino en la guagua se distribuyó entre la piscina y
el comedor. Muy pocos se apuntaron al recorrido por la naturaleza. "Nada de
eso, yo soy alérgica a los mosquitos", me confesó una joven cuando le sugerí
conocer los alrededores. La segunda persona a la que le pregunté tuvo una
respuesta más simpática: "Yo no vine aquí a pasar trabajo, ¿caballos,
hierbas, tierra?, yo lo que quiero es música, ron y comida". "Amén", le
concluí la frase.
Un, dos, tres... a saquear
Durante el primer desayuno, niños armados con tenedores y cucharas, abuelas
en ropa de baño y señores tostados por el sol que parecían haber estado
bebiendo alcohol toda la madrugada, cayeron "con esa fuerza más" sobre el
queso, el jamón y la mantequilla. La bandeja con fruta bomba apenas si
recibió atención, así que yo me enfoqué en aquellas rodajas. Dos turistas
extranjeros sentados en una esquina miraban asombrados tanta voracidad.
Tardaron tanto en "ponerse pá las cosas", que se quedaron sin casi nada.
Nadie los manda a ser tan lentos.
Una madre se metió entre los senos un trozo de queso gouda. A un niño que
lloraba le dieron un bistec de cerdo empanizado –a las ocho de la mañana–
con trozos de bacón frito por encima. Vi a unas jimaguas que echaban algunas
manzanas y uvas en una bolsa, pero el cocinero las descubrió y les quitó el
"tesoro". A pesar de los controles, la gente lograba saquear buena parte del
comedor hacia sus habitaciones. En la alta noche, me fui a visitar a los
vecinos del cuarto más cercano y me invitaron con desparpajo a un lacón
completo que lograron sustraer del almuerzo.
Más allá de la popular frase “lo que te den cógelo”, el lema se extendía a
“lo que no te den, cógelo también”
En todos los huéspedes cubanos sentí un deseo de revancha. Más allá de la
popular frase "lo que te den cógelo", el lema se extendía a "lo que no te
den, cógelo también". Era como si durante un año hubieran estado contando
peso a peso para llegar a esa oportunidad, meses robándole al Estado para
ahorrar el monto del viaje o esperando a que algún pariente mandara el
dinero del extranjero, para al final vivir "la hora del desquite". No había
pudor alguno.
La primera noche una anciana de más de setenta años intentaba cenarse un
trozo de vaca frita, una ración de camarones enchilados, una crema de queso
y unos espaguetis a la carbonara. Todo eso rematado con un sunday de
chocolate rodeado de bizcochos. A ninguno de sus familiares le generó alarma
alguna el atracón de la señora. Esa noche me acosté con el temor de que en
medio de la madrugada habría que llevar a la viejecita hacia el cuerpo de
guardia más cercano. Pero no, a la mañana siguiente estaba en el desayuno,
muy sonriente, detrás de un tazón de cereal con pasas y yogur, un pastel de
guayaba, huevos revueltos y un sándwich con pepinillo incluido. ¡Vaya
estómago!
"Por eso no me gustan los clientes cubanos, se portan mal y rompen muchas
cosas", me dijo la muchacha que limpiaba la cocina. Me contuve, para no
recordarle que ella también era cubana y que de seguro robaba comida y
objetos del hotel para "resolver". La clave, sin embargo, me la dio Juan
Carlos, el joven que hacía las sesiones de ejercicios aeróbicos alrededor de
la piscina. "Es que cuando tenemos muchos cubanos, nosotros no podemos ganar
casi nada".
Empecé a meterme en la lógica del hotel. Los turistas extranjeros dejan
mejores propinas –pocos cubanos tienen esa costumbre– y además comen
menos... porque tienen menos hambre, imagino. Al final de cada día, si el
hotel tiene un mayor número de forasteros que de nacionales, los empleados
tienen más mercancía que sustraer y revender.
Lo pasé bien... Pero regresé a casa con un gusto amargo, como si volviera de
un viaje de piratería y pillaje
¿Discriminación o pragmatismo? ¿Endofobia o xenofilia? Es difícil deslindar.
Durante demasiado tiempo, estos empleados y chefs sólo ofrecieron sus
servicios a canadienses, españoles, franceses, entre muchos extranjeros que
visitan Cuba. "Ahora ya no me da gusto cocinar un soufflé... porque lo que
más quiere esta gente es puerco asado y tostones", refería Víctor, que lleva
la cocina del hotel para casi quinientas habitaciones.
Aunque la empleomanía del lugar compartió con nosotros alguna que otra frase
y varias sonrisas, se le notaba molesta. Deseosa de que el grupo partiera
por el mismo camino que había venido. A la segunda noche ya ocurrieron
algunas peleas, a pesar de que la cerveza a granel –la única que había– se
sentía bastante aguada y el ron empezó a estar "racionado". El vodka se
había quedado un poco fuera de control, así que la bronca tenía un tufo a
"camarada soviético". Eran dos hombres enfrentados por una señora a la que
alguien miró –por detrás– cuando salía de la piscina. Bueno, ya era hora de
irse.
El ómnibus iba a salir y nos paró un grupo de guardias de seguridad.
Subieron y revisaron entre los asientos y los equipajes. Le pidieron a una
pareja que bajara con ellos y nunca regresaron. Después nos informaron que
eran "reincidentes" que se dedicaban a robar cubiertos, vasos y otros
objetos de centros turísticos. Yo, la verdad, si hubiera sido policía habría
cargado con la guagua completa. La señora que iba sentada detrás de mí se
hizo con dos toallas que capturó en los alrededores de la piscina. Las
jimaguas finalmente se llevaron una cantidad de manzanas que llenaría una
caja, y mi propia madre atesoraba en su bolso de mano lonjas de jamón y
queso para desayunar un mes.
Lo pasé bien. El sol y el agua fueron lo mejor. Pero regresé a casa con un
gusto amargo, como si volviera de un viaje de piratería y pillaje. Mi
familia vaciaba los bolsillos a ver quién había podido llevarse más cosas.
Durante varios días hemos tenido mantequilla de porciones individuales para
untar el pan del racionamiento, champú en pequeños frascos y hasta peras
para impresionar a los amigos. La marca en la piel que me ha dejado la
manilla del "todo incluido" me durará quizás una semana más, pero la
vergüenza..., la vergüenza tardará mucho tiempo en abandonarme.
Nunca digas nunca, di mejor: gracias, permiso, disculpe.