Balsero cubano cuenta su historia: El tiempo duele y nos hace sabios
Pedro Fournier muestra una foto suya frente a sucasa en La Habana antes de escapar de la isla hace 20 años.
Por Pedro Fournier ESPECIAL PARA EL NUEVO HERALDEn Cuba, todos los ciudadanos pasan muchos sacrificios y privaciones, es un sistema que controla la vida del hombre, blandiendo la mentira de una sociedad idílica. Un día comencé a cuestionarme la idea de salir del país. Con mi diploma de cibernético matemático, me vi limpiando el piso de un hotel para extranjeros, fue suficiente para decidir que ese no sería el lugar de mi futuro; ya había intentado por todas las vías cambiar mi situación, pero mi rebeldía sólo trajo dificultades y problemas con las autoridades. Fui obligado a renunciar al hotel por no ser confiable, y no tuve otra alternativa que decidirme a partir. Corría el año 1994, y el país se agitaba entre salidas ilegales, protestas, mítines de repudio… y ante la actitud permisiva oficial de que todo el que deseara irse del país podría hacerlo, un grupo de familiares y amigos reunimos recursos, construimos una balsa y nos fuimos.
El 30 de agosto de 1994 salimos del campismo ubicado en la playa Brisas del Mar, un lugar al este de la ciudad de La Habana, en una travesía de más de 24 horas. Eramos 11 personas, incluidos dos niños. La situación llegó a ponerse muy difícil por las turbulencias de la corriente del golfo, la contaminación del agua potable, la pérdida del espejo de señales, y sobre todo, por el agotamiento de largas horas remando. En el peor momento fuimos salvados por un barco escampavías y luego de algunos días navegando alrededor de la isla en la recogida de nuevos balseros, arribamos por fin a la Base Naval de Guantánamo.
Reubicar a 35,000 personas aproximadamente, dentro de ellos gran cantidad de mujeres, niños y ancianos, en un espacio reducido, fue un trabajo titánico para las autoridades norteamericanas. Tal vez sin esperar que la avalancha fuera de tan enormes dimensiones, los oficiales crearon un mínimo de condiciones que no eran suficientes y hacían la vida muy difícil. Las temperaturas eran superiores a los 40°C, en un clima semidesértico, donde escaseaba el agua, y una gruesa capa de polvo cubría todo. Se improvisaron cientos de tiendas de campaña, y nos alimentamos con las cajas de comida que utilizaba el ejército norteamericano, las famosas MRE —Meat Ready to Eat—, muy diferente a nuestros hábitos alimenticios. Estábamos rodeados de cercas.
Para empeorar la situación un grupo de agitadores —en mi opinión infiltrados por el gobierno cubano— destruyeron cuanto pudieron en nombre de la libertad, y gritando que tomarían una nave en el puerto para irse a Miami, hicieron que reinara el caos, y se acrecentara nuestro malestar. Sentimos por primera vez que no existíamos en el mundo, nos embargaba la preocupación de que los familiares no conocían nuestro destino; pero afortunadamente la revuelta duró pocos días, y las autoridades pudieron restablecer el orden, bajo estrictas medidas de seguridad que tomaron a partir de entonces. Las difíciles condiciones persistían, y un par de meses después surgió la oportunidad de ser trasladados voluntariamente a otros campamentos que había creado el ejército norteamericano en la zona del Canal de Panamá.
Panamá brindó otras posibilidades, se hizo un concurso de comida cubana entre los mejores restaurantes de la capital panameña, para que los ganadores confeccionaran un menú que sería servido en los campamentos, y a pesar de que las cabañas también eran de lona, tenían piso de cemento, había agua corriente 24 horas, y otra serie de facilidades, como la televisión, estaciones de radio y la posibilidad de tener contacto con la prensa de manera más libre, visitas de familiares etc. Con el paso del tiempo y aprovechando los contactos que se podía establecer en los campamentos, también llegó la mano larga de la inteligencia cubana, y se provocaron grandes conflictos, de ellos hay memoria en la prensa de esos años. Como se había dilatado tanto nuestra estancia allí, el gobierno panameño puso condiciones al gobierno norteamericano, marcando el final de nuestra estancia, por lo cual fuimos regresados a Guantánamo.
En la base naval se crearon cabañas nuevas para recibirnos, prepararon condiciones para que pudiéramos elaborar los alimentos, se dieron algunas oportunidades de trabajo, y se continuaron los planes de adiestramiento y enseñanza del idioma inglés para todo el que lo deseara. A propuesta de los propios balseros, se estableció un sistema de visitas entre campamentos, y se lograron muchas mejoras en las condiciones de vida; recibíamos la prensa de Miami, y así estábamos al tanto de las gestiones que se hacían para la tramitación de nuestros problemas. Las presiones de los exilados cubanos y la imposición de cambios ya que era imposible mantener esa situación indefinidamente, lograron —previo acuerdo con el gobierno cubano— que se creara un sistema de lotería para nuestra entrada gradual a los Estados Unidos. Había concluido con ello una más de las crisis migratorias que cíclicamente han envuelto a Cuba y Estados Unidos desde 1959.
Después de 20 años, y haciendo un balance de todo lo sucedido, sólo me queda estar agradecido profundamente a los Estados Unidos de América, mi nuevo hogar, por las oportunidades que me ha dado, y aún por las que no he sabido aprovechar, por enseñarme a vivir en entera libertad con la posibilidad hasta de equivocarme; pero sin dejar de ser yo mismo. No me arrepiento del paso que di, pero sí desearía que no fuera la fuga la única opción para resolver nuestros problemas. Creo que sería más efectivo emplear toda nuestra fuerza, nuestro talento e inventiva, para crear en cada uno de nuestros pueblos las condiciones que nos permitan vivir y crecer, pudiendo disfrutar del éxito que tenemos o que podemos alcanzar en ese país sin necesidad de tanto sufrimiento.
El tiempo duele y nos hace sabios, tenemos derecho a ser felices junto a nuestra familia y nuestros amigos, en la tierra que nos vio nacer y de la que nunca deberíamos haber partido.
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