El Malecón: frontera de cemento
Mientras haya una salida no se van a amotinar
Miriam Celaya | La Habana, Cuba |
Casi nadie en Cuba recuerda el llamado Maleconazo. Una indagación entre medio centenar de personas mayores de 40 años, me permite corroborar cuán flaca es la memoria colectiva cubana y cuánto de mito se encierra en un incidente que, más que el valor político que pretende atribuírsele, no pasó de ser una explosión momentánea y efímera motivada por la frustración de varias decenas de personas que pretendían emigrar de la Isla, residentes de las zonas aledañas al Malecón, en el segmento de esa avenida que discurre por el municipio Centro Habana .
Los disturbios apenas tuvieron un carácter puramente local, aunque se les ha querido conferir mayor importancia y magnitud de la que realmente portaban. Por eso, desde la distancia de dos décadas, la ocasión es propicia para rememorar, despejando los mitos y las realidades de aquel 5 de agosto.
La Habana del verano de 1994
La sensación general era de agonía. La crisis económica eufemísticamente bautizada por F. Castro como “período especial en tiempos de paz” se había entronizado, imponiendo a los cubanos una vida de carencias extremas. Los alimentos, ropas y calzado, transporte, medicinas, todos los artículos de aseo e higiene y de limpieza escaseaban o habían desaparecido, el comercio se extinguió, las tiendas exhibían sus estantes y escaparates vacíos y solo la cartilla de racionamiento lograba mantener en alguna medida la distribución reglamentaria de la miseria general. Con el desplome económico por la pérdida de los subsidios de Europa del Este, a nivel social cundieron la incertidumbre y el desaliento; casi cada cubano tenía la voluntad y el pensamiento fijos en dos objetivos esenciales: sobrevivir y/o emigrar. Parecía el final del castrismo.
En ese ambiente de presión contenida cualquier chispa podía encender la mecha, y el gobierno lo sabía. Se sucedían constantemente las salidas ilegales por mar, en las que cualquier artefacto que flotara podía ser el posible escape del infierno cubano. El verano siempre ha sido la temporada más propicia para esas migraciones, y en especial el de 1994 marcó un hito migratorio que más tarde aprovechó Castro I para “abrir” las compuertas de las salidas ilegales hacia EE.UU, exportando una vez más los conflictos internos de Cuba a la Oficina Oval de la Casa Blanca, una práctica que fue su estrategia favorita a fin de mantener vivas las tensiones con el gobierno de ese país y alimentar el diferendo, columna vertebral de su política exterior.
Visto en perspectiva, el Maleconazo fue, a la vez, un resultado directo de la sucesión de intentos migratorios mediante el secuestro de lanchas en la Bahía de La Habana, y el preludio de la Crisis de los Balseros, pero no constituyó una manifestación antigubernamental propiamente dicha, a pesar de que en el transcurso de las revueltas contra la policía hubo gritos contra el gobierno.
Mitos y realidades
Existen varios factores que se deben tomar en cuenta al momento de evaluar los sucesos. No resulta casual que los disturbios se produjeran justamente en el litoral habanero, puesto que se trataba de individuos cuya aspiración era emigrar, y solo eso. El Malecón simboliza para muchos cubanos una frontera de cemento entre la miserable cárcel insular y la libertad. De haberse tratado de un movimiento político, lo lógico hubiese sido que los disturbios y protestas se hubiesen suscitado en la Plaza Cívica, frente al Palacio de la Revolución, en el transcurso de algún acto político, o en cualquier escenario público que representara el poder gubernamental, que hubiesen habido reclamos de cambios políticos, alguna plataforma o programa, demandas al gobierno, líderes o comités organizadores de los actos, etc. No fue así.
Tampoco en los días posteriores a los disturbios se produjeron “réplicas” ni motines relacionados con éstos, ni se suscitaron manifestaciones callejeras. Por aquel entonces proliferaban los grafiti antigubernamentales, pero no se puede asociar el Maleconazo a ningún movimiento o partido opositor articulado en torno a una propuesta o con un objetivo político. Se trató, ni más ni menos, de una revuelta espontánea y acéfala protagonizada por sectores mayoritariamente muy humildes o marginales, cuya máximo esfuerzo estaba encaminado a huir de Cuba, no a emprender transformaciones políticas. Por tanto, pretender ver en aquellos hechos un capítulo de la lucha de los cubanos en pos de la democracia es falsear la realidad y magnificar un incidente que, ciertamente, pudo haber tenido consecuencias más profundas si se hubiese tratado al menos de un acto cívico consciente.
En resumen, el Maleconazo constituyó un hecho excepcional por varias razones: 1.- Fue la mayor y más divulgada manifestación de descontento popular desde 1959; 2.- Demostró el temor e inseguridad del gobierno cuando éste hizo un despliegue desproporcionado y rotundo de sus cuerpos represivos para sofocar la revuelta; 3.- Abrió el camino a la mayor migración desde los sucesos del Mariel (1980), la Crisis de los Balseros.
Lo inusual del evento y las ansias de la población por que ocurriese “algo” que apuntara a un posible cambio en medio de una realidad angustiosa y misérrima, hizo que algunos medios de prensa, así como la voz popular, hiperbolizaran los hechos, aportándoles ribetes casi épicos. Lo cierto es que el régimen, sobresaltado por la súbita explosión de rebeldía, aplicó un escarmiento y lanzó un mensaje claro y fuerte al resto de los cubanos y al mundo: estaba dispuesto a aplastar con todas sus fuerzas represivas cualquier desacato popular al mandato verdeolivo. El pueblo asimiló la lección.
Los hechos
Durante los días anteriores al Maleconazo, grupos de personas, fundamentalmente hombres, se habían estado concentrando a lo largo del tramo del Malecón que se extiende entre la explanada del Castillo de La Punta –en el Canal de la Bahía– y los alrededores de la calle Galiano, Centro Habana, con la intención de abordar cualquier embarcación que saliera con rumbo a la Florida.
Previamente habían salido cuatro lanchas, una de las cuales fue abordada por personas que se lanzaron al mar justamente desde el muro del Malecón. Las imágenes de una de estas fugas habían sido divulgadas por el noticiero de TV, como una muestra del resultado de “las provocaciones” del gobierno estadounidense en su intento de desprestigiar a la revolución cubana y fomentar el caos social.
Para algunos cubanos, sin embargo, la visión de una embarcación de las que habitualmente cubrían la ruta de pasajeros que une los pueblos de Regla y Casablanca con La Habana Vieja, surcando el mar con rumbo Norte atestada de cubanos que huían de la miseria, era un acicate. Alcanzarla era una esperanza y una salida. Tal era el móvil de los que se aglomeraban en el Malecón habanero aquel 5 de agosto.
Por otra parte, el gobierno temía cualquier situación que pudiera derivarse de un tumulto espontáneo, debido a las duras condiciones de vida que asfixiaban a los cubanos y al descontento general acumulado. Las autoridades no iban a permitir que las cosas se salieran de control, razón que explica la fuerte presencia policial en la zona y el inevitable choque entre los amotinados y las fuerzas del orden, así como la ulterior y desproporcionada exhibición de fuerza por parte del gobierno, que movilizó tropas policiales antimotines, numerosos agentes de la Seguridad del Estado vestidos de civil y los llamados Grupos de Respuesta Rápida, formados tanto por agentes del MININT como por trabajadores de los contingentes de la construcción –en su mayoría naturales de la región oriental del país–, usualmente movilizados para estos fines.
En cuestión de horas la revuelta fue sofocada, los rebeldes que pudieron evadirse se dispersaron y los disturbios no se extendieron a otros puntos de la ciudad, como erróneamente se ha divulgado por algunos medios de prensa. Tampoco hubo saqueos a tiendas. Los daños más visibles fueron los cristales rotos del lobby del Hotel Deauville, en la esquina de Malecón y Galiano. El Maleconazo terminó tan abruptamente como había comenzado, como esas olas que en las tormentas del invierno habanero saltan sobre el célebre muro, solo para escurrirse nuevamente al mar poco después.
Pasados 20 años
Desde la distancia de dos décadas, el Maleconazo es apenas una leyenda urbana. Símbolo del descontento popular ante una situación de miseria extrema, el gobierno lo calificó como una instigación imperialista, mientras algunos sectores disidentes lo han querido ver como un movimiento de oposición al gobierno. En realidad no fue ni lo uno ni lo otro. El Maleconazo fue una expresión espontánea y violenta de una multitud deseosa de huir, de individuos que querían cambiar sus vidas, no los destinos del país. Cualquier otra interpretación de los hechos, es pura fábula.
Hoy por hoy la pobreza continúa. De hecho, la economía sigue en bancarrota y el futuro continúa siendo tan incierto como entonces. ¿Por qué, pues, no se produce un Maleconazo?, ¿acaso no existe en la actualidad una sociedad civil emergente, partidos de oposición, periodismo independiente y decenas de grupos de activistas disidentes?, ¿acaso no existen las condiciones para que se produzca una revuelta popular o una manifestación consciente y bien estructurada que exija derechos y mejores condiciones de vida para los cubanos?
Para responder esto sería necesario comprender tanto la naturaleza del régimen como la idiosincrasia de los cubanos. El gobierno no dudará en aplicar la represión contra cualquier manifestación de protesta. Pocos cubanos están dispuestos a correr riesgos, en especial cuando creen que se acerca el final de la dictadura.
Por otra parte, mientras haya una salida posible las multitudes no se van a amotinar. Mientras perciban una vía de escape a la asfixiante situación socioeconómica, no habrá revueltas ni protestas. Los cubanos siempre han preferido vadear las aguas revueltas antes que agarrar el toro por los cuernos. Tal es nuestra realidad.
Por demás, actualmente muchos cubanos cuentan con alternativas que les permiten paliar en alguna medida sus miserias: las remesas de los familiares que han logrado emigrar, las migajas que se salvan de la depredación gubernamental, las magras ganancias derivadas de las “reformas raulistas” y las mil y una formas de sobrevivencia ilegal que existen en Cuba. Otras esperanzas se cimentan en la reforma migratoria de enero de 2013, que eliminó casi por completo el permiso de salida y abre un cauce migratorio que permite incluso el regreso; y –sobre todo– el tiempo, que avanza inexorable y crea la ilusión de que, cuando finalmente fenezca la generación octogenaria que gobierna la Isla, todo el sistema se irá por la alcantarilla y entonces será el momento para comenzar a vivir nuevamente. Solo hay que esperar “otro poquito”.
Triste, pero cierta la realidad de una Nación, que parece mirar como actos heroicos, lo mismo la derrota que fue Baraguá que la fuga frustrada del Maleconazo en un ardiente día de agosto.