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General: Tambien a Guillermo Cabrera Infante la revolución de Castro le embargo su vida
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Respuesta  Mensaje 1 de 1 en el tema 
De: administrador2  (Mensaje original) Enviado: 21/12/2014 18:52
El espía que surgió del calor
Si alguien pudiera arrogarse ser el símbolo
del exilio físico e intelectual cubano ese es, sin duda, Guillermo Cabrera Infante

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Guillermo Cabrera Infante

ÁNGEL S. HARGUINDEY /  EL PAÍS
Si alguien pudiera arrogarse ser el símbolo del exilio físico e intelectual cubano ese es, sin duda, Guillermo Cabrera Infante, el primer “gusano” de fama internacional y, probablemente, el mayor resistente de los ataques del Régimen castrista y de la intelligentsia europea y latinoamericana, un selecto grupo de triunfadores que no supieron, o no quisieron, ver más allá de su autosatisfecho ego.

La biografía de nuestro personaje es ya muy conocida: hijo de los fundadores del Partido Comunista de Gibara, periodista en las postrimerías del Régimen de Batista, colaborador entusiasta de la Revolución, espléndido novelista crítico de cine y reportero, todo ello trastocado por la defensa de un ingenuo cortometraje, P. M., codirigido por Orlando Jiménez Leal y su hermano, Alberto Sabá Cabrera Infante, de los desmesurados ataques, y prohibición, del Gobierno de Castro. Así comenzó el fin de su fe revolucionaria.

Trasladado forzosamente a la Embaja de Cuba en Bélgica como agregado cultural (siempre apostillaba que “el primer secretario era el que abría la puerta”), comenzó un largo, y con frecuencia cruel, peregrinaje: Bruselas, Barcelona, Madrid... y tras serle negado el asilo en España (contradicciones del franquismo con un Fraga Iribarne recibido amistosamente por Fidel), recaló en Londres, donde pudo desarrollar su extensa y magnífica obra literaria y su no menos extensa y lúcida obra periodística, además de unos guiones cinematográficos, con total libertad y sin que remitieran los ataques del régimen cubano y, decrecientemente, los de esa intelligentsia que comenzaba a caerse de un guindo.

Y en la vida y en la obra de Guillermo Cabrera hay una figura esencial: su mujer Miriam Gómez, apoyo permanente del escritor, que dejó una brillante carrera de actriz en su Cuba natal por acompañar en su largo y doloroso viaje hacia la dignidad al autor de Tres tristes tigres.

Cabrera Infante sobrevivió al desprecio de la mayor parte de sus coetáneos del boom latinoamericano, a la persecución intelectual, y en ocasiones física, del castrismo, sobrevivió incluso al lamentable comportamiento de Mario Lacruz cuando accedió a la dirección de Seix Barral, con su obra más premiada y vendida, los ya citados tigres tristes, enterrándola en un cajón durante años como venganza por unas declaraciones de su autor en las que criticaba el gusto literario del editor y, como no podía ser de otra manera, sobrevivió al tardío y paulatino reconocimiento de quienes le habían tratado como un apestado literario y social que, desencantados de la otrora encantadora Revolución cubana, tuvieron a bien correr un tupido velo sobre sus años dogmáticos.

Hablar de Guillermo Cabrera Infante es hablar de alguien con un enorme sentido del humor, con unos extraordinarios conocimientos cinematográficos y musicales, un personaje que nunca abandonó su añorada Cuba desde el pequeño piso de Gloucester Road y su vegetación sorprendentemente antillana, un gran amigo de sus amigos, desde Manolo Blahnik o Terenci Moix, a Néstor Almendros, Javier Marías, Fernando Savater o Vicente Molina Foix, todos ellos más jóvenes y menos deslumbrados por una revolución que hacía tiempo se había convertido en una burocracia cruel trufada de redentorismo barato.

Pero hablar de Guillermo Cabrera es, inevitablemente, hablar de Miriam Gómez, la mujer que realizó uno de los mayores ejemplos de amor al editar a su muerte un gran libro-reportaje, Mapa dibujado por un espía, en el que el autor no sólo describe con maestría sus últimos meses en La Habana sino que relata con gran talento una intensa infidelidad.
                                                                                                                                                                                                                 Fuente EL PAÍS


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