Tumbar a mandarriazos las estatuas del creador de la primera
dictadura totalitaria y militar del mundo, no es vandalismo, es justicia
Miles de manifestantes tumbaron estatuas de Lenin en Kiev, en Izium, en Zhitomir. Foto internet
La primera vez que mataron a Lenin
Por Tania Díaz Castro | La Habana, Cuba | A Vladimir Ilich Lenin lo han matado muchas veces. Pero la primera vez fue el 30 de agosto de 1918, cuando recibió tres balazos a boca de jarro de manos de Fanya Yefímova Kaplán, una joven revolucionaria.
Hija de campesinos pobres, Fanya había sido la escogida para ajusticiar a Lenin en plena calle, a nombre del Partido Social Revolucionario, traicionado por el líder ruso a través de un golpe de estado contra el régimen democrático de Alexander F. Kerenski, quien ya había logrado el derrocamiento del Zar.
A noventa años de aquellos acontecimientos, todavía los comunistas de hoy niegan que sea cierta la acusación que hizo Fanya a Lenin antes de ser fusilada, tres días después de realizar el atentado: ¨Considero a Lenin un traidor a la Revolución¨. Ni siquiera se conocía la orden que ya se había cumplido de asesinar por sorpresa a la familia zarista: a Nicolás II, a sus hijos, niños y adolescentes, a su esposa, a los criados, al médico de cabecera y hasta los fieles perros de la casa.
El tiempo, juez implacable que ajusta siempre las cuentas, no ha sido nada benévolo con el cadáver del fundador del estado soviético. Embalsamado y exhibido en la Plaza Roja de Moscú, recibió una segunda muerte, la más espectacular, la más ansiada por todos los hombres amantes de la libertad: en 1991 se desmerengaba la URSS y miles de obreros moscovitas instalaban nuevamente el águila bicéfala, símbolo de la Rusia Imperial, a la entrada del famoso Palacio de Invierno.
Un poco antes, seguramente la momia de cera de Lenin, en su lecho del Kremlin, se agitó de indignación, cuando sintió que todo un pueblo se unía para derribar el famoso Muro de Berlín, para que después de 28 años, todos los alemanes se unieran al fin. También cuando le dijeron al oído que el rey Simeón II había ganado las elecciones en Bulgaria.
¿Habrá muerto una vez más, en su urna de cristal, cuando en 1943 un humilde campesino quiso rematarlo con una pistola, o cuando en 1959 un obrero armado de un martillo trató de romperlo en pedazos, o cuando otro obrero le entró a patadas al cristal de la bóveda, para desaparecerlo del mapa?
Recientemente, pudo verse en el mundo libre cómo en Ucrania miles de manifestantes tumbaron estatuas de Lenin en Kiev, en Izium, en Zhitomir y cómo a partir de 1989 en otras muchas ciudades del este europeo todas sus estatuas fueron derribadas a mazazo limpio por la clase obrera.
No se trata, como alegan los nostálgicos y trasnochados comunistas de hoy -cada día menos, por suerte-, de una deformación histórica, de fascismo, barbarie, irracionalidad o vandalismo, sino de encontrar la mejor manera de poner a dormir para siempre al gran responsable de múltiples violaciones a los Derechos Humanos, al comunista que implantó, a base del terror, la primera dictadura totalitaria, burocrática y militar del mundo.
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