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General: La loca aventura cubanoamericana en el Congo cobra vida en Miami
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De: cubanet201  (Mensaje original) Enviado: 17/11/2014 18:51
Epopeya cubanoamericana en el Congo cobra vida en Miami

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Ruth Reynard abraza a Juan Tamayo el domingo en el sur de Miami-Dade
 
           POR GLENN GARVIN  /   

el Nuevo Herald

Cincuenta años después, con las selvas del Congo ya lejanas en su memoria, sentado en la sala de su casa de Miami, a Juan Tamayo le impacienta el próximo encuentro con aquella niñita rubia que estuvo sentada silenciosamente en sus piernas mientras él descargaba peine tras peine de su ametralladora calibre .30.
 
“¿Oirá ella bien?”, se pregunta. “Siempre me preocupó que se le hubiera dañado el sentido del oído”.
 
Mil millas al norte, en Nashville, la niñita rubia —ahora una administradora universitaria de 54 años cuyo sentido del oído está en perfecto estado— está entusiasmada ante la perspectiva de encontrarse con el hombre que envolvió tiernamente su cabecita con un pañuelo para protegerla de los cartuchos calientes que escupía su ametralladora.
 
“No tenía idea de que él fuera de la CIA”, afirma Ruth Reynard riéndose. “A los 4 años, no creo que yo supiera lo que era la CIA. ¡Y un cubano! Imagínense eso: un cubano en el Congo”.
 
Más de 200 sobrevivientes de uno de los capítulos más extraños y menos conocidos de la Guerra Fría —una dura y sangrienta guerra indirecta en Africa entre ejércitos cubanos rivales respaldados por los Estados Unidos y la Unión Soviética— se encontrarán el domingo en Miami para una reunificación. Entre ellos no sólo hay guerreros invisibles de la CIA que han trabajado la vida entera en silencio, sino también más de una docena de miembros de familias de misioneros que fueron tomados como rehenes y rescatados durante el momento más dramático del conflicto.
 
“La primera vez que supe del rescate en el Kilómetro 8, sentí escalofríos”, dice Janet Ray, hija de un piloto de la CIA que murió en la Bahía de Cochinos, quien es la organizadora de la reunión. “Me parece trágico que estos hombres nunca hayan recibido el reconocimiento que se merecen”.
 
La CIA envió a alrededor de 120 exiliados cubanos a combatir las guerrillas respaldadas por los comunistas durante la etapa de violencia política que devastó al país conocido en la actualidad como el Congo de 1962 a 1967, afirma Frank R. Villafaña, autor de Cold War in the Congo (Guerra Fría en el Congo), virtualmente la única relación del papel jugado por los cubanos en el conflicto. Fidel Castro suministró tropas al otro lado.
 
Las fuerzas cubanas rivales descubrieron la presencia del otro durante un bombardeo aéreo de la CIA a posiciones ocupadas por la guerrilla, cuando las tropas terrestres y los pilotos empezaron a gritarse palabrotas unos a otros en español. Luego, pelearon cara a cara en las riberas del lago Tanganika.
 
“Esa fue la historia que despertó mi interés”, dijo Villafaña. “Cuando la escuché, yo pensé que se trataba de típicas exageraciones cubanas, pero todo es cierto. Se suponía que todos los documentos fueran desclasificados luego de 30 años, y aquí estamos, 50 años después, y todo es aún secreto”.
 
El secreto envuelve hasta los relatos de testigos oculares de algunos de los operativos cubanos de la CIA, todos los cuales tienen ya 70 o más años. Tamayo se muestra amistoso mientras relata sus recuerdos de la operación de rescate en Kilómetro 8. Pero, al preguntársele acerca de su empleador, se pone muy serio.
 
“Yo no sé nada acerca de la CIA”, insiste Tamayo.
 
Técnicamente, quizá, el rescate en el Kilómetro 8 no fue una misión de la CIA. Los exiliados cubanos habían atravesado peleando el Congo para tomar parte en el rescate de otro grupo de rehenes, cinco diplomáticos estadounidenses (varios de los cuales, aunque sus secuestradores no lo supieran, eran agentes de la CIA) retenidos en el consulado de EEUU en lo que era entonces conocido como Stanleyville, ahora Kisangani.
 
Los diplomáticos estaban entre varios cientos de rehenes atrapados tres meses antes por rebeldes que se llamaban a sí mismos Simbas (la palabra swahili que significa “león”). Los Simbas pelearon contra el gobierno congolés luego que este declaró su independencia de Bélgica en 1960.
 
A principios de la década de 1960, durante la Guerra Fría, el suministro de uranio y otros minerales esenciales en la fabricación de armas nucleares por parte del Congo había convertido la convulsa situación interna de ese país en un asunto internacional con los Estados Unidos (respaldando al gobierno) contra la Unión Soviética y China (apoyando a los rebeldes).
 
Cuando los Simbas tomaron Stanleyville en agosto de 1964, hicieon rehenes a varios cientos de occidentales: diplomáticos, empresarios y misioneros. Luego de tres meses, el gobierno congolés y sus aliados enviaron una fuerza de 3,000 hombres para liberarlos. Las tropas incluían soldados belgas y congoleses, mercenarios de Rodesia y Sudáfrica, y, en secreto, los cubanos de la CIA.
 
Pilotos cubanos habían participado en misiones en el Congo para la CIA desde 1962. Pero los aproximadamente 20 soldados de infantería acababan de llegar en septiembre para liberar a los diplomáticos estadounidenses.
 
“Ellos no nos dijeron a dónde íbamos, o por qué”, cuenta Angel Benítez, de 76 años, quien lo mismo que los demás se había unido a la CIA (por $250 al mes) para ayudarlos a pelear su guerra en curso contra Fidel Castro. “Lo único que dijeron fue que iríamos a miles y miles de millas de distancia, pero lucharíamos contra el comunismo. De modo que dijimos, por supuesto”.
 
Fue sólo en los últimos 30 minutos de tres días de vuelos en aviones militares que el oficial de la CIA al mando, un texano enorme llamado Rip Robertson, sacó un mapa del Congo para revelar su lugar de destino. “Yo vi que los rebeldes habían ocupado las tres cuartas partes del país y pensé: ‘Ay, mi madre’”, recuerda Benítez.
 
Ellos se unieron a las fuerzas más numerosas que iban camino a Stanleyville. Pero para cuando los cubanos se adentraron peleando en la ciudad, los diplomáticos habían sido rescatados por paracaidistas belgas.
 
Un misionero estadounidense, extremadamente alto y delgado, iba de un grupo de hombres uniformados a otro pidiendo ayuda. Veinticinco misioneros occidentales, la mayoría estadounidenses, y sus familiares estaban atrapados en una misión a unos ocho kilómetros — cinco millas — fuera de la ciudad.
 
“Necesito la ayuda de ustedes para que vayan y los saquen de allí”, dijo el misionero cristiano, Al Larson, nativo de Brooklyn.
 
El ejército congolés dijo que no. Lo mismo dijeron los belgas. Pero Rip Robertson, luego de una breve conversación en español con sus hombres, dijo: “Lo haremos”.
 
Benítez recuerda: “El dijo que había que recoger a algunas personas fuera de la ciudad... en territorio enemigo. Para nosotros, ‘el enemigo’ significaba los comunistas, y habíamos ido allá a combatirlos, así que todos estuvimos de acuerdo”.
 
Los cubanos salieron en dos jeeps descapotados con ametralladoras montadas en la parte de atrás y una camioneta pick up. Esperaban combate. Pero no tenían la menor idea de que iban a entrar en una nube de balas de cinco millas de largo.
 
“Una bala atravesó mi puerta y le dio a Ricardo Morales, quien estaba disparando la ametralladora atrás”, dijo Benítez. “Le dio en la espalda, justo al lado de la columna vertebral, pero él siguió disparando”.
 
Catorce rehenes niños
Muchos de los 25 rehenes en el Kilómetro 8 no se habían dado cuenta de su situación. Catorce de ellos eran niños, quienes trataron lo que estaba sucediendo era una aventura en la que los Simbas venían diariamente a inspeccionarlos en lo que era un arresto domiciliario sin mucha supervisión.
 
David McAllister, el hermano mayor de Ruth Reynard, recuerda una mañana en que los Simbas estaban furiosos y disparaban sus rifles al aire.
 
“Y en medio de toda esta conducta amenazante, recuerdo muy bien que me puse a recoger los cartuchos vacíos a los pies de los rebeldes mientras ellos disparaban al aire”, cuenta. “Es tan extraño cómo un niño, o al menos yo, puede estar tan asustado y al mismo tiempo entusiasmado de manera tan estúpida”.
 
Los adultos (nueve mujeres y dos hombres; el resto de los hombres estaban prisioneros en Stanleyville) esperaban problemas en la mañana del 24 de noviembre. Habían oído pasar aviones por encima al amanecer, lo cual no podía ser otra cosa que la largamente esperada misión de rescate sobre la cual habían oído hablar por la BBC.
 
En la radio de transistores de la misión escucharon el llamado hecho a los rebeldes por la estación controlada por los Simbas a asesinar a todos los rehenes. “Hombres, mujeres y niños, no tengan escrúpulos, mátenlos a todos”, gritó un anunciador.
 
“Sabíamos que había llegado el momento final”, recuerda Ken McMillen, quien entonces tenía 17 años.
 
Cuatro Simbas –borrachos y posiblemente fumados con la variedad local de marihuana– gritaron a los rehenes que se pusieran en fila entre dos edificios. “¡Ahora los vamos a fusilar!”, gritó un Simba.
 
Todo el mundo escuchó el audible susurro de la pequeña Ruth Reynard a su padre, Paul: “Papá, ¿nos van a matar?” Su padre respondió con calma: “Bueno, Ruthie, tendremos que esperar a ver”.
 
Los Simbas bajaron sus rifles e hicieron marchar a los rehenes al interior de la casa. Dos guardias sacaron a los hombres al patio. Los dos guardias que estaban dentro de la casa se dirigieron a la puerta. Uno de ellos se volvió y empezó a disparar su pistola contra las mujeres y los niños.
 
“Estaban disparando por todas partes”, afirma Marilyn Wendler, quien tenía 11 años en ese momento. Pero sólo dos balas dieron en el blanco. Ken McMillan fue herido en la cadera, y su hermano menor Paul recibió un rasguño en la mejilla hecho por un fragmento de bala. Ninguna de las dos heridas fue de gravedad.
 
Luego de otra ráfaga de disparos afuera, se hizo el silencio. Los rehenes dentro de la casa esperaron un rato antes de aventurarse afuera. Allí encontraron al padre de Ken McMillan, Héctor, muerto en la entrada. Paul McAllister también había sido herido, pero sobrevivió fingiéndose muerto.
 
Su fe religiosa –lo ocurrido era la voluntad de Dios– les sirvió de apoyo en su dolor. Todos conservaron la calma. El herido Ken y las mujeres que lo cuidaban permanecieron en la casa, esperando socorro. Los demás se ocultaron en la selva.
 
Los rehenes escucharon disparar a los cubanos mucho antes de verlos. El convoy partió 15 minutos después de su llegada.
 
“Para nosotros fue divertido, subir a un jeep y todo eso”, cuenta Ruth. Sin sombra de miedo, se sentó en las piernas del gigante Tamayo.
 
“Ella era diminuta. Yo la sujetaba con el brazo izquierdo y disparaba mi ametralladora con la derecha”, recuerda él.
 
El regreso a Stanleyville fue aún más violento. “Nosotros le disparamos a todo lo que se moviera”, dice Tamayo. Incluso mataron a un cerdo que salió corriendo de la selva. “¡Algún día le haremos eso al puerco de Castro!” gritó uno de los cubanos, lo cual intrigó a David McAllister.
 
“Yo no tenía la menor idea de quién era Castro, pero me pareció que me iba a gustar”, afirma.
 
La hermana de McAllister, Ruth, aunque calladita, de vez en cuando hacía una mueca cuando los cartuchos calientes de las balas recién disparadas le caían en cascada en la cabeza. Tamayo se quitó un pañuelo rojo de la cabeza — como era el único negro entre los cubanos, él lo llevaba puesto para que nadie lo tomara por un Simba y le disparara — y se lo puso encima a ella.
 
La buena fortuna del convoy se mantuvo: no hubo bajas. Los cubanos causaron algunas bajas a los Simbas, pero nadie recuerda cuántas.
 
“Nunca lo supe, ni quise saberlo”, dice Benítez. “Creo que esta, en este momento, es la primera vez que he hablado de eso alguna vez”.
 
El fuego fue cesando a medida que el convoy se acercaba a Stanleyville. Marilyn Wendler alzó tímidamente la cabeza por primera vez, vio cadáveres tirados en las aceras de escaramuzas anteriores, y volvió a ocultarla. Los rehenes llegaron al aeropuerto y subieron a bordo de un vuelo que salía del país.
 
Cuando una historia aparecida en un periódico británico mencionó que había tenido que abandonar su muñeca en la misión, Ruth recibió 500 nuevas enviadas por simpatizantes. Y Ken McMillan, quien pensaba que la bala en su cadera había sido extraída por un cirujano en un hospital congolés, se enteró 35 años después –en una radiografía hecha luego de una caída mientras colocaba luces de Navidad– que el cirujano sólo había extraído un fragmento de metralla. La bala se había movido hacia su pelvis, donde sigue todavía.
“La bala también vendrá a la reunión”, dijo. 

Fuente el Nuevo Herald



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